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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 115
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finas ramas con pequeñas hojas se encontraban caídas en el suelo. Un corte muy limpio, perfectamente recto, que había dejado los extremos de las ramas sesgadas tan lisos y suaves como si fuera el meticuloso trabajo de un carpintero.

A Mat se le erizó el vello de la nuca. Allí se había abierto uno de esos agujeros en el aire que Rand utilizaba. Ya era bastante malo que los Aiel hubiesen intentado matarlo, pero que los hubiese enviado alguien capaz de crear uno de esos… accesos, los llamaba Rand. Luz, si no estaba a salvo de los Renegados con la Compañía a su alrededor, entonces ¿dónde lo estaría? Se preguntó cómo iba a poder dormir de ahora en adelante; con hogueras prendidas alrededor de su tienda, y con guardias. Lo llamaría una guardia de honor, para quitarle un poco de hierro a la cosa, para soportar el hecho de que hubiera centinelas rodeando su tienda. La próxima vez probablemente sería un centenar de trollocs o un millar en lugar de un puñado de Aiel. ¿O no era lo bastante importante para eso? Si decidían que era demasiado importante, la próxima vez podría ser uno de los Renegados. ¡Rayos y centellas! ¡Él no había pedido ser ta’veren ni estar vinculado con el jodido Dragón Renacido!

—¡Rayos y centellas!

El crujido de la tierra bajo una pisada lo alertó, y giró velozmente blandiendo el arma a la par que soltaba un gruñido. Apenas tuvo tiempo de detener la arremetida al mismo tiempo que Olver gritaba y caía patas arriba, mirando con los ojos desorbitados la punta de la lanza.

—¡Por la Fosa de la Perdición! ¿Qué demonios estás haciendo aquí? —espetó Mat.

—Yo… Yo… —El chico enmudeció y tragó saliva—. Dicen que cincuenta Aiel intentaron mataros mientras dormíais, lord Mat, pero que vos los matasteis a ellos antes y quería ver si estabais bien y… Lord Edorion me compró zapatos, ¿veis? —Levantó un pie calzado.

Mascullando entre dientes, Mat ayudó al chico a ponerse de pie.

—No me refería a eso. Lo que quiero saber es por qué estás aquí y no en Maerone. ¿Acaso Edorion no encontró a nadie que se hiciese cargo de ti?

—Esa mujer sólo quería el dinero de lord Edorion, no a mí. Tiene seis hijos. Maese Burdin me alimenta bien, y todo lo que tengo que hacer es darles de comer y de beber a los caballos, y almohazarlos. Me gusta eso, lord Mat. Sin embargo, no me deja que los monte.

Sonó un carraspeo.

—Lord Tamanes me envía por si puedo ayudaros, milord. —Nerim era flaco, y bajo incluso para un cairhienino; tenía el cabello canoso y una cara larga que parecía decir que nada iba bien ni en ese momento ni a largo plazo—. Si milord me disculpa por decirlo, esas manchas de sangre no saldrán nunca de su ropa interior, pero si milord me lo permite tal vez pueda hacer algo respecto a los desgarrones que tiene milord. —Llevaba la caja de costura debajo de un brazo—. Tú, chico, trae un poco de agua. ¡Y no me repliques! Agua para milord, y deprisa. —Nerim aprovechó que se agachaba a coger la linterna para hacer una reverencia al mismo tiempo—. Si milord tiene a bien entrar en la tienda… El aire nocturno es perjudicial para las heridas.

A poco Mat estaba tendido en el suelo, al lado del catre, ya que «milord no querría manchar las mantas», dejando que Nerim le lavara la sangre seca y lo cosiera. Talmanes tenía razón; como sastre dejaba mucho que desear; era un matarife. Estando presente Olver no le quedó más remedio que apretar los dientes y aguantar.

Tratando de pensar en otra cosa que no fuera la aguja de Nerim, Mat señaló el raído morral de tela que colgaba del hombro de Olver.

—¿Qué guardas ahí? —preguntó entre jadeos.

El chico sujetó fuertemente la ajada bolsa contra su pecho. Ciertamente estaba más limpio que cuando lo había conocido, aunque no más agraciado. Los zapatos tenían aspecto de ser fuertes, y la camisa y los pantalones de lana parecían nuevos.

—Todo es mío —contestó a la defensiva—. No he robado nada. —Al cabo de un momento abrió el morral y empezó a sacar cosas: otro par de pantalones, dos camisas más y varios calcetines no tenían interés para él, pero repasó una a una las demás cosas—. Ésta es una pluma de un halcón rojo, lord Mat, y esta piedra tiene el mismo color que el sol, ¿veis? —Mostró una pequeña bolsa—. Tengo cinco monedas de cobre y un céntimo de plata. —A continuación vino un trozo de tela enrollado y atado y una pequeña caja de madera—. Mi juego de serpientes y zorros. Me lo hizo mi padre; él dibujó el tablero. —Durante un breve instante su rostro se crispó, y después el chico prosiguió—: Mirad, esta piedra tiene dentro la cabeza de un pez. No sé cómo llegó ahí. Y ésta es mi concha de tortuga. De una tortuga de dorso azul. ¿Veis las rayas?

Haciendo un gesto de dolor por un pinchazo particularmente fuerte de la aguja de coser, Mat alargó la mano para tocar el trozo de tela enrollado. Le dolería mucho menos si respiraba por la nariz. Era realmente extraño el modo en que funcionaban las lagunas de su propia memoria; recordaba cómo se jugaba a serpientes y zorros, pero no haber jugado a ello alguna vez.

—Es un caparazón muy bonito, Olver. Yo también tuve uno, hace tiempo. De una tortuga verde. —Tanteó al otro lado y cogió su bolsa de dinero, de la que sacó dos coronas cairhieninas de oro—. Añade éstas a tu bolsa, Olver. Un hombre debe llevar un poco de oro en el bolsillo.

—No pido limosna, lord Mat. —El chico, envarado, empezó a recoger y guardar las cosas dentro del morral—. Puedo trabajar para ganarme un plato de comida. No soy un mendigo.

—No he dicho que lo fueras. —Mat se estrujó el cerebro para encontrar rápidamente alguna razón por la que pagar dos coronas al chico—. Yo… Necesito que alguien lleve mis mensajes. No puedo pedírselo a nadie de la Compañía; todos están demasiado ocupados con sus tareas militares. Claro que tendrás que cuidar tú mismo de tu caballo, porque no puedo pedirle a nadie que lo haga por ti.

Olver se sentó muy erguido.

—¿Tendría mi propio caballo? —preguntó con incredulidad.

—Pues claro. Ah, una cosa: mi nombre es Mat. Si vuelves a llamarme lord Mat, te haré un nudo en la nariz. —Soltó un chillido y se incorporó a medias, bruscamente—. ¡Maldito seas, Nerim, ésa es mi pierna, no un jodido costillar de vaca!

—Como diga milord —murmuró Nerim—. La pierna de milord no es un costillar de vaca. Gracias, milord, por informarme.

Olver se estaba tocando la nariz cuidadosamente, como planteándose si era posible hacerle un nudo.

Mat volvió a tumbarse con un gemido. Se había echado la carga de cuidar de un chico, y con ello no le había hecho un favor; no si se encontraba cerca la próxima vez que los Renegados intentaran reducir el número de ta’veren que había en el mundo. En fin, si el plan de Rand funcionaba, dentro de poco quedaría un Renegado menos. Y, si Mat Cauthon conseguía salirse con la suya, se proponía mantenerse bien lejos de problemas y del peligro hasta que no quedara ninguno.

23. Interpretación de un mensaje

Graendal se las ingenió para no mirar fijamente cuando entró en la estancia, pero su vestido recto se tornó de un negro intenso antes de que la mujer pudiera controlarse y volverlo a su anterior apariencia de neblina azul. Sammael había hecho más que suficiente para que nadie sospechara que esta habitación se encontraba en la Gran Cámara del Consejo de Illian. Claro que le habría sorprendido mucho que alguien aparte de él hubiese entrado nunca hasta allí sin haber sido invitado a los aposentos de «lord Brend».

El ambiente era agradablemente fresco; en un rincón se alzaba el cilindro hueco de un convertidor ambiental. Globos radiantes, fuentes de una constante y regular luminosidad, aparecían incongruentemente colocados sobre pesados candelabros de oro y ofrecían una iluminación mucho mejor de la que jamás podrían dar velas o lámparas de aceite. Una pequeña caja de música que había encima de la repisa de la chimenea reproducía de su memoria los suaves acordes de una composición que a buen seguro no se había escuchado fuera de esta habitación desde hacía más de tres mil años. Y Graendal también reconoció varias de las obras de arte que adornaban las paredes.

Se detuvo ante el «Tempo de infinidad», de Ceran Tol. No era una copia.

—Diríase que has saqueado un museo, Sammael. —Le costó un gran esfuerzo ocultar la envidia en su voz, y cuando vio la leve sonrisa de él comprendió que su intento había fracasado.

Sammael llenó con vino dos copas de plata cincelada y le tendió una.

—Un museo no. Sólo una cámara estática. Imagino que la gente trató de salvar cuanto pudo en los últimos días.

Al sonreír se atirantó aquella desagradable cicatriz que le cruzaba la cara mientras recorría con mirada radiante los objetos del cuarto y la detenía con una expresión de especial apego en el tablero de zara, que proyectaba su campo de cuadros todavía transparentes en el aire; siempre había tenido preferencia por los juegos violentos. Por supuesto, un tablero de zara significaba que la cámara estática había sido equipada por un seguidor del Gran Señor; la posesión de una única pieza de juego que hubiera sido humana había significado, cuando poco, confinamiento en el otro lado. ¿Qué más habría encontrado?

Graendal movió el vino de su copa y reprimió un suspiro; era un caldo de allí y del presente; había esperado un delicado satare o uno de los exquisitos comolades. Se alisó los pliegues del vestido con los dedos ensortijados.

—También encontré una, pero, aparte de la camalina, contenía la más espantosa colección de inútiles desechos. —Después de todo, puesto que la había invitado allí y le permitía ver todo aquello, era un buen momento para hacer confidencias. Pequeñas confidencias.

—Qué lástima.

De nuevo apareció aquella leve sonrisa. Había encontrado algo más que juegos, artilugios y obras de arte, de eso no cabía duda.

—Por otro lado —continuó Sammael—, imagina qué desagradable habría sido abrir una cámara estática y destapar un nido de cafaras, pongamos por ejemplo, o un jumara o cualquier otra de las pequeñas creaciones de Aginor. ¿Sabes que hay jumaras sueltos en la Llaga? Totalmente crecidos, aunque ahora ya no se transforman. La gente de allí los llama Gusanos. —Rió con tantas ganas que se sacudió.

Graendal sonrió con mucha más calidez de lo que se sentía por dentro, aunque si su vestido sufrió alguna variación fue mínima. Había tenido una desagradable experiencia, de hecho casi fatal, con una de las creaciones de Aginor. El hombre había sido genial a su modo, pero estaba loco. Sólo un demente habría creado a los gholams.

—Pareces estar de muy buen humor.

—¿Y por qué no iba a estarlo? —respondió, comunicativo—. Estoy a punto de echarle mano a un surtido de angreal y quién sabe qué más. Oh, no pongas esa expresión sorprendida. He sabido desde el principio que todos vosotros habéis estado espiándome con la esperanza de que os condujese hasta ese cargamento. Bien, pues no os va a servir de nada. Oh, lo compartiré, sí, pero después de que sea mío y después de que haya escogido primero. —Se repantigó en una silla recargada con dorados, o quizá fuera de oro macizo; muy propio de él. Apoyó el talón

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