Allí estaba el Carro de Heno, justo encima de su cabeza, y las Cinco Hermanas, y los Tres Gansos, marcando el norte. El Arquero, el Labriego, el Herrero, la Serpiente. Los Aiel llamaban a esta última el Dragón. El Escudo, que algunos llamaban el Escudo de Hawkwing —eso lo hizo rebullir; en algunos de sus recuerdos no le gustaba ni pizca Artur Paendrag Tanreall—, el Ciervo, el Carnero, la Copa. Y la Caminante, con su bastón resaltando marcadamente.
Algo lo hizo aguzar el oído, no estaba seguro qué. Si no hubiese habido tanto silencio el apagado sonido no habría parecido tan furtivo, pero en la quietud dio esa impresión. ¿Quién andaría moviéndose a hurtadillas por allí? Despierta su curiosidad, se incorporó sobre un codo. Y se quedó inmóvil como una estatua.
Unas figuras, como sombras de luz de luna, se movían alrededor de su tienda. La luz del astro cayó sobre una de ellas lo suficiente para que Mat distinguiera un rostro velado. ¿Aiel? ¿Qué demonios…? En silencio rodearon la tienda, se acercaron; un brillo de metal centelleó en la noche, se oyó el susurro de tela desgarrada, y las figuras desaparecieron en el interior. Sólo pasó un segundo antes de que volvieran a salir. Y a mirar en derredor; había luz suficiente para advertir ese gesto.
Mat plantó los pies en el suelo; si se mantenía agachado, a lo mejor era capaz de escabullirse sin que lo oyeran.
—Mat… —se oyó llamar a Talmanes, subiendo la ladera; parecía embriagado.
Mat no movió un solo músculo; quizás el hombre daba media vuelta si creía que estaba dormido. Los Aiel parecieron desvanecerse en el aire, pero Mat estaba seguro de que continuaban allí. Las pisadas de Talmanes se oyeron más cerca.
—Tengo un poco de brandy, Mat. Creo que deberías echar un trago. Es bueno para los sueños, Mat. No los recuerdas.
Mat se preguntó si los Aiel lo oirían, con las voces de Talmanes, si se marchaba ahora. Había unos diez pasos hasta donde estarían durmiendo los primeros hombres —el primer pelotón de caballería, los Relámpagos de Talmanes, tenía el «honor» esa noche—, y menos de diez a su tienda y a los Aiel. Eran rápidos, pero con una o dos zancadas de ventaja no deberían alcanzarlo antes de que se encontrara a un metro de casi cincuenta hombres.
—Mat… No creo que estés dormido, Mat. Te vi la cara. Te sentirás mejor después de que hayas matado los sueños. Créeme, lo sé.
Mat se agazapó y asió con firmeza la lanza e inhalaba hondo. Dos zancadas.
—¡Mat!
Talmanes estaba más cerca. El muy idiota se iba a dar de bruces con un Aiel en cualquier momento. Podían rebanarle el pescuezo sin hacer el menor ruido.
«Maldito seas —pensó Mat—. Sólo necesitaba un par de zancadas.»
—¡A las armas! —gritó al tiempo que se incorporaba de golpe—. ¡Aiel en el campamento! —Salió corriendo cuesta abajo—. ¡Acudid hacia el estandarte! ¡Reuníos bajo la Mano Roja! ¡Arriba, perros salteadores de tumbas!
Despertó todo el mundo, ya que berreaba como un toro enganchado en zarzales. Los gritos se propagaron en todas direcciones, los tambores empezaron a tocar, las trompetas a formar. Hombres del primer batallón salieron de sus mantas gritando y agitando las espadas mientras corrían hacia el estandarte.
Con todo, el hecho era que los Aiel tenían menos distancia que cubrir que los soldados. Y sabían a qué iban. Algo —el instinto, la suerte, o ser ta’veren, porque desde luego no oyó nada con aquel tumulto— lo hizo girarse justo cuando la primera figura velada salió tras él como si se hubiese materializado en el aire. No había tiempo para pensar. Paró el lanzazo con el astil de su arma, pero el Aiel detuvo su contragolpe con la adarga y le asestó una patada en el estómago. La desesperación proporcionó fuerza a Mat para no doblar las piernas, aunque tenía los pulmones sin aire; hizo un quiebro, frenético, para esquivar la punta de lanza que iba derecha a sus costillas, zancadilleó al Aiel con el astil de su lanza, y luego le atravesó el corazón. Luz, esperaba sinceramente que fuera un varón.
Sacó de un tirón la lanza justo a tiempo de hacer frente a la avalancha de adversarios. «¡Debería haber huido cuando tuve la puñetera oportunidad de hacerlo!» Blandió el arma como una vara de combate imprimiéndole más velocidad que nunca, girándola, parando los lanzazos de los Aiel, sin tiempo para contraatacar. Demasiados. «¡Tendría que haber mantenido cerrada la jodida boca y huir!» Dispuso de un instante para gritar de nuevo:
—¡Zafarrancho, apocados pichones, ladrones de ovejas! ¿Es que estáis sordos? ¡Limpiaos los oídos y a las armas!
Maravillado de no estar muerto a esas alturas —había tenido suerte con un Aiel, pero nadie era tan afortunado como para hacer frente a esto— de repente se dio cuenta de que ya no estaba solo. Un flaco cairhienino, en ropa interior, cayó casi a sus pies al tiempo que exhalaba un chillido agudo, pero de inmediato ocupó su puesto un teariano con la desabrochada camisa ondeando y blandiendo una espada. Varios más se sumaron a la refriega, lanzando todo tipo de gritos, como «¡Lord Matrim y victoria!», «¡La Mano Roja!» o «¡Muerte a las alimañas!»
Mat retrocedió y los dejó que se ocuparan ellos. «Un general que combate en primera línea es un necio.» Eso provenía de aquellos antiguos recuerdos, una cita de alguien cuyo nombre no formaba parte de la evocación. «Uno puede acabar fiambre ahí.» Eso era pura cosecha de Mat Cauthon.
Al final, fue simple cuestión de números: una docena de Aiel contra, si no toda la Compañía, sí varios centenares de hombres que se las arreglaron para llegar a lo alto del cerro antes de que la lucha hubiese acabado. Doce Aiel muertos y, por el hecho de ser Aiel, un tercio más de la Compañía, y el doble o más de esa cifra sangrando aunque todavía vivos para gemir mientras se los atendía. A pesar de haberse encontrado en una situación límite tan escaso tiempo, Mat estaba dolorido y sangraba por media docena de heridas, de las cuales tres al menos sospechaba que necesitarían puntos.
Su lanza le hizo un buen servicio como bastón cuando se encaminó, cojeando, hacia donde Talmanes permanecía tendido en el suelo, con Daerid atándole un torniquete en la pierna izquierda.
La blanca camisa de Talmanes, sin remeter en los pantalones, tenía unas manchas oscuras y brillantes en un par de sitios.
—Me parece —jadeó— que Nerim tendrá que practicar conmigo otra vez su poca maña como remendón, así la Luz lo consuma por ser tan bruto.
Nerim era su asistente, y lo remendaba tan a menudo como a sus ropas.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Mat en voz baja.
Daerid se encogió de hombros. El cairhienino llevaba puesto sólo los pantalones.
—Está sangrando menos que tú, creo. —Alzó la cabeza para mirar a Mat. A partir de ese día tendría una nueva cicatriz en la colección de su cara—. Menos mal que te quitaste de en medio, Mat. Es obvio que iban por ti.
—Está muy bien no haberles dado lo que venían buscando. —Talmanes hizo un gesto de dolor mientras se esforzaba por incorporarse echando un brazo sobre los hombros de Daerid—. Habría sido una pena perder la suerte de la Compañía por un puñado de salvajes atacando en plena noche.
—Sí, eso es lo que me pareció a mí también —dijo Mat aclarándose la garganta. La imagen de los Aiel desapareciendo dentro de su tienda acudió a su memoria; tuvo un escalofrío. ¿Por qué demonios querían matarlo los Aiel?
Nalesean se acercó desde el lugar donde estaban colocando en una hilera los cuerpos de los Aiel. Incluso en aquellas circunstancias llevaba puesta la chaqueta, aunque no abotonada; no dejaba de mirar, ceñudo, una mancha de sangre que tenía en la solapa, quizá la suya propia o quizá no.
—Así me condene, sabía que esos salvajes se revolverían contra nosotros antes o después. Supongo que venían de ese grupo que nos pasó esta tarde.
—Lo dudo —dijo Mat—. Si hubiesen querido matarme entonces, me habrían tenido ensartado en un espetón y puesto al fuego antes de que cualquiera de vosotros se hubiese dado cuenta.
Se obligó a acercarse renqueando hasta los Aiel muertos y examinó los cadáveres cogiendo la linterna que alguien había llevado para reforzar la luz de la luna. El alivio de encontrar únicamente rostros de hombres casi consiguió que le flaquearan las piernas. No conocía a ninguno, aunque no era de extrañar puesto que conocía a pocos Aiel.
—Shaido, imagino —dijo mientras regresaba junto a los demás con la linterna. Podrían serlo. Y podrían ser Amigos Siniestros; sabía por propia experiencia que los había entre los Aiel. Y, naturalmente, los Amigos Siniestros tenían motivo para querer matarlo.
—Creo que mañana deberíamos intentar encontrar a una de esas Aes Sedai al otro lado del río —manifestó Daerid—. Talmanes vivirá a menos que todo el brandy que ha tragado se le filtre por los poros, pero algunos de los otros quizá no sean tan afortunados.
Nalesean no pronunció palabra, pero su gruñido lo dijo todo; al fin y a la postre era teariano y las Aes Sedai le gustaban menos aun que al propio Mat, pero éste que no vaciló en acceder a la sugerencia de Daerid. Él no permitiría que ninguna Aes Sedai lo tocara con el Poder —en cierto modo, cada cicatriz señalaba una pequeña victoria, una vez más que había evitado a las Aes Sedai— pero no podía dejar que muriera nadie si podía evitarse. Entonces les explicó lo que quería.
—¿Una zanja? —repitió Talmanes con un dejo de incredulidad.
—¿Todo alrededor del campamento? —la barba puntiaguda de Nalesean se estremeció—. ¿Todas las noches?
—¿Y una estacada? —exclamó Daerid. Miró en derredor y bajó el tono de voz. Todavía quedaban unos cuantos soldados por las inmediaciones, llevándose a los muertos—. Habrá un amotinamiento, Mat.
—No, no lo habrá —lo contradijo—. Por la mañana hasta el último hombre sabrá que los Aiel cruzaron a hurtadillas todo el campamento para llegar a mi tienda. La mitad no podrá dormir pensando que se despertará con una lanza clavada en las costillas. Vosotros tres aseguraos de que entienden que una estacada podría impedir que los Aiel vuelvan a colarse inadvertidamente. —Por lo menos sería un obstáculo que los frenaría—. Y ahora marchaos y dejadme dormir un poco.
Después de que se hubieron ido, Mat examinó su tienda. Los largos cortes abiertos en los costados por los Aiel se agitaban levemente con la brisa que soplaba intermitentemente. Suspiró y echó a andar hacia la manta tendida entre los matorrales; entonces se detuvo. Ese ruido que lo había alertado. Los atacantes no habían hecho ningún otro, ni un susurro. Los Aiel eran silenciosos como sombras, así pues ¿qué había sido?
Apoyado en la lanza, rodeó cojeando la tienda a la par que estudiaba el suelo. No estaba seguro de lo que buscaba. Las suaves botas Aiel no habían dejado marcas que pudiera distinguir con la luz de la linterna. Dos de los vientos de la tienda colgaban cortados, pero… Dejó la linterna en el suelo y tocó las cuerdas. Ese ruido podría haber sido el de una cuerda tirante al ser cortada, pero no era necesario cortarlas para entrar en la tienda. Algo en el ángulo de los cortes, en el modo en que estaban alineados el uno con el otro, le llamó la atención. Volvió a coger la linterna y la enfocó en derredor. Un matorral de ramaje duro y enhiesto, a corta distancia, había sido podado por un costado, de arriba abajo, y las