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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 113
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y cuando informaran la verdad. Y una soga al cuello en la primera mentira; un montón de hombres podía morir a causa de la mentira de un explorador. A pesar de la amenaza, no dejaron pasar la oportunidad, probablemente más por la reducción de trabajo que por el dinero extra.

No obstante, siete no eran suficientes, de modo que les pidió que se lo sugiriesen a otros y que tuvieran presente lo que había dicho respecto a las aptitudes requeridas, así como el hecho de que si vivían o no para disfrutar de la triple paga dependía en gran medida de las habilidades de aquellos que le propusieran para el trabajo. Aquello ocasionó mucho rascarse barbillas y muchas miradas nerviosas, pero entre los siete dieron otros once nombres, aunque poniendo gran énfasis en que por nombrarlos no estaban insinuando nada sobre esos tipos. Once hombres, cazadores furtivos y cuatreros lo bastante buenos para no despertar las sospechas de Daerid, Talmanes o Nalesean, pero no lo suficientemente buenos para evitar atraer la atención de los primeros siete. Mat les hizo la misma oferta y volvió a pedir más nombres. Para cuando llegó al punto de no encontrar más nombres, contaba ya con cuarenta y siete exploradores. Los malos tiempos que corrían habían empujado a un montón de hombres a enrolarse en el ejército en lugar de dedicarse a la actividad que habrían preferido realizar.

El último, nombrado por los tres que lo precedieron, fue Chel Vanin, un andoreño que había vivido en Maerone pero cuya actividad abarcaba un amplio radio a ambos lados del Erinin. Vanin era capaz de robar los huevos de un faisán sin levantar al ave de su nido, aunque no era probable que dejara de meterla también en el saco. Podía robar un caballo en el que iba montado un noble sin que éste se diera cuenta hasta dos días después. O eso era lo que afirmaban con respeto reverencial quienes lo recomendaron. Con su sonrisa desdentada y un aire de total inocencia en su redonda cara, Vanin había manifestado enérgicamente ser un honrado mozo de cuadra y herrador ocasional cuando podía encontrar ocupación, pero que cogería el trabajo por el cuádruple de la soldada normal de la Compañía. Hasta entonces, se había ganado con creces su paga.

En este momento, sentado en el caballo delante de Mat en aquella ladera, Vanin parecía agitado. Aprobaba el hecho de que Mat no quisiera que se lo llamara milord, ya que no le gustaba tener que inclinar la cabeza ante nadie, pero se las arregló para tocarse la frente a modo de saludo.

—Creo que deberíais ir a echar un vistazo, porque yo no sé qué conclusiones sacar. Tenéis que verlo vos mismo.

—Esperad aquí —ordenó Mat a los otros. Luego dijo a Vanin—: Guíame.

No tuvieron que cabalgar muy lejos, sólo un par de colinas más adelante y subir un trecho de un sinuoso arroyo bordeado con barro seco. El hedor anunciaba lo que Vanin quería que viese antes de otear los primeros buitres que alzaban el vuelo pesadamente. Los otros aleteaban unos cuantos metros antes de posarse otra vez y, adelantando bruscamente las peladas cabezas, lanzar graznidos desafiantes. Pero lo peor eran los que no levantaban la cabeza del banquete, apiñados en montones de plumas negras.

Una carreta volcada, semejante a una pequeña casa sobre ruedas y pintada de abigarrados tonos verdes, azules y amarillos, identificaba la escena como una caravana de gitanos, pero pocos vehículos habían escapado del fuego. Por doquier yacían cadáveres con ropas de colores chillones, desgarradas y oscurecidas con sangre reseca, hombres, mujeres y niños. Una parte de Mat analizó la situación fríamente; el resto de él deseaba vomitar o salir corriendo o hacer cualquier cosa excepto quedarse allí sentado en Puntos. Los atacantes habían llegado por el oeste al principio. La mayoría de los hombres y muchachos de más edad yacían en esa dirección, entre lo que quedaba de un numeroso grupo de perros grandes, como si hubiesen intentado formar una línea para frenar a los asesinos con sus cuerpos mientras las mujeres y los niños corrían. Una huida inútil. Los cadáveres amontonados mostraban el punto donde se habían precipitado de cabeza contra el segundo frente de ataque. Ahora sólo se movían los buitres.

Vanin escupió con desprecio a través de la mella de su dentadura.

—Se los echa antes de que tengan tiempo de robar mucho; secuestran niños si uno no se anda con ojo, y luego los crían como uno de ellos. Quizá se les da una patada para que se larguen más deprisa, pero ¿esto? ¿Quién puede haber hecho algo así?

—No lo sé. Salteadores.

Faltaban todos los caballos. Pero los salteadores querían robar, no matar, y ningún gitano se resistiría si se le robaba hasta el último céntimo y se lo dejaba en cueros. Mat se obligó a aflojar las manos, que asían las riendas con crispación. Se mirara hacia donde se mirara había una mujer muerta, un niño muerto. Quienquiera que hubiese hecho esto no quería que quedaran supervivientes. Rodeó el lugar de la escena haciendo avanzar lentamente su caballo, tratando de no hacer caso de los buitres que siseaban y aleteaban cuando pasaba cerca —el suelo estaba demasiado seco para que hubiesen quedado huellas claras, aunque a Mat le parecía que los caballos habían partido en varias direcciones— y completó el circuito, volviendo al lado de Vanin.

—Podrías haberme informado de lo ocurrido. No hacía falta que lo viera. —«¡Luz! ¿Qué necesidad tenía de verlo?»

—Podría haberos dicho que no había huellas claras —manifestó Vanin mientras hacía dar media vuelta a su caballo para vadear el somero arroyo—. Pero quizá sí teníais que ver esto.

El fuego había acabado con gran parte del carromato tumbado de costado, pero la base de la caja se había salvado, apuntalada en las ruedas amarillas con los radios verdes. Un hombre, cuya chaqueta todavía conservaba un poco de su color azul chillón, yacía despatarrado contra ella, con un brazo extendido y la mano oscurecida por la sangre. Lo que había escrito con trazos temblorosos resaltaba más oscuro que la madera de la base del carromato:

DECIDLE AL DRAGÓN RENACIDO

¿Decirle qué?, pensó Mat. ¿Que alguien había asesinado a toda una caravana de gitanos? ¿O es que el hombre había muerto antes de poder escribir lo que quiera que fuese? No sería la primera vez que los gitanos habían topado con información importante. En un relato habría vivido el tiempo suficiente para garabatear la vital información que significaría la victoria. En fin, fuese cual fuese el mensaje, ahora nadie iba a saber una sola palabra más al respecto.

—Tenías razón, Vanin. —Mat vaciló. ¿Decirle qué al Dragón Renacido? No era menester dar pie a más rumores de los que corrían ya—. Ocúpate de que el resto de este carromato arda del todo antes de marcharte. Si alguien pregunta, aquí no había nada más que un montón de hombres muertos. —Y de mujeres, y de niños.

—De acuerdo —asintió Vanin—. Asquerosos salvajes —rezongó y volvió a escupir por la mella—. Podrían haber sido algunos de ellos, supongo.

La tropa Aiel, entre tres y cuatrocientos hombres, los había alcanzado. Bajaron la cuesta y cruzaron el arroyo a menos de cincuenta pasos de los carromatos. Algunos levantaron la mano para saludarlo; Mat no los reconoció, pero muchos Aiel habían oído hablar del amigo de Rand al’Thor, el que llevaba sombrero y contra el que era mejor no apostar. Pasaron y subieron la ladera del siguiente cerro, como si aquellos cadáveres no existieran.

«Condenados Aiel», pensó Mat. Sabía que los Aiel evitaban a los gitanos, que hacían caso omiso de ellos, aunque desconocía el porqué, pero esto…

—Creo que no —dijo—. Ocúpate de quemarlo, Vanin.

Talmanes y los otros dos seguían donde los había dejado, naturalmente. Cuando Mat les contó lo que había más adelante y que había que destacar a los grupos de enterramiento, asintieron con aire sombrío.

—¿Gitanos? —murmuró Daerid con incredulidad.

—Acamparemos aquí —añadió Mat.

Esperaba algún comentario; quedaba luz suficiente para recorrer varios kilómetros más, y estos tres se habían enganchado con lo de la distancia que podía avanzar la Compañía en un día hasta el punto de hacer apuestas.

—Mandaré a un hombre para que haga señales a los barcos antes de que se hayan adelantado demasiado —se limitó a decir Nalesean.

Quizá se sentían igual que él. A menos que se desviaran hasta el río, sería imposible eludir, como poco, la vista de los buitres alzando el vuelo tras ser espantados por los grupos de enterramiento. Sólo porque un hombre hubiese visto morir gente no significaba que tuviera que disfrutar con ello. En lo tocante a Mat, creía que le bastaría con ver otra vez a esos pajarracos para vomitar. Por la mañana sólo habría tumbas, fuera del alcance de la vista.

Sin embargo, el recuerdo no se le iba de la mente, ni siquiera después de que se hubo instalado su tienda en la misma cumbre de la colina, donde podría llegar un soplo de brisa del río, si es que se levantaba. Cuerpos destrozados por asesinos, despedazados por buitres. Peor que la batalla alrededor de Cairhien contra los Shaido. Allí habían muerto Doncellas, pero él no había visto ninguna, y no había habido niños. Un gitano no lucharía ni para defender su vida. Nadie mataba al Pueblo Errante. Comió con desgana, picoteando del plato de carne con judías, y se retiró a su tienda tan pronto como le fue posible. Ni siquiera Nalesean tenía ganas de hablar, y Talmanes se mostraba más tenso que nunca.

Se había corrido la voz de la matanza, y en el campamento reinaba un silencio que Mat conocía de antes. Por lo general, la quietud de la noche se rompía al menos con risas escandalosas y a veces con cantos subidos de tono, hasta que los portaestandartes llevaban a sus mantas al puñado de soldados que no admitían estar cansados. Aquella noche era como cuando habían encontrado un pueblo con los muertos sin enterrar o un grupo de refugiados que habían intentado conservar lo poco que tenían resistiéndose a los salteadores. Pocos podían reír o cantar después de algo así, y, a los que sí, generalmente los hacía callar el resto.

Mat permaneció tumbado, mientras la noche caía, pero la tienda era un espacio cerrado y el sueño no llegaba, ahuyentado por el recuerdo de los gitanos muertos, por recuerdos más antiguos de muertos del pasado. Demasiadas batallas y demasiadas muertes. Tanteó la lanza, siguiendo con las yemas de los dedos la inscripción en la Antigua Lengua que llevaba grabada en el negro astil:

Así queda escrito el trato; así se cierra el acuerdo.

La mente es la flecha del tiempo; jamás se borra el recuerdo.

Lo que se pidió se ha dado. El precio queda pagado.

De ese pacto, la peor parte él se ha llevado.

Al cabo de un rato cogió una manta y la lanza y salió al exterior en ropa interior; la cabeza de zorro plateada, sobre su torso desnudo, reflejó la luz de la luna menguante. Corría una leve brisa, un soplo casi inapreciable, carente de frescor, que apenas movía el estandarte de la Mano Roja que colgaba del astil clavado en el suelo, delante de su tienda, pero aun así se estaba mejor que dentro.

Extendió la manta entre los matorrales y se tumbó boca arriba. Cuando era un crío, a veces solía quedarse dormido identificando las constelaciones. En aquel cielo despejado, la luna arrojaba luz suficiente para difuminar la mayoría de las estrellas a pesar de estar menguante, pero quedaban suficientes.

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