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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 112
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marca conmemorativa mucho más adecuada a la memoria de Liah que un simple arañazo.

22. De camino al sur

Las cinco piedras formaban un círculo que giraba suavemente entre las manos de Mat, una roja, otra azul, otra verde claro y las dos restantes con interesantes dibujos de rayas. Montaba a lomos de Puntos, guiándolo con las rodillas, la lanza de mango negro metida debajo de la cincha, al lado contrario de donde llevaba su arco sin encordar. Las piedras le recordaban a Thom Merrilin, que le había enseñado a hacer malabarismos, y se preguntó si el viejo juglar seguiría vivo. Probablemente no. Rand le había mandado acompañar a Elayne y Nynaeve lo que parecía mucho tiempo atrás, supuestamente para que cuidara de ellas. O eran las dos mujeres que menos necesitaban que cuidasen de ellas o es que Mat no las conocía, pero tampoco había otras dos con las que hubiese mayor probabilidad de que metieran a los demás en un lío o hicieran que los mataran porque no atendían a razones.

Nynaeve, siempre pinchando por lo que uno decía o hacía o pensaba y tirándose de la jodida trenza todo el tiempo mientras lo miraba a uno. Y Elayne, la jodida heredera del trono, convencida de que podía salirse con la suya con sólo levantar la nariz altaneramente y tratando a la gente con tan poca consideración como Nynaeve, sólo que peor, porque, cuando lo del gélido despotismo no funcionaba, Elayne sonreía y se le hacían los hoyuelos y esperaba que todo el mundo se postrase de rodillas porque era bonita. Confiaba en que Thom se las hubiese ingeniado para sobrevivir en su compañía. También esperaba que las dos mujeres estuviesen bien, pero no le importaría si, al menos una vez, se hubiesen metido en un buen berenjenal desde que se habían escabullido la Luz sabría adónde. A ver qué tal les iba sin tenerlo a él para sacarlas de apuros; y ni una palabra de agradecimiento cuando sí estuvo para hacerlo. No pensaba en un follón gordo, cuidado; sólo lo suficiente para que desearan que Mat Cauthon estuviera por allí para rescatarlas otra vez, como un idiota.

—¿Y tú qué, Mat? —preguntó Nalesean mientras se acercaba con el caballo—. ¿Has pensado alguna vez en ser Guardián?

Mat estuvo a punto de dejar caer las piedras. Daerid y Talmanes lo miraban, con los rostros sudorosos, esperando su respuesta. El sol se desplazaba hacia el horizonte; dentro de poco tendrían que pararse. El ocaso parecía alargarse un poco más a medida que los días se acortaban, pero Mat quería estar instalado y fumando su pipa para cuando anocheciese. Además, en un territorio como éste, los caballos se rompían los remos cuando faltaba luz. Y los hombres también.

La Compañía de la Mano Roja se extendía tras ellos, hacia el norte, jinetes e infantería bajo una creciente nube de polvo, a través de cerros cubiertos con escasos matorrales y dispersos sotos; los estandartes ondeaban pero los tambores estaban callados. Once días desde que habían partido de Maerone y se encontraban a mitad de camino de Tear o un poco más, avanzando con mayor rapidez de lo que Mat había esperado. Y uno de esos once días empleado en su totalidad en dar descanso a las monturas. Ciertamente no tenía ninguna prisa en tomar el puesto de Weiramon, pero no podía evitar pensar qué distancia máxima estarían en disposición de cubrir entre el amanecer y el ocaso en caso de ser necesario. Hasta el momento lo más que habían recorrido en ese tiempo habían sido setenta kilómetros aproximadamente, por lo que habían podido calcular. Naturalmente, las carretas de suministros se pasaban la mitad de la noche en marcha para alcanzarlos, pero últimamente los soldados de infantería parecían haberse propuesto demostrar que eran capaces de igualar a la caballería en largas distancias, ya que no en cortas.

Un poco más atrás y hacia el este, un grupo de Aiel coronó la cima de una elevación bordeada de hileras de árboles, corriendo a buen paso sin dificultad y acortando distancias con ellos. Seguramente estaban corriendo desde el amanecer y no pararían hasta la puesta del sol, si no más tarde. Si pasaban a la Compañía cuando todavía hubiese luz para ver, sería un aliciente para el día siguiente. Cada vez que los Aiel los superaban, sus hombres parecían dispuestos a alargar la marcha otros dos o tres kilómetros más al día siguiente.

Unos cuantos kilómetros más adelante los sotos volvían a agruparse en bosques; sería necesario bajar más hacia el Erinin antes de que llegaran a esas frondas. Al coronar la cima de una colina, Mat divisó el río y a cinco de los barcos fluviales contratados, con la bandera de la Mano Roja ondeando en los mástiles. Otros cuatro iban de vuelta a Maerone para coger otra carga, en su mayor parte forraje y caballos. Los que no veía, pero sabía que estaban allí, eran los grupos de gente; unos seguían el sinuoso curso río arriba, otros corriente abajo, y algunos cambiaban de dirección cada vez que se encontraban con un grupo liderado por alguien con poder de convicción. Unos pocos viajaban en carreta y algunos tiraban de carros de mano, pero en su mayoría iban únicamente con lo puesto; hasta los asaltantes de caminos más duros de entendederas habían aprendido que no tenía sentido atacar a estos últimos. Mat no tenía ni idea de adónde se dirigían, ni ellos tampoco, pero eran lo bastante numerosos para atascar la mal llamada calzada que corría a lo largo del río. A menos que apartaran a la gente a golpes, la Compañía avanzaría con mayor rapidez siguiendo su ruta actual.

—¿Guardián? —repitió Mat mientras guardaba las piedras en las alforjas. Podría encontrar otras en cualquier parte, pero le gustaban los colores. En la alforja llevaba también una pluma de águila y un fragmento de piedra blanca como la nieve que daba la impresión de haber tenido grabadas volutas. También había visto un pedrusco que daba la impresión de ser la cabeza de una estatua, pero era tan grande que habría hecho falta un carro para transportarlo—. Nunca. Son todos unos necios y unos primos que dejan que las Aes Sedai los manejen a su antojo. ¿Cómo se te ha ocurrido pensar algo así?

Nalesean se encogió de hombros. Sudaba copiosamente, pero aun así llevaba la chaqueta —roja con rayas azules ese día— abotonada hasta el cuello. Por su parte, aunque Mat llevaba la suya desbrochada estaba achicharrado.

—Supongo que es por las Aes Sedai —explicó el teariano—. Así me condene, pero da que pensar. Maldición, lo que quiero decir es qué se traerán entre manos.

Se refería a las Aes Sedai al otro lado del Erinin que, según les habían informado, se desplazaban río arriba o abajo muchísimo más deprisa que los caminantes que iban también por ese lado del río.

—Pues yo digo que lo mejor es no pensar en ellas. —Mat tocó la cabeza de zorro plateada que llevaba debajo de la camisa; aun llevando eso, se alegraba de que las Aes Sedai se encontrasen en la orilla opuesta. Un puñado de sus soldados viajaba en cada uno de los barcos fluviales y, si bien no eran muchos los pueblos que se alzaban en la ribera, se acercaban con un bote a todos los que había al otro lado, siguiendo sus órdenes, para ver de qué podían enterarse. Hasta el momento las noticias habían sido poco o nada reveladoras, aunque a menudo desagradables. La afluencia de Aes Sedai la que menos.

—¿Y cómo no vamos a pensar en ellas? —preguntó Talmanes—. ¿Crees que la Torre era realmente la que movía los hilos con Logain?

Ésa era una de las noticias más recientes, conocida sólo un par de días antes. Mat se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente antes de contestar. Al caer la noche la temperatura bajaría un poco; empero, no habría vino ni cerveza ni mujeres ni juego. ¿Quién querría ser soldado por propia iniciativa?

—Son muy pocas las cosas en las que, en mi opinión, no están detrás las Aes Sedai. —Metió un dedo entre el pañuelo y el cuello y lo aflojó. Los Guardianes, al menos por lo que había observado en Lan, no sudaban nunca—. Pero ¿eso? Talmanes, antes creería que tú eres Aes Sedai. Y no lo eres, ¿verdad?

Daerid se dobló sobre la perilla de la silla, riendo a mandíbula batiente, y Nalesean estuvo a punto de caerse del caballo. Al principio Talmanes se puso envarado, pero finalmente acabó sonriendo. Casi se rió. No tenía mucho sentido del humor, pero sí algo.

Empero, su seriedad se reafirmó enseguida.

—¿Y qué me dices de los seguidores del Dragón? Si lo que se cuenta es cierto, Mat, significa problemas.

Las risas de los otros se cortaron de golpe. Mat hizo una mueca. Ése era el rumor más reciente —o como se quisiera llamarlo—, conocido el día anterior, y hablaba de que habían incendiado un pueblo en alguna parte de Murandy. Y, lo que era aun peor, supuestamente habían matado a todos lo que se habían negado a hacerse seguidores del Dragón, y a sus familias con ellos.

—Rand se encargará de ellos. Si es que es cierto. Por suerte, ocuparse de Aes Sedai, seguidores del Dragón y todo eso le concierne a él, no a nosotros. Bastante tenemos con lo que nos toca.

Aquello, naturalmente, no hizo que la expresión de nadie se volviera menos sombría. Habían visto muchos pueblos incendiados y sin duda verían muchos más poco después de llegar a Tear. ¿Quién querría ser soldado?

Un jinete apareció en lo alto de la próxima loma y galopó hacia ellos haciendo que su montura saltara por encima de los matorrales en lugar de esquivarlos y a pesar de ir cuesta abajo. Mat ordenó parar con una seña.

—Nada de trompetas —añadió. La voz se corrió por las filas en un murmullo cada vez más apagado, pero Mat no quitó ojo al jinete.

Chorreando sudor, Chel Vanin sofrenó a su castrado pardo delante de Mat. Con su tosca chaqueta gris que le sentaba como un saco, su corpulenta figura semejaba también un saco encima de la silla de montar. Vanin estaba gordo, sin rodeos. Sin embargo, en contra de lo que podría pensarse, era capaz de montar cualquier animal de cuatro patas y era muy bueno en lo que hacía.

Mucho antes de llegar a Maerone, Mat había sorprendido a Nalesean, Daerid y Talmanes al pedirles los nombres de los mejores cazadores furtivos y cuatreros que hubiera entre sus hombres, los que supieran que eran culpables pero que no se podía probar nada contra ellos. Los dos nobles en particular no querían admitir que tenían esa clase de hombres a su mando, pero después de insistirles dieron los nombres de tres cairhieninos, dos tearianos y, sorprendentemente, dos andoreños. Mat pensaba que los andoreños no llevaban tiempo suficiente con la Compañía para que se conocieran esas tendencias suyas, pero por lo visto la voz se había corrido.

Se llevó aparte a aquellos siete hombres y les dijo que necesitaba exploradores y que un buen explorador utilizaba muchas de las mañas de un cazador furtivo o un cuatrero. Haciendo caso omiso de las fervientes negativas de que ellos jamás habían cometido delito alguno —las protestas de cada uno fueron más numerosas que las de Talmanes y Nalesean juntos, e igualmente elocuentes aunque mucho más toscas—, ofreció el indulto de los robos cometidos hasta ese momento, triple paga y exención de fajinas siempre

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