preguntas, con los tres aparentemente animados a protegerlo. A Rand no le cabía duda de ser capaz de protegerlos a ellos mientras se mantuvieran cerca.
—Siempre y cuando sigas tus propias reglas, Rand al’Thor. —La Doncella de verdes ojos era, efectivamente, Jalani, y hablaba como animada de que no tuviera que quedarse quieta allí y esperar.
Rand confiaba en haber sabido hacer entender mejor a los demás lo que era realmente este sitio. Desde el principio la búsqueda resultó frustrante. Recorrieron las calles de arriba abajo, observados por ojos invisibles, a veces encaramándose a los montones de escombros, turnándose para llamar «¡Liah! ¡Liah!». Los gritos de Covril hacían crujir las paredes inclinadas; los de Haman las hacían gemir de un modo ominoso. No había respuesta. Los únicos sonidos eran los gritos de los grupos de búsqueda y los burlones ecos a lo largo de las calles: ¡Liah! ¡Liah!
—No creo que haya llegado tan lejos, Rand al’Thor —dijo Jalani. Para entonces, el sol había llegado casi a su cenit—. No a menos que estuviera intentando esquivarnos, y eso no lo haría.
Rand se volvió hacia ella; había estado escudriñando a través de las columnas sumidas en sombras que se alzaban al final de una escalinata, tratando de atisbar el interior de la inmensa cámara que había detrás. Hasta donde le alcanzaba la vista, allí sólo había polvo. Ninguna huella. Los observadores ocultos se habían retirado, sin desaparecer del todo, pero casi.
—Tenemos que buscar tanto como nos sea posible. A lo mejor se ha… —No supo cómo terminar la frase—. No la dejaré aquí, Jalani.
El sol siguió desplazándose hacia el cenit y lo rebasó; Rand se encontraba en lo alto de lo que había sido un palacio, o tal vez toda una manzana de edificios, pero que ahora era un cerro de escombros lo bastante erosionado en el transcurso de los años para que sólo unos cuantos ladrillos y fragmentos de piedra cincelada que sobresalían de la capa de tierra seca revelaran que había sido algo más que un montículo.
—¡Liah! —gritó, haciendo bocina con las manos—. ¡Liah!
—Rand al’Thor —llamó una Doncella desde la calle de más abajo; se bajó el velo para que viera que era Sulin. Ella y otra Doncella, todavía velada, se habían detenido junto a Jalani y a los Ogier—. Baja.
Él descendió del montículo levantando una polvareda y lanzando una lluvia de fragmentos de ladrillo y piedra, tan deprisa que a punto estuvo de caer dos veces.
—¿La habéis encontrado?
Sulin sacudió la cabeza.
—Deberíamos, a estas alturas, si estuviese viva. No se habría alejado mucho sola. Y, si alguien se la ha llevado lejos, se la habrá llevado muerta, diría yo; no sería fácil de otro modo. Y, si estaba tan mal herida que no pudo responder a nuestras llamadas, creo que eso también significa que ha muerto.
Haman suspiró tristemente. Las largas cejas de las mujeres Ogier cayeron hasta sus mejillas; por alguna razón, su actitud triste, de lástima, iba dirigida a Rand.
—Seguid buscando —dijo éste.
—¿Podemos mirar dentro de los edificios? Hay muchas habitaciones que no vemos desde fuera.
Rand vaciló. Acababa de empezar la tarde, y ya volvía a percibir los ojos observando. Tan intensos como a la caída del sol la primera vez que había estado allí. Las sombras no eran lugar seguro en Shadar Logoth.
—No. Pero seguimos buscando.
Rand perdió la noción del tiempo; no sabía cuánto llevaba subiendo por una calle y bajando por otra, gritando, pero finalmente Urien y Sulin se plantaron delante de él, ambos con el rostro velado. El sol se estaba poniendo tras las copas de los árboles, una bola roja como la sangre en un cielo sin nubes. Las sombras se alargaban sobre las ruinas.
—Buscaremos hasta que tú quieras —dijo Urien—, pero se ha hecho todo lo que se ha podido llamando y buscando. Si pudiéramos entrar en los edificios…
—No. —Su voz sonó ronca, y Rand se aclaró la garganta. Luz, qué ganas tenía de beber un poco de agua. Los invisibles observadores cubrían cada ventana, cada abertura, a millares, aguardando, expectantes. Y las sombras envolvían la ciudad. Las sombras no eran seguras en Shadar Logoth, pero con la oscuridad venía la muerte. El Mashadar se levantaba con el ocaso—. Sulin, yo…
Era incapaz de decir que tenían que darse por vencidos, dejar a Liah allí, estuviese viva o muerta, tal vez tendida en alguna parte, inconsciente, detrás de una pared o debajo de un montón de ladrillos que a lo mejor se habían desplomado sobre ella. Era posible.
—Lo que quiera que nos está vigilando aguarda a que llegue la noche, creo —dijo Sulin—. Me asomé a algunas ventanas donde algo me estaba mirando, pero no había nada. Danzar las lanzas con algo que no podemos ver no será fácil.
Rand comprendió que había querido que la Doncella le repitiera que Liah debía de estar muerta, que podían marcharse. Pero era posible que la mujer se encontrara herida en alguna parte. Tocó el bolsillo de la chaqueta; el angreal del hombrecillo gordo se había quedado en Caemlyn, con su espada y su cetro. Moraine era de la opinión que ni la Torre Blanca al completo podría acabar con el Mashadar. Si es que podía decirse que era algo vivo. Haman carraspeó.
—Por lo que recuerdo de Aridhol —empezó, fruncido el entrecejo—, es decir, de Shadar Logoth, cuando el sol se meta probablemente muramos todos.
—Sí. —Rand pronunció la palabra a regañadientes. Por un lado, Liah, que quizás estaba viva. Por el otro, todos los demás. Covril y Erith se habían apartado un poco y tenían juntas las cabezas. Captó un murmullo sobre «Loial».
«La muerte es más liviana que una pluma, el deber más pesado que una montaña.»
Lews Therin tenía que haber aprendido ese dicho de él —al parecer los recuerdos fluían en ambas direcciones— pero las palabras le traspasaron el corazón.
—Debemos marcharnos —les dijo—. Tanto si Liah está viva como si está muerta, tenemos… tenemos que irnos.
Urien y Sulin se limitaron a asentir con la cabeza, pero Erith se acercó y le palmeó el hombro con una sorprendente suavidad para una mano que podría abarcar su cabeza.
—No quisiera molestaros, pero nos hemos quedado más de lo que pensábamos. —Haman señaló el sol poniente—. Si nos hacéis el favor de sacarnos de la ciudad del mismo modo que nos trajisteis a ella, os quedaría profundamente agradecido.
Rand recordó la foresta que se alzaba a corta distancia de Shadar Logoth. Esta vez no habría Myrddraal ni trollocs, pero sí un denso bosque, y sólo la Luz sabía a qué distancia se encontraba el pueblo más próximo ni en qué dirección.
—Haré algo mejor —contestó—. Puedo llevaros a la misma región de Dos Ríos en el mismo tiempo.
Los dos Ogier mayores asintieron seriamente.
—Que la bendición de la Luz y la quietud sean con vos por vuestra ayuda —musitó Covril.
Las orejas de Erith se agitaron con ansiedad, quizás a partes iguales por ver a Loial y por salir de Shadar Logoth.
Rand vaciló un momento. Seguramente Loial se hallaba en Campo de Emond, pero no podía llevarlos allí. Demasiado riesgo de que la noticia de su visita saliera de la región. Entonces, a las afueras del pueblo, lo bastante lejos para evitar las granjas que se apiñaban en los aledaños.
La raya vertical de luz apareció y se ensanchó; la infección volvió a retumbar con fuerza dentro de él, peor que antes; el suelo parecía golpear en las suelas de sus botas.
Media docena de Aiel saltaron a través del acceso y los tres Ogier los siguieron con una premura que no era del todo impropia en esas circunstancias. Rand hizo un alto y volvió a mirar la ciudad en ruinas. Había prometido dejar que las Doncellas murieran por él.
Cuando el último de los Aiel hubo cruzado el acceso se oyó un siseo de Sulin y Rand la miró, pero los ojos de la mujer estaban prendidos en su mano; en la palma, donde se había abierto una raja con las uñas por la que manaba sangre. Envuelto como estaba en el vacío, el dolor podría haber sido de otra persona. La marca física no importaba; se curaría. Se había hecho otras más profundas dentro, donde nadie pudiera verlas. Una por cada Doncella muerta, y no dejaba que se le cerraran nunca.
—Hemos acabado aquí —manifestó y, pasando por el acceso, salió en Dos Ríos. El doloroso pálpito desapareció al mismo tiempo que el acceso.
Fruncido el entrecejo, Rand trató de orientarse. Situar con precisión un acceso no resultaba fácil cuando era en un lugar donde no se había estado anteriormente, pero él había escogido un campo que conocía, un prado de malas hierbas a dos horas de camino de Campo de Emond, al sur, que nadie utilizaba nunca para nada. En el refulgente ocaso, sin embargo, vio un numeroso rebaño de ovejas y a un chiquillo con un cayado en la mano y un arco a la espalda que los miraba de hito en hito a cien pasos de distancia. Rand no necesitó el Poder para darse cuenta de que el chico tenía los ojos desorbitados, y con toda razón. Dejó caer el cayado y salió corriendo hacia una granja que no había allí cuando Rand había estado por última vez. Una granja techada con tejas.
Durante un momento se preguntó si realmente estaban en Dos Ríos. Sí; el entorno, el olor del aire, le confirmaban que estaba en el hogar. Todos los cambios de los que Bode y las otras chicas le habían hablado… en realidad no los había asimilado; nada cambiaba nunca en Dos Ríos. ¿Debería mandar de vuelta a las chicas aquí, a casa? «Lo que tienes que hacer es mantenerte lejos de ellas.» Era una idea irritante.
—Campo de Emond está en esa dirección —señaló. Campo de Emond. Perrin. Tal vez Tam estaría también allí, y la Posada del Manantial, con los padres de Egwene—. Es donde Loial debería encontrarse. No sé si llegaréis antes de que oscurezca. Podríais acercaros a esa granja. Estoy seguro de que os proporcionarán un lugar donde dormir. No les habléis de mí. No le contéis a nadie cómo llegasteis aquí.
El chico lo había visto, pero lo que dijese un chiquillo podría tomarse como una exageración cuando aparecieran los Ogier.
Haman y Covril se acomodaron los bultos a la espalda e intercambiaron una mirada.
—No diremos nada sobre cómo hemos llegado —contestó la mujer—. Que la gente imagine lo que quiera.
Haman se atusó la perilla y se aclaró la garganta.
—No hagáis que os maten.
A pesar del vacío, Rand no pudo menos de sobresaltarse.
—¿Cómo decís?
—El camino que tenéis ante vos —retumbó Haman— es largo, oscuro y, mucho me temo, sangriento. También me temo que nos conduciréis a todos por ese camino. Pero debéis vivir para llegar al final.
—Lo haré —contestó Rand, cortante—. Que os vaya bien. —Trató de dar cierto tono afectuoso a su despedida, algún sentimiento, pero dudaba que lo hubiese conseguido.
—Que os vaya bien —contestó Haman, secundado por las dos mujeres antes de que los tres se volvieran en dirección a la granja. Pero, a juzgar por el tono, ni siquiera Erith parecía creerlo.
Rand se demoró un instante más. En la puerta de la casa había aparecido gente que contemplaba a los Ogier que se acercaban hacia ellos, pero Rand miraba al noroeste, no hacia Campo de Emond, sino en la dirección donde estaba la granja en la que había crecido. Cuando se dio media vuelta y abrió el acceso a Caemlyn, fue como si se arrancara de cuajo un brazo. Ese dolor era una