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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 109
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captar fragmentos de la conversación, pero era evidente que Haman, sacudiendo obstinadamente su enorme cabeza, se oponía al plan, mientras que Covril, con las orejas tan tiesas que la Ogier parecía querer estirar su altura hasta el último centímetro, insistía en aceptar. Al principio, Covril había mirado a Erith con tanto ceño como a Haman; fuera cual fuese la relación entre suegra y nuera entre los Ogier, resultaba evidente que opinaba que la joven no tenía nada que decir en esto. Empero, no tardó mucho en cambiar de parecer. Las mujeres Ogier flanquearon a Haman y lo acribillaron sin darle cuartel:

—… muy peligroso. Demasiado peligroso —llegó como un trueno distante la voz de Haman.

—… estar casi allí hoy… —Un trueno más ligero, que era Covril.

—… ya ha permanecido en el exterior demasiado tiempo… —Un repique cercano a un trueno, de Erith.

—… quien mucho corre, pronto para…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

—… el Mashadar bajo nuestros pies…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

—… como uno de los Mayores…

—… mi Loial…

—… mi Loial…

Haman regresó junto a Rand tirándose de la chaqueta como si se la hubiesen arrancado casi, seguido por las dos mujeres. Covril mantenía un gesto más relajado que Erith, quien se esforzaba para reprimir una sonrisa, pero sus orejas copetudas se erguían en un idéntico ángulo airoso que de algún modo transmitía satisfacción.

—Hemos decidido aceptar vuestra oferta —anunció, envarado, Haman—. Acabemos de una vez con este ridículo cazcalear para que pueda volver a mis clases. Y al Tocón. Ummm. Ummm. Hay mucho que hablar sobre vos ante el Tocón.

A Rand le importaba poco si Haman le decía al Tocón que era un déspota. Los Ogier se mantenían apartados del resto del mundo excepto para efectuar reparaciones de sus antiguas construcciones, y no parecía probable que ejercieran influencia en los humanos respecto a él, para bien o para mal.

—Bien —contestó—. Mandaré a alguien a la posada en la que os alojáis para recoger vuestras pertenencias.

—Lo tenemos todo aquí. —Covril fue al otro lado de la fuente, se agachó y al incorporarse levantó dos bultos que habían permanecido ocultos por el pilón. Cualquiera de ellos habría resultado pesado para un hombre, pero ella le tendió uno a Erith y se metió la correa que ataba el otro por la cabeza de manera que le quedó cruzada sobre el pecho, en bandolera, con el fardo a la espalda.

—Veréis, si Loial hubiera estado aquí —explicó Erith mientras se acomodaba su fardo—, habríamos emprendido el regreso al stedding Tsofu de inmediato. Si no, habríamos estado preparados para proseguir camino. Sin demora.

—De hecho, estaba el problema de las camas —le confió Haman mientras indicaba con las manos una medida adecuada para un niño humano—. Antaño todas las posadas en el exterior tenían dos o tres cuartos para Ogier, pero ahora es complicado encontrar alguna. Resulta difícil de entender. —Echó una ojeada a los mapas marcados y suspiró—. Resultaba difícil de entender.

Esperando sólo a que Haman recogiera su propio fardo, Rand asió el Saidin y abrió un acceso justo al lado de la fuente; la abertura en el aire dejó a la vista una calle en ruinas y plagada de malas hierbas, así como edificios desmoronados.

—Rand al’Thor. —Sulin entró en el patio casi corriendo, a la cabeza de un puñado de sirvientes y gai’shain cargados de mapas. Liah y Cassin llegaron con ella, fingiendo la misma actitud despreocupada, como si estuviesen allí por casualidad—. Pediste más mapas. —En la mirada que Sulin echó al acceso apenas había un atisbo de acusación.

—Allí puedo protegerme a mí mismo mejor de lo que podéis vosotras —le dijo Rand fríamente. No era su intención hablarle así, pero cuando se encontraba dentro del vacío no estaba en su mano darle otro timbre a su voz que no sonara frío y distante—. En ese lugar no hay nada contra lo que vuestras lanzas puedan luchar, y sí algunas cosas contra las que no pueden.

En la actitud de Sulin seguía quedando gran parte de su anterior envaramiento.

—Razón de más para que vayamos —manifestó.

Eso no tenía el menor sentido para quien no fuera Aiel, pero…

—De acuerdo —accedió Rand. Trataría de seguirlo, si rehusaba; llamaría a las Doncellas, quienes intentarían saltar a través del acceso aun en el caso de que él lo estuviese cerrando—. Supongo que tienes al resto de tu guardia de hoy ahí al lado. Dales un silbido y que entren. Pero todo el mundo tiene que permanecer cerca de mí y no tocar nada. Y date prisa. Quiero acabar de una vez con esto. —Los recuerdos que guardaba de Shadar Logoth no eran agradables.

—Como insististe, les mandé que se marcharan —explicó Sulin con mala cara—. Dame el tiempo que tardes en contar despacio hasta cien.

—Hasta diez.

—Cincuenta.

Rand asintió y los dedos de Sulin se movieron velozmente. Jalani entró corriendo a palacio. Sulin volvió a mover las manos. Tres mujeres gai’shain dejaron caer los montones de mapas que cargaban en los brazos, con gesto estupefacto —los Aiel jamás evidenciaban tal estupor—, se recogieron las largas faldas blancas y desaparecieron hacia el interior de palacio en distintas direcciones; pero, a pesar de la rapidez con que actuaron, Sulin se les adelantó.

Cuando Rand llegaba a veinte en la cuenta, empezaron a entrar Aiel al patio en tropel, a través de las ventanas, saltando desde los balcones. Rand casi perdió la cuenta. Todos iban con el rostro velado y sólo había algunas Doncellas. Miraron de hito en hito en derredor, desconcertados, cuando vieron sólo a Rand y a tres Ogier, que los miraron con curiosidad, parpadeando. Algunos se bajaron el velo. Los sirvientes de palacio se abrazaban, en una temblorosa piña.

El flujo continuó incluso después de que Sulin hubo regresado, sin cubrirse con el velo, justo a la cuenta de cincuenta; el patio estaba lleno de Aiel. Enseguida se hizo evidente que Sulin había hecho correr la voz de que el Car’a’carn estaba en peligro, el único modo que se le ocurrió de reunir suficientes lanzas en el tiempo concedido por Rand. Hubo unos pocos entre los hombres que rezongaron, pero en su mayoría decidieron que era una buena broma, y algunos incluso rieron o hicieron sonar las lanzas contra los escudos. Sin embargo, ninguno se marchó; miraron al acceso y se pusieron en cuclillas para ver qué estaba pasando.

Con el oído aguzado por el Poder, Rand escuchó a una Doncella llamada Nandera, nervuda pero todavía atractiva a pesar de tener más cabellos grises que rubios, susurrarle a Sulin:

—Hablaste a unas gai’shain como a Far Dareis Mai.

—Lo hice, sí. —Los azules ojos de Sulin sostuvieron la mirada de los verdes de Nandera—. Nos ocuparemos de ello cuando Rand al’Thor esté hoy a salvo.

—Bien, cuando esté a salvo —accedió Nandera.

Sulin escogió rápidamente a veinte Doncellas, algunas de las cuales habían sido parte de la guardia de aquella mañana, y otras que no; pero, cuando Urien empezó a elegir Escudos Rojos, hombres de otras sociedades insistieron en que debía incluírselos a ellos. Esa ciudad que se atisbaba a través del acceso parecía un lugar donde podían hallarse enemigos, y había que proteger al Car’a’carn. En honor a la verdad, ningún Aiel le daba la espalda a un posible combate, y cuanto más jóvenes eran más probabilidades había de que trataran de intervenir en uno. Estuvo a punto de organizarse otra discusión cuando Rand dijo que los hombres no podían superar el número de Doncellas —eso habría sido una deshonra para las Far Dareis Mai, puesto que él les había hecho depositarias de su honor— y que no podían ir más Doncellas de las que Sulin ya había escogido. Realmente los iba a conducir a un sitio donde ninguna habilidad combativa podría protegerlos, y cada uno que lo acompañara sería una persona más de la que tendría que cuidar. Eso no lo dijo; a saber el honor de quién ofendería si lo hacía.

—Recordad —advirtió una vez que las cosas quedaron arregladas—: no toquéis nada, no cojáis nada, ni siquiera un sorbo de agua. Y quedaos donde pueda veros en todo momento. No entréis en ningún edificio por ninguna razón.

Haman y Covril asintieron con enérgicos cabeceos, lo que pareció impresionar a los Aiel más que sus palabras. Tanto daba; lo importante es que se sintieran impresionados.

Cruzaron por el acceso a una ciudad muerta desde hacía mucho tiempo; una ciudad más que muerta.

Un sol dorado, que había superado la mitad del arco hacia su cenit, caía a plomo sobre las ruinas de una pasada grandeza. Aquí y allí, una enorme cúpula intacta remataba un palacio de pálido mármol, pero abundaban más las que tenían agujeros que las que no, y en la mayoría de los casos sólo restaba un fragmento curvo y quebrado. Largas columnatas conducían hacia torres más altas que las soñadas jamás por Cairhien, en su mayor parte acabadas en picos irregulares. Había techos desplomados por doquier, ladrillos y piedras aparecían esparcidos sobre el pavimento resquebrajado por el desplome de edificios y paredes. Fuentes y monumentos rotos decoraban cada cruce. Árboles raquíticos, medio muertos por la sequía, salpicaban grandes montículos de cascotes. Hierba muerta perfilaba las grietas de calles y edificios. No se movía nada, ni un pájaro ni una rata ni un soplo de brisa. El silencio envolvía Shadar Logoth. Shadar Logoth: Donde Acecha la Sombra.

Rand dejó que el acceso desapareciera. Ningún Aiel se quitó el velo. Los Ogier miraban en derredor, los rostros tensos y las orejas echadas hacia atrás. Rand mantuvo asido el Saidin en esa constante pugna que, según Taim, hacía que un hombre supiera que estaba vivo. Aunque no hubiese sido capaz de encauzar —y quizá más aún en tal caso— le habría gustado tener ese recordatorio allí.

Aridhol había sido una gran capital en los tiempos de la Guerra de los Trollocs, una aliada de Manetheren y del resto de las diez naciones. Cuando aquellos conflictos se prolongaron lo suficiente para empequeñecer la Guerra de los Cien Años, cuando parecía que la Sombra se alzaba vencedora en todas partes y cada victoria de la Luz sólo servía para ganar un poco de tiempo, un hombre llamado Mordeth se convirtió en consejero en Aridhol y recomendó que, para ganar, para sobrevivir, Aridhol debía ser más dura que la Sombra, más cruel que la Sombra, más desconfiada. Así acabaron haciéndolo, poco a poco, hasta que al final Aridhol se volvió, si no más, sí igual de negra que la Sombra. Cuando todavía la encarnizada guerra contra los trollocs se hallaba en pleno apogeo, Aridhol terminó encerrándose en sí misma, replegándose sobre sí misma, consumiéndose a sí misma.

Pero dejó algo atrás, algo que había impedido que nadie volviera a vivir allí. Hasta la más pequeña piedrecilla de ese lugar estaba impregnada del odio y la desconfianza que habían acabado con Aridhol y creado Shadar Logoth. Con el tiempo, hasta el más pequeño guijarro podía contagiar ese mal, como una infección.

Y quedaba algo más que esa infección, aunque tal cosa bastara para que ninguna persona en su sano juicio se acercara a la ciudad.

Rand giró lentamente sobre sí mismo contemplando las ventanas semejantes a cuencas oculares con los ojos arrancados. A pesar de que el sol estaba alto podía percibir observadores ocultos. Cuando había estado allí por primera vez, esa sensación no la había experimentado con tanta fuerza hasta que el sol empezó a meterse. Sí, quedaba mucho más que la contaminación. Un ejército trolloc acampado allí había muerto, desaparecido excepto por los mensajes garabateados en las paredes con sangre, suplicando al

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