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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 105
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deberías saberlo.

El primero le resultaba tan incomprensible como a las Sabias, pero el segundo parecía obvio. Un hombre al que no veía y con una daga tenía que ser un Hombre Gris; habiendo entregado su alma al Oscuro —no meramente comprometida, sino entregada— podían moverse sin que se reparara en ellos aunque se los estuviera mirando directamente, y su único propósito real era el asesinato. ¿Por qué no habían interpretado las Sabias algo tan evidente? En cuanto al último, se temía que también era muy obvio. De hecho ya había dividido países; Tarabon y Arad Doman estaban en ruinas, las rebeliones en Tear y Cairhien podían convertirse en algo más serio que meras conversaciones a escondidas en cualquier momento, e Illian ciertamente sentiría el peso de su espada. Y eso sin contar con el Profeta y los seguidores del Dragón en Altara y Murandy.

—No veo el misterio en ninguno de esos dos, Aviendha.

Sin embargo, cuando se lo explicó, la mujer lo miró con expresión de duda. Pues claro. Si las Sabias caminantes de sueños eran incapaces de interpretar un sueño, ciertamente nadie más podía hacerlo. Rand soltó un gruñido amargo y se sentó pesadamente en una silla enfrente de Aviendha.

—¿Qué más soñaron? —preguntó.

—Hay otro que puedo contarte, aunque quizá no te concierne. —Lo que significaba que había otros que no estaba autorizada a revelarle, cosa que le hizo preguntarse por qué las Sabias los habían comentado con ella, puesto que no era una caminante de sueños—. Las tres tuvieron este sueño, lo que lo hace especialmente significativo. La lluvia —esa palabra también la pronunció torpemente—, viniendo de un cuenco. Hay trampas tendidas alrededor de ese cuenco. Si lo cogen las manos adecuadas, hallarán un tesoro quizá tan grande como el cuenco. En las manos equivocadas, el mundo está condenado. La clave para encontrarlo es hallar al que ya no es.

—¿Que ya no es qué? —Éste, ciertamente, parecía mucho más importante que el resto—. ¿Te refieres a alguien que ha muerto?

El cabello rojo oscuro de Aviendha se meció por debajo de sus hombros cuando la joven sacudió la cabeza.

—No saben más de lo que he dicho.

Para sorpresa de Rand, Aviendha se incorporó suavemente haciendo esos arreglos automáticos en las ropas que las mujeres siempre hacían.

—¿Tienes que…? —Tosió deliberadamente. Había estado a punto de preguntarle si tenía que marcharse. Luz, pero si eso era lo que quería él. Cada minuto a su lado era una tortura. Claro que también lo era cada minuto lejos de ella. En fin, en este caso podía hacer lo que era adecuado y al mismo tiempo conveniente para él, y lo mejor para ella—. ¿Quieres regresar con las Sabias, Aviendha? ¿Deseas reanudar tus estudios? En realidad no tiene sentido que te quedes más tiempo aquí. Me has enseñado tanto que se diría que me he criado como un Aiel.

La sonora aspiración por la nariz de la joven lo dijo todo, pero, claro está, no se conformó con eso.

—Sabes menos que un crío de seis años —manifestó—. ¿Por qué un hombre hace más caso a su segunda madre que a su propia madre, y una mujer a su segundo padre más que al suyo propio? ¿Cuándo puede una mujer casarse con un hombre sin hacer una guirnalda matrimonial? ¿Cuándo debe obedecer una señora del techo a un herrero? Si tomas a una orfebre de gai’shain, ¿por qué debes dejarla trabajar para sí misma un día por cada uno que trabaje para ti? ¿Por qué no ocurre lo mismo con una tejedora?

Rand empezó a farfullar respuestas que venían a decir que no tenía ni idea, pero de repente Aviendha empezó a toquetear su chal con gesto absorto, como si se hubiese olvidado de él.

—A veces el ji’e’toh conduce a situaciones chistosas. Me partiría de risa si no fuera yo el blanco de ésta. —Su voz se redujo a un susurro—. Cumpliré con mi toh.

Rand creía que hablaba consigo misma, pero aun así respondió:

—Si te refieres a Lanfear, no fui yo quien te salvó, sino Moraine. Murió por salvarnos a todos —dijo con tono cuidado.

El regalo de la espada de Laman la había liberado de otro toh con él, aunque Rand nunca acabó de comprender cuál había sido. La única obligación que ella sabía. Rand rogó que nunca descubriera la otra; porque la vería como tal, aunque él no la viera así. Aviendha alzó los ojos hacia él, con la cabeza ladeada y una leve sonrisa asomando a sus labios. Había recobrado la compostura de un modo que habría hecho sentirse orgullosa a Sorilea.

—Gracias, Rand al’Thor. Bair dice que está bien recordar de vez en cuando que un hombre no lo sabe todo. Asegúrate de avisarme cuando pienses acostarte. No quiero llegar tarde y despertarte.

Rand se quedó sentado, mirando la puerta después de que la mujer hubo salido. Por lo general era más fácil comprender a un cairhienino enredado en el Juego de las Casas que a cualquier mujer sin que ésta hiciera esfuerzo alguno por ser enigmática. Sospechaba que lo que sentía por Aviendha, fuera lo que fuese, enredaba aun más las cosas.

«Aquello que amo, lo destruyo —rió Lews Therin—. Aquello que destruyo, lo amo.»

«¡Cállate!», pensó, furioso, Rand, y la vesánica risa desapareció. No sabía a quién amaba, pero sí sabía a quién iba a salvar. De todos los peligros que estuvieran a su alcance, pero especialmente de él.

En el pasillo, Aviendha se tambaleó contra la puerta al tiempo que hacía inhalaciones profundas para calmarse. O para intentarlo. Su corazón parecía seguir empeñado en salírsele a través de la caja torácica. Estar cerca de Rand al’Thor era como si la tendieran desnuda sobre brasas y tiraran de ella hasta que tuviera la impresión de que se le iban a descoyuntar los huesos. La vergüenza que la embargaba era mayor de lo que jamás pensó que sentiría. Una situación chistosa, le había dicho, y una parte de ella quiso reír. Tenía toh con él, pero mucho más con Elayne. Lo único que él había hecho había sido salvarle la vida. Lanfear la habría matado si no hubiese estado él. Lanfear quería matarla a ella particularmente, y del modo más doloroso posible. De algún modo, Lanfear lo había descubierto. En relación con el incurrido con Elayne, su toh con Rand era un termitero comparado con la Columna Vertebral del Mundo.

Cassin —el corte de su chaqueta le indicó que era Goshien así como Aethan Dor, aunque no supo reconocer su septiar— se limitó a mirarla desde donde estaba en cuclillas, con las lanzas sobre las rodillas; no sabía nada, por supuesto. Pero Liah le sonrió, demasiado animosa para una mujer a quien no conocía, demasiado avisada para cualquier persona. Aviendha se impresionó al descubrirse pensando que los Chareen, como la chaqueta de Liah indicaba que era, a menudo le daban a la lengua y andaban con chismorreos; jamás había pensado en ninguna Doncella como otra cosa que una Far Dareis Mai. Rand al’Thor la había alterado hasta el punto de volver incoherente su razonamiento.

Aun así, sus dedos se movieron furiosamente con el lenguaje de señas. «¿Por qué te ríes, muchacha? ¿No tienes nada mejor en lo que emplear tu tiempo?»

Las cejas de Liah se enarcaron levemente y, si hubo algún cambio, fue que su sonrisa se tornó aun más divertida. Sus dedos se movieron en una respuesta. «¿A quién llamas muchacha, chica? Todavía no eres Sabia pero has dejado de ser Doncella. Creo que tejerás tu alma en una guirnalda para ponerla a los pies de un hombre.»

Aviendha adelantó un paso con aire iracundo —había pocos insultos peores entre las Far Dareis Mai— pero se detuvo. Si hubiera llevado puesto el cadin’sor, probablemente Liah no habría sido superior a ella, pero con faldas acabaría derrotada. Lo que es peor, Liah seguramente rehusaría hacerla su gai’shain —estaba en su derecho, al ser atacada por una mujer que no era Doncella y todavía no había llegado a Sabia— o exigiría azotarla delante de todos los Taardad que pudiera reunir. Una vergüenza menor que el rechazo, pero no pequeña. Lo peor de todo, tanto si ganaba como si perdía, era que Melaine encontraría el modo de recordarle que había dejado la lanza y, a buen seguro, de una manera que la haría desear que Liah le hubiera dado diez palizas frente a todos los clanes. Aplicada por una Sabia, la humillación era más afilada que la hoja de un cuchillo. Liah no movió un solo músculo; sabía todo eso tan bien como la propia Aviendha.

—Ahora os sostenéis fijamente la mirada —comentó Cassin con aire indiferente—. Algún día tengo que aprender ese lenguaje de manos que utilizáis.

Liah volvió los ojos hacia él y soltó una risa cristalina.

—Estarás muy guapo con faldas, Escudo Rojo, el día que solicites convertirte en Doncella.

Aviendha había estado conteniendo la respiración y soltó el aire con alivio cuando Liah apartó la vista de ella; en estas circunstancias no habría podido mirar a otro lado primero sin mengua de su honor. De manera automática, sus dedos se movieron en reconocimiento, los primeros signos que aprendía una Doncella, ya que era la frase que utilizaba más a menudo una novata: tengo toh contigo.

Liah respondió al instante: «Muy pequeño, hermana de lanza».

Aviendha sonrió con agradecimiento al faltar en el mensaje el gesto del dedo meñique doblado que habría convertido la última parte de la frase en una pulla y que se utilizaba con las mujeres que habían renunciado a la lanza y que después intentaban comportarse como si no lo hubiesen hecho.

Un sirviente de las tierras húmedas venía pasillo adelante con paso apresurado. Evitando que su rostro reflejara el desdén que sentía por alguien que se pasaba la vida sirviendo a otros, Aviendha se encaminó en dirección opuesta para así no tener que cruzarse con el tipo. Matar a Rand al’Thor satisfaría un toh, y matarse a sí misma satisfaría el segundo, pero cada toh impedía esa solución para el otro. Dijeran lo que dijeran las Sabias, tenía que encontrar un modo de resarcir ambos.

20. Desde el stedding

Rand había empezado a apretar con el pulgar el tabaco metido en la cazoleta de su pipa cuando Liah asomó la cabeza por la puerta. Antes de que tuviera ocasión de decir nada, un hombre de cara oronda, vestido con librea roja y blanca, la empujó para pasar y cayó de rodillas ante Rand, jadeando, mientras la Doncella lo miraba sin salir de su asombro.

—Mi señor Dragón —barbotó el tipo casi sin resuello—, unos Ogier han llegado a palacio. ¡Tres, nada menos! Se les ha ofrecido vino, pero insisten en que lo único que quieren es ver al lord Dragón.

Rand se obligó a dar un tono sosegado a su voz; no deseaba asustar al hombre.

—¿Cuánto hace que estás en palacio? —La librea correspondía a su talla y el hombre no era joven—. Me temo que no sé tu nombre.

El hombre arrodillado lo miró con ojos desorbitados.

—¿Mi nombre? Me llamo Bari, milord Dragón. Eh… Veintidós años en servicio, mi señor Dragón, en la próxima Noche de Invierno. Mi señor Dragón, los Ogier…

Rand había visitado un stedding Ogier en dos ocasiones, pero no estaba seguro del protocolo correcto. Los Ogier habían construido la mayoría de las grandes ciudades, sus zonas más antiguas, y seguían saliendo de sus steddings de vez en cuando para realizar reparaciones, aunque Rand dudaba que Bari se mostrara tan excitado con la llegada de alguien de menor categoría que un rey o unas Aes Sedai. Bueno,

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