una expresión impasible.
Meilan le asestó una mirada feroz por habérselas arreglado para hablar en primer lugar, y a continuación soltó un florido discurso con el que no dijo realmente más de lo expresado por la noble, y que, claro está, Maringil tuvo que superar, al menos en lo referente a las florituras. Fionnda y Anaiyella aventajaron con creces los de los dos, agregando tantos halagos que Rand no pudo menos de echar una ojeada inquieta a Aviendha, pero las Sabias tenían ocupada a la joven todavía. Dobraine se conformó con un «Hasta la vuelta de mi señor Dragón», mientras que Maraconn, Gueyam y Aracome farfullaban algo incomprensible al tiempo que lo observaban con cautela.
Fue un alivio para Rand entrar en el cuarto, lejos de todos ellos. La sorpresa llegó cuando Melaine lo siguió delante de Aviendha. Rand enarcó las cejas en un gesto interrogante.
—Tengo que consultar con Bael ciertos asuntos de las Sabias —le dijo ella en un tono que no admitía tonterías, y acto seguido lanzó una mirada penetrante a Aviendha, quien mostraba tal expresión de inocencia que Rand supo que estaba ocultando algo. Aviendha podía ofrecer una amplia gama de expresiones naturales, pero nunca ésa; no tan inocente.
—Como quieras —respondió. Sospechaba que las Sabias habían estado esperando una oportunidad para mandarla a Caemlyn. ¿Quién mejor para asegurarse de que Rand no ejercía una mala influencia en Bael que la propia esposa de Bael? Al igual que Rhuarc, también tenía dos, algo sobre lo que Mat comentaba siempre que o era un sueño o una pesadilla y que él no sabía decidir entre una cosa y la otra.
Aviendha observó con interés mientras Rand abría el acceso a Caemlyn, en el salón del trono. La joven solía hacerlo a pesar de que no podía ver los flujos urdidos por un varón. Una vez había abierto un acceso ella, pero fue en un inusitado momento de pánico y después había sido incapaz de recordar cómo lo había hecho. Ese día, por alguna razón, la rotante franja luminosa pareció recordarle lo ocurrido aquella vez; el rubor tiñó sus morenas mejillas, y de repente se negó a mirar en su dirección. Con el Poder hinchiéndolo, Rand percibía su olor, el aroma a hierbas del jabón que utilizaba y un leve atisbo de perfume que él no recordaba que hubiese llevado nunca. Por una vez ansioso de cortar el contacto con el Saidin, Rand fue el primero que pasó al vacío salón del trono. Fue como si Alanna chocara violentamente dentro de su cabeza, su presencia tan palpable como si la tuviera ante sí. Había estado llorando, le pareció percibir. ¿Porque él se había marchado? Bueno, podía llorar por eso todo lo que quisiera. Tenía que librarse de ella de algún modo.
El hecho de que cruzara el acceso primero no les sentó bien a las Doncellas ni a los Escudos Rojos. Urien se limitó a gruñir mientras sacudía la cabeza con desaprobación. Sulin, pálida, se puso de puntillas para situarse cara a cara con Rand.
—El grande y poderoso Car’a’carn hizo a las Far Dareis Mai portadoras de su honor —siseó en un quedo susurro—. Si el supremo Car’a’carn muere en una emboscada mientras las Doncellas lo protegen, las Far Dareis Mai se quedarán sin honor. Si al todopoderoso Car’a’carn no le importa eso, tal vez Enaila tenga razón. Quizás el infalible Car’a’carn es un caprichoso muchachito al que habría que coger de la mano para que no se caiga por un precipicio porque no mira hacia dónde corre.
Rand tensó las mandíbulas. En privado apretaba los dientes y aguantaba cosas así —con menos pullas, generalmente— por la deuda que tenía contraída con las Doncellas, pero ni siquiera Enaila o Somara se habían atrevido a reprenderlo abiertamente en público. Melaine ya se encontraba a mitad de camino del salón, las faldas remangadas y casi trotando; por lo visto estaba impaciente por restablecer la influencia de las Sabias en Bael. Rand no sabía si Urien había oído las palabras de la Doncella, aunque el Aiel parecía extrañamente volcado en dirigir a sus velados Aethan Dor, que registraban entre las columnas junto con las Doncellas, algo para lo que no hacía falta instrucciones. Aviendha, por otro lado, cruzada de brazos, exhibía un gesto entre ceñudo y de aprobación, por lo que a Rand no le cupo duda alguna de que lo había escuchado.
—Ayer funcionó muy bien —respondió firmemente a Sulin—. De ahora en adelante creo que con dos guardias será más que suficiente.
Los ojos de la mujer parecieron a punto de salirse de las órbitas; parecía haberse quedado sin habla. Ahora que la había pillado por sorpresa, dejándola pasmada, era el momento para resarcirse, antes de que explotara como los fuegos artificiales de un Iluminador.
—Es diferente cuando salgo de palacio, por supuesto —agregó—. La guardia que me habéis proporcionado servirá entonces, pero aquí, o en el Palacio del Sol o en la Ciudadela de Tear, bastará con dos.
Le dio la espalda mientras la boca de la Doncella seguía abriéndose y cerrándose sin emitir sonido alguno.
Aviendha lo siguió de inmediato y rodearon el estrado de los tronos hacia las pequeñas puertas que había detrás. Había abierto el acceso allí en lugar de hacerlo directamente en sus aposentos con la esperanza de dejarla atrás. Incluso sin el Saidin podía olerla, o quizás era sólo el recuerdo. En uno u otro caso, Rand deseó tener la nariz congestionada con un catarro; ese aroma le gustaba demasiado.
Con el chal muy ajustado, Aviendha caminó con la mirada prendida al frente, como si estuviese preocupada, sin reparar en que él le abría una de las puertas que daban a los vestidores forrados con paneles de madera con tallas de leones y la sujetaba para que pasara, algo que generalmente provocaba al menos un poco de ira en ella y a veces la cáustica pregunta sobre cuál de los dos brazos creía que se había roto para que no pudiera hacerlo ella misma. Cuando Rand le preguntó qué le ocurría, la joven sufrió un sobresalto.
—Nada. Sulin tenía razón, pero… —De repente esbozó una sonrisa, como a regañadientes—. ¿Viste su cara? Nadie le había leído la cartilla así desde… Creo que nunca. Ni siquiera Rhuarc.
—Me sorprende un poco que te pongas de mi lado.
Ella lo miró con aquellos enormes ojos. Rand habría podido pasarse todo el día tratando de decidir si eran azules o verdes. No. No tenía derecho a pensar en sus ojos. Lo que había ocurrido entre ellos después de que la joven había abierto aquel acceso —para huir de él— no había cambiado nada. Él, sobre todo, no tenía derecho a pensar en ello.
—Cuántos problemas me causas, Rand al’Thor —dijo sin acalorarse—. Luz, a veces pienso que el Creador te hizo sólo para darme dolores de cabeza.
Rand quiso decirle que era culpa de ella —en más de una ocasión le había ofrecido enviarla de vuelta con las Sabias, aunque ello sólo habría significado que la reemplazarían por otra persona—; pero, antes de que tuviera ocasión de abrir la boca, Jalani y Liah los alcanzaron, seguidas a poca distancia por dos Escudos Rojos, uno de ellos un tipo canoso que tenía el triple de cicatrices en la cara que Liah. Rand mandó volver al salón del trono al Escudo Rojo de las cicatrices y a Jalani, lo que estuvo a punto de provocar una discusión. No por parte del Escudo Rojo, que se limitó a mirar a su compañero, se encogió de hombros y se marchó, pero la joven Doncella se plantó muy erguida. Rand señaló la puerta que daba al salón del trono.
—El Car’a’carn espera de las Far Dareis Mai que vayan donde les ordena.
—Puede que seas un rey para las gentes de las tierras húmedas, Rand al’Thor, pero no para los Aiel. —Un asomo de malhumor echaba a perder la actitud orgullosa de Jalani, recordándole a Rand lo joven que era—. Las Doncellas jamás te fallarán en la danza de las lanzas, pero esto no es la danza.
Aun así se marchó tras un rápido intercambio en el lenguaje de señas con Liah.
Acompañado por Liah y el otro Escudo Rojo, un hombre rubio llamado Cassin que era un par de dedos más alto que Rand, éste se encaminó a buen paso hacia sus aposentos. Y con Aviendha, naturalmente. Si había pensado que aquellas amplias faldas podían dejarla atrás, estaba muy equivocado. Liah y Cassin se quedaron en el pasillo, a la puerta de la sala de estar, una amplia estancia con un friso de mármol con tallas de leones en la unión de las paredes con el alto techo, y tapices que representaban escenas de caza y montañas brumosas, pero Aviendha lo siguió dentro.
—¿No deberías estar con Melaine? —demandó él—. ¿Los asuntos de Sabias y todo eso?
—No —repuso secamente—. A Melaine no le haría gracia que interfiriera en sus cosas en este momento.
Luz, y él no tendría que alegrarse de que no se marchara. Arrojó el Cetro del Dragón sobre una mesa de patas doradas y tallas de hojas de enredadera, y se desabrochó el cinturón de la espada.
—¿Te han dicho Amys y las otras dónde está Elayne? —preguntó.
Durante unos segundos larguísimos Aviendha se quedó parada en medio del suelo de baldosas azules, mirándolo fijamente con una expresión indescifrable.
—No lo saben —contestó finalmente—. Lo pregunté.
Era lo que Rand había esperado de ella. No lo hacía desde hacía meses, pero, antes de ir a Caemlyn con él la primera vez, una de cada dos palabras que salían de su boca era para recordarle que le pertenecía a Elayne. Y era así desde su punto de vista como Aiel, y dejó muy claro que lo ocurrido entre ambos al otro lado de aquel acceso no cambiaba ese hecho; como también dejó claro que no volvería a suceder. Como tenía que ser. Rand se sentía peor que un cerdo por lamentar que fuera así. Haciendo caso omiso de todas las excelentes sillas doradas, Aviendha se sentó cruzada de piernas en el suelo y arregló los pliegues de la falda.
—Pero sí hablaron de ti —comentó.
—¿Por qué será que no me sorprende? —manifestó con acritud él y, para su sorpresa, las mejillas de la mujer enrojecieron. Aviendha no era la clase de mujer que se ruborizara, y ésta era la segunda vez que le ocurría en el mismo día.
—Han compartido sueños, algunos de los cuales te conciernen a ti. —Su voz sonaba un tanto estrangulada e hizo una pausa para aclararse la garganta; después su mirada firme y decidida se clavó en él—. Melaine y Bair soñaron contigo subido en un bote —dijo; pronunció la última palabra con un acento raro a pesar de los meses que llevaba en las tierras húmedas—, con tres mujeres cuyos rostros no pudieron ver y una balanza inclinándose primero a un lado y después a otro. Melaine y Amys soñaron con un hombre de pie a tu lado, que tenía una daga puesta en tu garganta, pero tú no parecías verlo. Bair y Amys soñaron que cortabas las tierras húmedas en dos con una espada. —Durante un instante sus ojos lanzaron una ojeada rápida y despectiva hacia el arma envainada y puesta encima del Cetro del Dragón; despectiva y un tanto culpable. Se la había regalado ella, un arma que en tiempos había pertenecido el rey Laman, cuidadosamente envuelta en una manta para que no pudiera decirse que ella la había tocado—. No han podido interpretar los sueños, pero pensaron que tú