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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 101
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hubiese tenido alguna cuenta que saldar, las paredes se habrían desplomado allí donde hubiese clavado la mirada y los tapices se habrían prendido fuego. En fin, ésa era la impresión que daba.

—He venido a ver a Rand —contestó—. Venir dando un paseo desde las tiendas me pareció un ejercicio tan bueno como cualquier otro. —Desde luego, mucho mejor que dar cinco o seis vueltas en torno a las murallas de la ciudad a paso vivo, lo que era la idea Aiel de hacer un poco de ejercicio ligero. Esperaba que Sorilea no preguntara por qué quería ver a Rand. No le gustaba tener que mentir a ninguna de las Sabias.

Sorilea la observó intensamente un momento más, como si hubiese olisqueado algo oculto, y luego se ciñó el chal a los estrechos hombros.

—No está aquí —dijo—. Ha ido a su escuela. Berelain Paeron sugirió que no sería prudente seguirlo, y estoy de acuerdo con ella.

Mantener impasible el gesto supuso todo un esfuerzo a Egwene. Que Berelain les gustara a las Sabias habría sido lo último que hubiese esperado que ocurriera, pero la trataban como una mujer juiciosa y digna de respeto, lo que no tenía sentido alguno para Egwene, y no porque Rand le hubiese dado autoridad. Les importaba un pimiento la autoridad de cualquier habitante de las tierras húmedas. Era absurdo. La mayeniense se exhibía con vestidos escandalosos y coqueteaba desvergonzadamente… cuando no hacía algo más que coquetear, como Egwene sospechaba que era la mayoría de las veces. No era en absoluto la clase de mujer para que Amys le sonriera como a una hija predilecta. Ni Sorilea.

Pensamientos sobre Gawyn acudieron espontáneamente a su cabeza. Sólo había sido un sueño, y para colmo, un sueño de él. Ciertamente nada semejante a lo que hacía Berelain.

—Cuando las mejillas de una joven enrojecen sin razón aparente —dijo Sorilea—, por lo general hay un hombre involucrado. ¿Quién despierta tu interés? ¿Podemos esperar que pongas una guirnalda nupcial a sus pies pronto?

—Las Aes Sedai rara vez contraen matrimonio —replicó fríamente Egwene.

El resoplido de la Sabia sonó como una tela al desgarrarse. Las Doncellas y las Sabias, y de hecho todos los Aiel, quizá consideraban que no era Aes Sedai mientras estuviera estudiando con Amys y las otras, pero Sorilea llevaba el asunto mucho más lejos. Parecía pensar que Egwene se había convertido en Aiel y, lo que era más, que no había nada en lo que no pudiera entremeterse.

—Tú lo harás, muchacha. No eres de las que se convierten en Far Dareis Mai y toman a los hombres como una diversión semejante a la caza, como mucho. Esas caderas están hechas para tener niños, y los tendrás.

—¿Querrías indicarme dónde puedo esperar a Rand? —preguntó Egwene en un tono más sumiso de lo que era de su agrado. Sorilea no era una caminante de sueños capacitada para interpretarlos, y desde luego no poseía el don de la Predicción, pero decía las cosas con una certeza tan aplastante que las hacía parecer inevitables. Los hijos de Gawyn. Luz, ¿cómo iba a tener hijos de Gawyn? Era verdad que las Aes Sedai no se casaban casi nunca. Era raro el hombre que deseaba casarse con una mujer que, mediante el Poder, podría manejarlo como a un niño si así lo decidía.

—Sígueme —contestó Sorilea—. ¿Se trata de Sanduin, ese fornido Descendiente Verdadero que vi rondando por la tienda de Amys ayer? Esa cicatriz hace que el resto de su semblante parezca más atractivo…

Sorilea siguió diciendo nombres mientras conducía a Egwene por el palacio, sin dejar de observarla de reojo para captar alguna reacción. También se esmeró en enumerar los encantos de cada hombre, y, puesto que esto incluía describir su aspecto sin ropas —los hombres y mujeres Aiel compartían las mismas tiendas de baños de vapor—, ciertamente no faltaron las ocasiones en que se puso colorada.

Para cuando llegaron a los aposentos donde Rand pasaría la noche, Egwene estuvo más que contenta de darle las gracias con premura y cerrarle en las narices la puerta de la sala de estar. Por suerte, la Sabia debía de tener asuntos propios de los que ocuparse, porque de no ser así seguramente la habría seguido dentro ni que quisiera ni que no.

Egwene respiró profundamente y se puso a alisarse la falda y a ajustarse el chal. No era necesario, pero se sentía como si hubiese bajado rodando una cuesta empinada. A esa mujer le encantaba hacer de casamentera. Era muy capaz de preparar la guirnalda nupcial para una mujer, arrastrarla para que la pusiera a los pies del hombre que ella había elegido, y retorcerle el brazo a él hasta que la recogiera. Bueno, no es que arrastrara ni retorciera el brazo literalmente, pero el resultado venía a ser lo mismo. Por supuesto Sorilea no llevaría las cosas a ese extremo con ella. Después de todo la Sabia no creía realmente que se hubiese convertido en Aiel; sabía que Egwene era Aes Sedai; o creía que lo era, en cualquier caso. No, pues claro que no había razón para preocuparse por eso.

Estaba tanteando el pañuelo gris doblado que le sujetaba el pelo en las sienes cuando se quedó paralizada al oír el suave murmullo de unos pasos en el dormitorio. Si Rand era capaz de trasladarse de Caemlyn a Cairhien, quizás había utilizado el mismo método para regresar directamente a sus aposentos. O tal vez alguien —o algo— lo estaba esperando. Abrazó el Saidar y tejió varias cosas desagradables, listas para ser utilizadas. Una gai’shain salió del cuarto con un bulto de sábanas en los brazos y dio un respingo al verla. Egwene soltó el Saidar y confió en que no se hubiese puesto colorada otra vez.

Niella se parecía lo bastante a Aviendha para sorprender a primera vista, con aquella túnica blanca de amplia capucha; hasta que uno caía en la cuenta de que había que añadir seis o siete años a un rostro que quizá no era tan moreno y tal vez sí un poco más llenito. La hermana de Aviendha nunca había sido Doncella Lancera, sino tejedora, y había cumplido con creces más de la mitad del plazo de un año y un día de servicio. Egwene no saludó, porque con ello sólo habría agravado la turbación de la otra mujer.

—¿Se espera pronto a Rand? —preguntó.

—El Car’a’carn vendrá cuando tenga que venir —contestó Niella con los ojos agachados en un gesto humilde. Eso resultaba muy chocante; el rostro de Aviendha, aunque más lleno, no encajaba bien con ese aire sumiso—. Somos nosotros los que debemos estar preparados para cuando él aparezca.

—Niella, ¿tienes idea de por qué Aviendha necesitaba encontrarse a solas con Amys, Bair y Melaine? —Desde luego no tenía nada que ver con el caminar en sueños; en ese terreno su capacidad era tan escasa como la de Sorilea.

—¿Está Aviendha aquí? No, no sé qué razón tendrá. —Sin embargo, los ojos azulverdosos de Niella se estrecharon levemente nada más pronunciar las palabras.

—Tú sabes algo —insistió Egwene. Podía aprovechar la circunstancia de la obediencia obligada de los gai’shain—. Dime lo que es, Niella.

—Sé que Aviendha me azotará hasta que no pueda sentarme si el Car’a’carn me encuentra plantada aquí con las ropas de la cama sucias —contestó Niella a regañadientes.

Egwene ignoraba si el ji’e’toh estaba involucrado de algún modo, pero cuando estaban juntas Aviendha trataba a su hermana de un modo tan estricto como a cualquier gai’shain. La túnica de Niella arrastró tras ella sobre la alfombra cuando la mujer se encaminó apresuradamente hacia la puerta, pero Egwene la agarró de una manga.

—¿Dejarás la vestimenta blanca cuando hayas cumplido tu plazo de servicio?

No era una pregunta adecuada, y la humildad desapareció dando paso a un orgullo digno de cualquier Doncella.

—Lo contrario sería hacer mofa del ji’e’toh —repuso, envarada. De improviso, una leve sonrisa asomó a sus labios—. Además, mi esposo vendrá a buscarme y eso no le gustaría nada. —La máscara sumisa volvió a aparecer—. ¿Puedo irme ya? Si Aviendha está aquí, prefiero no encontrarme con ella si puedo evitarlo, y antes o después vendrá a estos aposentos.

Egwene la dejó marchar. En cualquier caso no tenía derecho a hacer preguntas; hablar de la vida de un gai’shain antes o después de los ropajes blancos era deshonroso. Se sintió un poco avergonzada, aunque por supuesto ella no intentaba realmente seguir el ji’e’toh. Sólo lo suficiente para ser cortés.

Ya a solas, se instaló en un sillón dorado y de tallas severas que le resultó sorprendentemente incómodo después de tanto tiempo de sentarse cruzada de piernas en cojines o en el suelo. Subió las piernas y las dobló sobre el asiento; se preguntó qué estaría hablando Aviendha con Amys y las otras dos Sabias. Sobre Rand, casi con toda seguridad. Todo lo referente a él les interesaba a las Sabias. Les daban igual las Profecías del Dragón de las tierras húmedas, pero se sabían la Profecía de Rhuidean del derecho y del revés. Cuando destruyera a los Aiel, como la profecía anunciaba que haría, «un resto del resto» se salvaría, y se proponían conseguir que ese resto fuera lo más numeroso posible.

Por esa razón obligaban a Aviendha a permanecer cerca de él. Demasiado cerca para considerarlo decente. Si Egwene entrara en el dormitorio estaba convencida de que encontraría un jergón en el suelo preparado para Aviendha. Aun así, los Aiel veían esas cosas de manera distinta. Las Sabias querían que la joven le enseñara las costumbres y modos Aiel para recordarle que su ascendencia era Aiel aunque no hubiese sido educado así. Aparentemente las Sabias creían que para ello eran necesarias todas las horas de vigilia, y considerando a lo que se enfrentaban no les faltaba su punto de razón y Egwene lo reconocía. Pero aun así seguía siendo indecente hacer que una mujer durmiera en el mismo cuarto que un hombre.

No obstante, no estaba en sus manos hacer nada respecto a este asunto, sobre todo si se tenía en cuenta que Aviendha no parecía verlo como un problema. Egwene apoyó la barbilla en la mano, acodada en el sillón, e intentó discurrir cómo iniciar la conversación con Rand para llevarla hacia donde quería; pero, aunque le dio vueltas y vueltas a la cabeza, no había conseguido nada para cuando él entró, diciendo algo en voz baja a dos Aiel que había en el puerta, antes de cerrarla.

Egwene se incorporó de un brinco.

—Rand, tienes que ayudarme con las Sabias; ellas te harán caso —soltó de buenas a primeras sin poder contenerse. Eso no era ni mucho menos lo que se proponía decirle.

—También yo me alegro de volver a verte —saludó él, sonriendo.

Llevaba ese trozo de lanza seanchan, pero ahora tenía unos dragones cincelados en el astil que no estaban la última vez que la había visto. Egwene habría querido saber dónde la había conseguido; cualquier cosa seanchan le ponía la piel de gallina.

—Yo estoy bien, gracias, Egwene —continuó Rand—. ¿Y tú? Parece que vuelves a ser la misma, con el mismo empuje de siempre.

Tenía aspecto de estar agotado. Y ofrecía un aire endurecido, tanto que hacía parecer chocante su sonrisa. Cada vez que lo veía daba la impresión de haberse vuelto más inflexible.

—No tienes que hacerte el gracioso —gruñó. Mejor seguir en la misma línea que había empezado. Mucho mejor que echar marcha atrás y darle motivo para que siguiera sonriendo—. ¿Querrás ayudarme?

—¿Cómo?

Actuando como si estuviera en su casa —bueno, en realidad estaba en sus aposentos— soltó el trozo de lanza sobre una

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