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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 100
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del libro, se rascó la cabeza. Finalmente miró de nuevo a Rand y volvió a parpadear con sorpresa.

—Oh, sí. ¿De qué queríais hablar?

Rand quitó los libros y los papeles de la otra silla y los puso en el suelo, dejó encima del montón el Cetro del Dragón y se sentó. Había intentado hablar con otros allí, filósofos e historiadores, mujeres eruditas y estudiosos, y era igual que intentar que una Aes Sedai se definiera. Estaban muy seguros de lo que sabían con certeza, y, en cuanto a lo demás, soltaban un diluvio de palabras que no significaban nada. Se enfadaban si uno los presionaba —parecían pensar que se dudaba de sus conocimientos, algo que aparentemente era un gran pecado— o aumentaban el torrente de palabras hasta que Rand no sabía lo que la mitad de ellas significaba o se tornaban obsequiosos tratando de descubrir qué quería oír para así decírselo. Herid era diferente. Una de las cosas que parecía olvidar siempre era que Rand era el Dragón Renacido, lo que a él le parecía estupendo.

—¿Qué sabéis sobre Aes Sedai y Guardianes, Herid? Respecto al vínculo que los une.

—¿Guardianes? ¿Vínculo? Lo mismo que cualquiera que no sea Aes Sedai, supongo. —Herid chupó la pipa, aparentemente sin darse cuenta de que se había apagado—. ¿Qué es lo que queréis saber?

—¿Puede romperse?

—¿Romperse? Oh, no. No lo creo. A no ser que el Guardián o la Aes Sedai muera. Eso lo rompe. Creo. Recuerdo haber oído algo sobre el vínculo en una ocasión, pero no me acuerdo… —Su vista se detuvo sobre un montón de notas que había en la mesa, y Herid las acercó a él con las yemas de los dedos y se puso a leer, frunciendo el entrecejo y sacudiendo la cabeza. Las notas parecías estar escritas por él, pero al parecer ya no estaba de acuerdo con ellas.

Rand suspiró; casi creía que si volvía la cabeza rápidamente vería a Alanna asomándose por encima de su hombro.

—¿Qué hay de la pregunta que os hice la última vez? Herid… ¡Herid!

El fornido hombre levantó bruscamente la cabeza.

—Oh. Sí. Ah, una pregunta. La última vez. Tarmon Gai’don. Bien, no sé cómo será. Con trollocs, supongo. ¿Y Señores del Espanto? Sí. Señores del Espanto. Pero he estado pensando. No puede ser la Última Batalla. No creo que lo sea. Quizá cada Era ha tenido una Última Batalla. O la mayoría de ellas. —De repente bajó la vista a la pipa que tenía entre los dientes y empezó a rebuscar por la mesa—. Tengo un yesquero aquí, en alguna parte.

—¿Qué queréis decir con que no puede ser la Última Batalla? —Rand procuró que su voz sonara reposada. Herid siempre llegaba al meollo; sólo que había que empujarlo hacia él.

—¿Qué? Sí, ése es el asunto. No puede ser la Última Batalla. Incluso si el Dragón Renacido vuelve a sellar la prisión del Oscuro tan bien como lo hizo el Creador. Cosa que no creo que sea capaz. —Se inclinó hacia adelante y bajó la voz a un tono conspirador—. Se diga lo que se diga en las calles, no es el Creador, ¿sabéis? Aun así, tiene que ser sellada por alguien. La Rueda, ¿comprendéis?

—No, no lo… —Rand dejó la frase en el aire.

—Sí, claro que lo comprendéis. Seríais un buen estudiante. —Se quitó la pipa de la boca y trazó un círculo en el aire con el cañón—. La Rueda del Tiempo. La Eras llegan y pasan y vuelven a llegar conforme la Rueda gira. Una repetición de todo el ciclo. —De repente marcó un punto en aquella imaginaria rueda—. Aquí la prisión del Oscuro está intacta. Aquí, abren un agujero en ella y se vuelve a sellar. —Movió el cañón de la pipa a lo largo del arco que había trazado—. Aquí estamos ahora. Los sellos se debilitan. Pero eso no importa, por supuesto. —El cañón de la pipa completó el círculo—. Cuando la Rueda vuelva en su giro aquí, donde abrieron el agujero la primera vez, la prisión del Oscuro tiene que quedar sellada de nuevo.

—¿Por qué? Quizá la próxima vez atraviesen el remiendo. A lo mejor es así como lo hicieron la última vez. Quiero decir que atravesaron lo que el Creador había hecho, que quizás abrieron la Perforación a través de un remiendo y no lo sabemos.

Herid sacudió la cabeza. Se quedó mirando la pipa un instante, reparando de nuevo en que estaba apagada, y Rand pensó que tendría que volver a llamarlo. Sin embargo, Herid parpadeó y continuó hablando:

—Alguien tuvo que hacerlo alguna vez. Mejor dicho, por primera vez. A menos que penséis que el Creador hizo la prisión del Oscuro con un agujero y su correspondiente parche. —Sus cejas subieron y bajaron rápidamente ante la sugerencia—. No, estaba intacta al principio, y creo que volverá a estarlo cuando llegue de nuevo la Tercera Era. Ummmm. Me pregunto si ellos la llamaban Tercera Era. —Se apresuró a mojar una pluma con tinta y garabateó una nota en el margen de un libro abierto—. En fin. Eso no importa ahora. No es que diga que el Dragón Renacido será el que la vuelva a dejar intacta, no en esta Era necesariamente, en cualquier caso, pero tiene que estar así antes de que empiece de nuevo la Tercera Era, y que pase tiempo suficiente desde que se la dejó intacta… una Era al menos… para que nadie recuerde al Oscuro ni su prisión. Nadie lo recuerda. Ummmm. Me pregunto… —Echó una ojeada a sus notas y se rascó la cabeza; entonces dio un respingo al advertir que lo había hecho con la mano con la que sostenía la pluma. Había un manchón de tinta en su cabello—. Cualquier Era en que los sellos se debiliten tiene que recordar al Oscuro antes o después, porque tendrá que enfrentarse a él y volver a encerrarlo. —Volvió a meterse la pipa entre los dientes e intentó escribir otra nota sin mojar antes la pluma.

—A no ser que el Oscuro se libere —dijo quedamente Rand—. Para romper la Rueda del Tiempo y rehacer éste y el mundo a su propia imagen.

—Ahí está. —Herid se encogió de hombros y miró ceñudo la pluma. Al fin recordó el tintero—. Supongo que no hay mucho que vos o yo podamos hacer al respecto. ¿Por qué no venís a estudiar conmigo? Supongo que el Tarmon Gai’don no tendrá lugar mañana, y sería un modo de emplear vuestro tiempo tan bueno como…

—¿Hay alguna razón que se os ocurra para romper los sellos?

Las cejas de Herid se arquearon de golpe.

—¿Romper los sellos? ¿Romper los sellos? ¿Por qué iba nadie a querer hacer tal cosa salvo un loco? ¿Es que se pueden romper? Creo recordar haber leído en alguna parte que eso es imposible, aunque no me acuerdo ahora si decía por qué. ¿Qué os ha hecho pensar algo así?

—No lo sé. —Rand suspiró.

En un rincón de su mente, oyó el susurro de Lews Therin. «Rómpelos. Rompe los sellos y pon fin a todo. Déjame que muera para siempre.»

Abanicándose ociosamente con un pico del chal, Egwene echó un vistazo a uno y otro lado del corredor confiando en no haberse extraviado otra vez. Mucho se temía que sí, y no estaba muy contenta con ello. El Palacio del Sol tenía kilómetros de pasillos, en ninguno de los cuales hacía más fresco que fuera, y ya había pasado un rato en ellos tratando de encontrar el camino.

Había Doncellas por todas partes, en grupos de dos o tres, muchas más de las que Rand llevaba normalmente consigo; desde luego, bastantes más de lo habitual teniendo en cuenta que él no estaba allí. Parecía que se limitaban a pasear, pero algo en ellas daba una sensación de… furtivo. Varias la conocían de vista y lo menos que habría esperado es que le dijeran una palabra amable. Las Doncellas, especialmente, parecían haber decidido que ser alumna de las Sabias superaba el ser Aes Sedai, como creían que era ella, hasta el punto de que ya no la llamaban Aes Sedai. Sin embargo, cuando la veían, daban la impresión de estar todo lo sobresaltadas que podía esperarse de unas Aiel. Un instante después llegaban los gestos de asentimiento cómplices, y apresuraban la marcha sin decir una palabra. Ése no era el comportamiento más indicado para pedirles que la orientaran.

En vez de eso, Egwene miró ceñuda a un sirviente sudoroso que lucía finas franjas azules y doradas en los puños de la librea, preguntándose si él sabría cómo llegar desde allí a donde quería ir. La dificultad estaba en que no sabía exactamente adónde quería ir. Por desgracia, era obvio que el tipo tenía los nervios de punta con tantos Aiel por todas partes. Al ver que la que él creía una Aiel lo miraba con el ceño fruncido —nadie parecía reparar en sus ojos oscuros, rasgo que no era habitual en esas gentes, ciertamente— y con la cabeza probablemente llena de historias sobre las Doncellas, el tipo se dio media vuelta y echó a correr tan deprisa como pudo.

Egwene resopló con irritación. En realidad no necesitaba que nadie la orientara. Antes o después tenía que llegar a un sitio que reconociera. Ciertamente no tenía sentido volver por donde había venido, pero ¿cuál de las otras tres direcciones tomar? Eligiendo una al azar echó a andar con pasos firmes, e incluso algunas de las Doncellas se apartaron de su camino.

A decir verdad se sentía un poco malhumorada. Volver a ver a Aviendha después de tanto tiempo habría sido estupendo si la joven Aiel no se hubiese limitado a saludarla con un breve y frío gesto de cabeza y se hubiese metido en la tienda de Amys para sostener una reunión privada con ella. Y descubrió que era en verdad privada cuando intentó seguirla.

«No te he llamado —le había dicho secamente Amys mientras Aviendha se sentaba cruzada de piernas en un cojín y se quedaba mirando fijamente el suelo con expresión desalentada—. Ve a dar un paseo. Y come algo. Una mujer no debe parecer un junco.»

Bair y Melaine habían llegado apresuradamente, avisadas por gai’shain, pero Egwene quedó excluida. Se consoló un poco al ver que varias Sabias más también eran rechazadas, pero sólo un poco. Después de todo, era amiga de Aviendha y si ésta se encontraba en algún apuro Egwene habría deseado ayudarla.

—¿Por qué estás aquí? —demandó la voz de Sorilea a su espalda.

Egwene se sintió orgullosa de sí misma. Se volvió calmosamente para mirar a la Sabia del dominio Shende. Sorilea, una Jarra de los Chareen, tenía el cabello blanco y escaso y un rostro que parecía cuero curtido estirado sobre el cráneo. Era toda ella nervio y huesos, y aunque era capaz de encauzar poseía menos fuerza en el Poder que la mayoría de las novicias que Egwene conocía. De hecho, en la Torre nunca habría llegado a ser más que novicia antes de que la mandaran de vuelta a casa. De todos modos, encauzar no tenía mucho peso entre las Sabias. Fueran cuales fuesen las reglas por las que se regían, cuando Sorilea estaba presente el mando siempre recaía en ella. Egwene creía que se debía a la fuerza de carácter, simplemente.

Alta, como eran casi todas las mujeres Aiel —a Egwene le sacaba casi una cabeza—, Sorilea la miró fijamente con aquellos ojos verdes que parecían capaces de tumbar a un toro. Era un alivio, ya que ese modo de mirar era el habitual en Sorilea. Si

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