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  2. El señor del caos
  3. Capítulo 10
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poner el dedo en la llaga después de lo ocurrido en los últimos minutos, y, quitándose la palabra de la boca, todas adujeron obligaciones pendientes que les impedían quedarse.

Las vio salir, pensativa, con Milli cerrando la marcha como era habitual, cual una niña prendida de las faldas de sus hermanas mayores. A lo mejor tenía ocasión de intercambiar unas palabras en privado con algunas de las componentes del Círculo de Mujeres, en Embarcadero de Taren. Todos los pueblos necesitaban un alcalde y una Zahorí de carácter fuerte para que defendieran los intereses de sus convecinos. Sí, unas cuantas palabras medidas y discretas. Cuando Perrin descubrió que había sostenido una conversación con los hombres de Embarcadero de Taren antes de la elección del alcalde —si un hombre tenía buen caletre y cualidades en su opinión y en la de su marido, ¿por qué no podían saber los hombres que iban a votar que dicha persona contaba con el apoyo de los dos?—, cuando lo descubrió… Era un hombre afable, que no se enfurecía fácilmente, pero sólo para estar segura se había atrincherado en el dormitorio de matrimonio hasta que se calmó. Cosa que no ocurrió hasta que le prometió no «entrometerse» otra vez en ninguna elección de alcalde, tanto a las claras como a su espalda. Eso último fue muy injusto por su parte. Y también muy inoportuno. Sin embargo, no mencionó nada sobre las votaciones del Círculo de Mujeres. En fin, lo que no supiera no le haría daño; y sí mucho bien a Embarcadero de Taren.

Pensar en él le recordó la promesa que se había hecho a sí misma. El abanico de plumas se agitó con más rapidez. A pesar de todas las tonterías, aquél no había sido un día de los peores, ni siquiera el peor con la Zahoríes —no habían surgido preguntas sobre cuándo podría esperar lord Perrin un heredero, ¡por la Luz bendita!—, pero quizás el implacable calor había dirigido su irritación hacia el asunto adecuado. O Perrin cumplía con su deber o…

Un trueno retumbó sobre la casona y el relámpago iluminó las ventanas. La esperanza alentó dentro de Faile. Si las lluvias llegaban…

Corrió sin hacer ruido, gracias a las suaves zapatillas, en busca de Perrin. Quería compartir la lluvia con él; pero aún se proponía tener unas cuantas palabras con su marido, o más de unas cuantas si era necesario.

Lo encontró donde esperaba, en el tercer piso, en el porche techado que remataba la fachada: un hombre de pelo rizado, de hombros y brazos fornidos, vestido con una sencilla chaqueta marrón. Con la ancha espalda hacia ella, estaba apoyado en una de las columnas del porche, mirando hacia el suelo, a un lado de la casona, no hacia el cielo. Faile se paró en la puerta.

El trueno retumbó de nuevo y el rutilante relámpago azulado surcó el firmamento. Un firmamento completamente despejado. No era un heraldo de lluvia. No habría lluvia que pusiera fin al calor ni llegaría nieve a continuación. El sudor le perlaba la frente, pero la joven se estremeció.

—¿Ha terminado la audiencia? —preguntó Perrin, y ella dio un brinco, sobresaltada. No había girado la cabeza. A veces era difícil recordar lo aguzado que tenía el oído. O el sentido del olfato; confiaba en que fuese su perfume y no el sudor lo que había percibido.

—Pensé que a lo mejor te encontraba con Gwil o Hal.

Ése era uno de sus peores defectos; mientras que ella intentaba instruir sirvientes, para él eran hombres con los que reír y tomar una jarra de cerveza. Al menos no era mujeriego, como ocurría con muchos hombres. En ningún momento se percató de que Cali Coplin había entrado al servicio de la casona porque esperaba hacer algo más por lord Perrin que asear su cuarto y hacerle la cama. Ni siquiera se había dado cuenta cuando Faile echó a Cali persiguiéndola con un palo.

Al acercarse a él vio lo que estaba observando. Dos hombres, desnudos de cintura para arriba, practicaban con espadas de madera allá abajo. Tam al’Thor era un hombre robusto, canoso, y Aram, más esbelto y joven. Aram aprendía deprisa. Muy deprisa. Tam había sido soldado y maestro de esgrima, pero Aram lo estaba poniendo en apuros.

Automáticamente, los ojos de Faile fueron hacia el puñado de tiendas levantadas en un campo cercado que había a poco más de medio kilómetro, en dirección al Bosque del Oeste. El resto de los gitanos estaban acampados en medio de carromatos a medio terminar, semejantes a pequeñas casas sobre ruedas. Ni que decir tiene que ya no reconocían a Aram como a uno de los suyos; no desde que había empuñado esa espada. Los Tuatha’an jamás hacían uso de la violencia, por ningún motivo. Faile se preguntó si partirían como tenían planeado, cuando hubiesen reemplazado los carromatos que los trollocs habían incendiado. Después de agrupar a todos los que se habían escondido en la espesura, su número apenas superaba el centenar. Seguramente se marcharían, dejando atrás a Aram, por propia elección del joven. Que ella supiera, ningún Tuatha’an se había instalado en un lugar fijo nunca.

Claro que la gente de Dos Ríos solía decir que allí no cambiaba nunca nada y, sin embargo, los cambios habían sido muchos desde el ataque de los trollocs. Campo de Emond, a sólo cien pasos al sur de la casona, era más grande que la primera vez que lo vio, ahora reconstruidas todas las casas incendiadas y otras nuevas levantándose. Algunas de ladrillos, otra novedad. Y algunas techadas con tejas. Al paso que se construían nuevas viviendas, la casona se encontraría pronto dentro del pueblo. Se hablaba sobre una muralla, por si acaso regresaban los trollocs. Cambios. Un puñado de niños seguía al altísimo Loial por una de las calles de la población. Sólo unos pocos meses atrás, la apariencia del Ogier, con sus orejas copetudas, su nariz casi tan ancha como su rostro, y un metro más alto que cualquier hombre habría atraído a todos los chiquillos que lo miraban maravillados, habría hecho que sus madres acudieran aterradas para ponerlos a salvo. Ahora esas mismas madres mandaban a sus hijos con Loial para que les leyese relatos. Los forasteros, con sus raros atuendos, caminaban mezclados entre los oriundos del lugar, resaltando casi tanto como Loial, pero no llamaban la atención de nadie, como tampoco los tres Aiel que había en el pueblo, una gente extraña, alta, con ropas pardas y grises. Hasta hacía muy pocas semanas, había habido también dos Aes Sedai allí, e incluso ellas no recibieron más que reverencias respetuosas e inclinaciones de cabezas. Cambios. Los dos astiles de banderas, en el Prado próximo al manantial, se divisaban por encima de los tejados. En uno de ellos ondeaba la cabeza de lobo rojo que se había convertido en la enseña de Perrin, y en el otro el águila carmesí que representaba a Manetheren. Manetheren había desaparecido en la Guerra de los Trollocs, unos dos mil años atrás, pero esta tierra había formado parte de ella, y Dos Ríos enarboló ese estandarte casi por aclamación. Cambios, y no tenían ni idea de su enorme alcance ni de lo inexorables que eran. Perrin los conduciría a salvo a través de lo que quiera que viniese a continuación. Lo haría, sí, con su ayuda.

—Solía cazar conejos con Gwil —dijo Perrin—. Sólo tiene unos pocos años más que yo y a veces me llevaba de caza con él.

Faile tardó unos instantes en recordar de qué hablaban.

—Gwil está intentando aprender a ser un lacayo, y no lo ayudas cuando lo invitas a fumar una pipa contigo en los establos mientras habláis de caballos. —Inhaló lenta y profundamente. Esto no iba a ser fácil—. Tienes un deber con esta gente, Perrin. Por duro que sea, por mucho que te incomode hacerlo, tienes que cumplir con tu obligación.

—Lo sé —repuso suavemente él—. Lo siento tirando de mí.

Su voz sonaba tan extraña que Faile alzó la mano para agarrarlo de la corta barba y hacer que girara la cabeza hacia ella. Sus ojos dorados, tan raros y misteriosos como siempre, denotaban tristeza.

—¿A qué te refieres? No digo que no sientas afecto por Gwil, pero…

—Hablo de Rand, Faile. Me necesita.

El nudo que notaba en el estómago y que había intentado negar que existiera se tornó más tenso y angustioso. Se había convencido a sí misma de que ese peligro había desaparecido con la marcha de las Aes Sedai. Una estupidez por su parte. Estaba casada con un ta’veren, un hombre destinado a torcer el curso de otras vidas atrayéndolas hacia él del modo requerido por el Entramado, y había crecido con otros dos ta’veren, uno de ellos el mismísimo Dragón Renacido. Era una parte de su marido que ella tenía que compartir; no le gustaba compartir ni un cabello de él, pero las cosas eran como eran.

—¿Y qué piensas hacer? —inquirió.

—Ir con él. —Su mirada se desvió un instante, y los ojos de ella fueron en la misma dirección. Contra la pared estaban recostados un pesado martillo de herrero y un hacha con la hoja en forma de media luna y el mango de más de tres palmos de longitud—. No sabía cómo… —Su voz era apenas un susurro—. No encontraba el modo de decírtelo. Me voy esta noche, cuando todos se hayan dormido. Creo que no queda mucho tiempo y puede ser un viaje largo. Maese al’Thor y maese Cauthon te ayudarán con los alcaldes, si es que lo necesitas. Hablé con ellos. —Procuró dar un tono más ligero a su voz, pero fue un rotundo fracaso—. De todos modos, no deberías tener ningún problema con las Zahoríes. Qué curioso; cuando era pequeño las Zahoríes me parecían siempre aterradoras, y en realidad no plantean dificultades siempre y cuando uno se muestre firme.

Faile apretó los labios. Así que había hablado con Tam al’Thor y con Abel Cauthon, ¿no? Pero con ella no, ¿verdad? ¿Y qué sabía él de las Zahoríes? Le habría gustado que estuviese en su pellejo un día, y entonces vería lo fáciles que eran de tratar las Zahoríes.

—No podemos marcharnos tan pronto. Me llevará un tiempo organizar el séquito adecuado —manifestó.

—¿Marcharnos? —Perrin estrechó los ojos—. ¡Tú no vienes! ¡Será…! —Carraspeó y prosiguió en un tono más suave—: Será mejor que uno de nosotros se quede aquí. Si el señor se marcha, la señora debe quedarse para ocuparse de los asuntos. Es de sentido común. Hay que ocuparse de los refugiados que siguen llegando a diario, y solucionar las disputas que surgen de continuo. Si tú también te vas, será peor que cuando había trollocs por los alrededores.

¿De verdad creía que no se daría cuenta de su torpe rectificación? Había estado a punto de decir que sería peligroso. ¿Y cómo era posible que su deseo de alejarla del peligro la hiciera sentir siempre una agradable calidez interior y al mismo tiempo ponerla tan furiosa?

—Haremos lo que consideres que es mejor —contestó afablemente, y él parpadeó con desconfianza, se rascó la barba y luego asintió.

Ahora sólo quedaba hacerle ver lo que era mejor realmente. Al menos no había dicho de manera tajante que no podía ir, porque, cuando se plantaba, tenía tantas posibilidades de hacerlo cambiar de opinión como de mover de sitio un granero con sus manos; sin embargo, si tenía cuidado podía evitar que se cerrara en banda. Casi siempre.

De repente lo abrazó y enterró el rostro en su ancho pecho. Las fuertes manos de él le

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