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  2. El rey
  3. Capítulo 9
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montón de domingos de su lejano pasado.

Cuando terminó, esperó a sentir algún alivio o fuerza superior o… lo que fuera que se suponía que debías obtener de este antiguo ritual.

Pero nada.

—¡Maldición!

Palabras, solo eran palabras.

La frustración la hizo echar la cabeza hacia atrás, que se golpeó contra el compartimento en un lugar especialmente doloroso.

—¡Mierda!

Era hora de volver a la realidad, se dijo, mientras trataba de frotarse el sitio donde se había golpeado.

¿Conclusión? Nadie iba a venir a salvarla. Como siempre, solo dependía de ella misma, pero ¿y si eso no era suficiente para sacarla de ahí? Entonces tendría que morir de una manera verdaderamente horrible… y su abuela iba a sufrir. Otra vez.

Hablando de oraciones, habría dado cualquier cosa por poder regresar en el tiempo, rebobinar los acontecimientos de la noche y poner en pausa el momento en que había llegado a casa y pasado por alto el extraño coche que estaba estacionado frente a la misma. En su mundo perfecto, ella habría sacado su arma y le habría puesto un silenciador antes de atravesar la puerta principal. Habría matado a los dos hombres y luego habría subido para decirle a su abuela que iba a reacomodar un poco los muebles, tal como ella le había pedido que hiciera hacía una semana.

Al abrigo de la noche, habría llevado al par de hombres hasta el garaje, le habría dado marcha atrás a su coche y los habría metido en el maletero. O… probablemente a uno en el asiento trasero y al otro en el maletero.

Y luego los habría llevado a las afueras de la ciudad. Bye-bye.

Después de eso habría hecho las maletas y se habría marchado con su abuela antes de una hora, aunque fuera de madrugada.

Su abuela no habría hecho preguntas. Ella entendía cómo eran las cosas. Una vida dura tenía como resultado una mente práctica.

Y luego hacia el horizonte, por decirlo de alguna manera, para no volver jamás.

Esa sería una película mejor, y tal vez pudiera volverse realidad si Sola lograba tomar el control cuando los gorilas de Benloise apretaran los frenos y finalmente la dejaran salir de allí.

Sola agarró la bengala y comenzó a prepararse. El ángulo que tomaría. La forma en que iba a atacarlos.

Pura paja mental, claro, porque todo dependería de un instante que, en última instancia, era imposible de prever.

Mientras su mente flotaba, Sola redujo el ritmo de la respiración y aguzó los sentidos. Esperar ya no era problema; el tiempo dejaba de tener medida. Los pensamientos ya no eran problema; el agotamiento ya no existía.

Fue cuando se instaló en ese inframundo entre el ahora y el futuro cuando sucedió algo verdaderamente transformador.

Sola vio con claridad meridiana una fotografía de su abuela. Había sido tomada en Brasil cuando tenía 19 años. Su cara era tersa y plena en el mejor de los sentidos, sus ojos reflejaban el brillo de la juventud, y su pelo, largo y suelto, flotaba.

Si en ese momento hubiese sabido lo que le esperaba en la vida adulta, nunca habría sonreído.

Su hijo estaba muerto. Su hija estaba muerta. Su marido estaba muerto. ¿Y su nieta, la única que quedaba?

No, pensó Sola. Esto tenía que terminar bien. Era la única opción.

Esta vez Sola no dijo nada en voz alta, no recordó ninguna frase ni unió las palmas. Tampoco estaba segura de creer en su propia oración más que en las que le habían enseñado. Pero por alguna razón logró inclinar el oído de Dios en su favor:

Te prometo, Señor, que si me sacas de esta dejaré esta vida. Me llevaré a vovó de Caldwell y nunca jamás me volveré a poner en peligro, ni a robarle a nadie, ni a cometer ningún crimen. Te hago esa solemne promesa, por el corazón de mi vovó.

—Amén —susurró al final.

El Iron Mask, Caldwell, Nueva York

—¡Ah, por Dios, ah, por Dios, ah…!

Mientras sostenía a la universitaria rubia, agarrándola bien de la parte posterior de las piernas, Trez se sentía tentado de dejarla caer como si fuera un pastelillo. El sexo no estaba mal, pero era tan poco emocionante como comer pizza fría, aunque tuviera buen sabor.

Pero, claro, no era una Bella Napoli de la Séptima Avenida de Manhattan.

Y toda esa alharaca sobre Dios no hacía más que acabar de empeorar las cosas. Y no porque Trez fuera religioso como los humanos, o porque estuviera celoso de que ella estuviera pasándolo bomba mientras él estaba pensando en pizza. La verdad es que todo el numerito de los gritos y esos movimientos de cabeza que no hacían más que fustigarle la cara con las extensiones de pelo ya lo estaban poniendo nervioso.

Así que cerró los ojos y trató de concentrarse en la sensación de su polla entrando y saliendo de aquella tía. La mujer tenía una tetas enormes y postizas, tan duras que parecían balones de baloncesto, y cierto meneo en el vientre, pero Trez no podía decidir qué era peor: si el hecho de que él no se sintiera atraído hacia ella en lo más mínimo; que se la estuviera follando en el baño de su propio club, de modo que sus empleados lo iban a pillar saliendo de allí avergonzado; o la posibilidad, aunque remota, de que su hermano se enterara de esto a través de un chisme.

Mierda, iAm. El macho tenía una mirada tan penetrante que podía hacer que un jugador de fútbol americano listo para derribar a su contrincante se sintiera como si tuviera el culo al aire.

Eso no era lo que Trez estaba buscando.

—… Dios, ay, por Dios, ay…

Joder, si al menos pudiera intercalarlo con un Jesús, o algo.

—¡AyporDiosAyporDios​AyporDios…!

Finalmente Trez decidió librarse de aquella tortura y le acarició el clítoris con la mano para hacerla cruzar el umbral, justo antes de que su erección se desinflara por completo y saliera huyendo de allí.

Después de depositarla de nuevo en el suelo, Trez tuvo que sostenerla porque sus rodillas se doblaron.

—Ay…, por Dios…, eres asombroso…, eres…

Ajá, sí, gracias, cariño. Lo único que a Trez le importaba ahora era cuánto tiempo le tomaría vestirse a aquella tía.

—Tú también, nena.

Trez se inclinó hacia un lado y recogió… ¿Acaso esto que parecía un sujetador era lo que ella usaba de camisa? ¿O sería esto un tanga?

—Ay, todavía no necesito mis leggins… ¿o sí?

¿Se ponía eso en las piernas? pensó Trez cuando levantó aquella tira de tela negra. Era difícil imaginar que eso le cubriera más que una mano, o tal vez uno de aquellos senos del tamaño de ensaladeras.

¿Quién le había quitado esas seudomedias? Él no, no creía haberlo hecho, pero tampoco podía recordarlo y no porque estuviera borracho. Toda esta sesión, al igual que las de los últimos años de su vida amorosa, no solo no era nada memorable, sino que lo mejor sería olvidarla deliberadamente.

Entonces, ¿por qué insistía en repetir la misma mierda una y otra vez?

Bueno, no había razón para sonar como iAm. Su hermano era más que capaz de echarle esa diatriba todas las malditas veces que estaban juntos.

—Papi, te quiero —dijo la tía, mientras se agarraba de los bíceps de Trez y se colgaba de él como si fuera un poste—. Esto me encanta.

—A mí también.

—¿Tú me quieres?

—Para siempre. —Trez miró hacia la puerta y deseó haber pensado en pedirle a alguien que viniera a golpearla—. Dame tu teléfono, ¿vale? Porque tengo que volver al trabajo.

Ahí la tía hizo el puchero de rigor y Trez sintió deseos de sacar sus colmillos y tumbar la pared a dentelladas para escapar de allí.

—Podríamos hacerlo otra vez —dijo ella, al tiempo que se ponía de puntillas para tratar de acariciarle el cuello con la nariz.

Cariño, si casi no pude hacerlo la primera…, pensó. Una repetición es anatómicamente imposible.

—Por favooooooor, papi… —Más caricias con la nariz. Luego se echó hacia atrás—. ¿Sí?

Trez abrió la boca, mientras sentía cómo la frustración afilaba su temperamento y su lengua…

Solo que, cuando la miró a los ojos, vio en ellos una emoción sincera que casi le hizo retroceder. Hablando de espejos…, sintió como si se estuviera mirando a sí mismo: triste. Vacío. Desarraigado.

Ella era media mujer.

Y él era medio macho.

Solo a ese nivel eran una pareja perfecta, dos pobres desgraciados que mendigaban sexo para tratar de conectar con los demás de una forma que solo garantizaba la continuación de su soledad.

—¿Por favor…? —suplicó ella de nuevo, como si se estuviera preparando para un fracaso más de una larga lista.

Mientras la observaba desde arriba, Trez se dio cuenta de que la había clasificado por su apariencia, pero como sucedía con todos los desconocidos, había una historia detrás del hecho de que ella hubiese terminado en un baño, fingiendo estar enamorada de un hombre que ni siquiera era un hombre.

Joder, ni siquiera era un vampiro normal.

Trez le acarició la mejilla con los nudillos y, cuando ella frotó la cara contra su mano, le susurró:

—Cierra los ojos…

Entonces se oyó un golpe en la puerta y, considerando la fuerza y la contundencia, Trez pensó que no era necesario que volvieran a golpear.

—¿Jefe? Tenemos problemas —se oyó que alguien decía a través de la puerta.

Era la voz del Gran Rob. Así que se trataba de un problema de seguridad y, si el guardia no había ido a buscar a Xhex, lo más probable es que ella no estuviera por alguna razón…, o quizás había sido la misma Xhex quien había pedido que buscaran a Trez.

La rubia levantó sus pestañas postizas, pero Trez no quería eso.

—Dame un segundo, G. R.

—Entendido, jefe.

—Cierra los ojos —volvió a decir Trez. Cuando la rubia obedeció, él se tranquilizó y dejó que el estruendo de la música del club se desvaneciera, al igual que el olor del pesado perfume que la tía llevaba puesto, y el dolor que tenía clavado en el pecho… Bueno, ese se quedó justo donde estaba, pero el resto de la realidad pareció asumir un perfil bajo.

Entonces Trez penetró en la mente de la rubia e hizo lo que su hermano le había pedido que hiciera: a diferencia de lo que había hecho con muchas de estas mujeres, esta vez Trez se tomó el tiempo de borrar de la memoria de la rubia el recuerdo de que habían estado juntos, desde la charla intrascendente que ella había comenzado junto al bar hasta el momento en que él la había traído aquí y la experiencia religiosa que acababa de tener.

iAm tenía razón. Si Trez hubiese tenido el cuidado de hacer esto las otras veces, no se habría metido en el lío que tenía ahora con esa otra tía. Y él y su hermano no habrían terminado teniendo que mudarse a la mansión de la Hermandad. Y esa hembra, Selena, no lo habría embelesado todavía más…

Volviendo a concentrarse en la rubia, Trez decidió no quedarse solo con la rutina de limpieza y borrado, y en lugar de dejar esos veintitantos minutos como un espacio en blanco, le inoculó a la rubia la fantasía que estaba persiguiendo: que había conocido a un tío que no le quitaba los ojos de encima y que habían tenido el sexo de su vida cinco veces en ese baño, antes de que ella decidiera que era demasiado buena para él.

Lo cual, en este nuevo marco mental, sería algo que iba a hacer con frecuencia.

Por último le introdujo la idea de que debería vestirse y volverse a maquillar. Y como regalo de último minuto, le agregó que iba a tener el mejor año —no, la mejor década— de su vida.

Trez salió del baño un momento después, con la

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