molesta si entro?
—Ah, claro. Quiero decir, sí, pasa. Bella está trabajando, así que tenemos privacidad. Pero tal vez quieras…
¡Piiiiiiiii!
—… saber por dónde pisas.
Wrath levantó su bota y el juguete que acababa de pisar se volvió a inflar con un silbido.
—Mierda, ¿lo he roto?
—De hecho, creo que es un juguete de perro. Sí, estoy seguro de que Nalla se lo quitó a George abajo. ¿Quieres que te lo devuelva?
—No, George tiene montones. Nalla puede quedárselo.
Cuando cerró la puerta, Wrath se dio cuenta de que cada uno estaba hablando de su bebé, solo que el de Wrath tenía cuatro patas y una cola.
Al menos no tenía que preocuparse porque George lo sucediera en el trono, o porque fuera ciego.
La voz de Z resonó desde el fondo de la habitación.
—Puedes sentarte a los pies de la cama si caminas recto unos cinco metros.
—Gracias.
Wrath no estaba particularmente interesado en sentarse, pero si se quedaba de pie, iba a querer pasearse y no pasaría mucho tiempo antes de que se estrellara con algo que no fuera un juguete.
En el rincón, Z le hablaba a su hija en voz baja y las palabras parecían seguir una especie de ritmo musical, como si fuera una cancioncilla. En respuesta se oyeron luego toda clase de gorjeos.
Y enseguida se oyó algo que resonó con aterradora claridad: «Papi».
Wrath se estremeció detrás de sus gafas y pensó que lo mejor era terminar con ese asunto.
—Beth quiere que hable contigo.
—¿Sobre?
Mientras pensaba en el Z que conocía tan bien, Wrath se imaginó al Hermano que parecía a punto de estallar y llevarse a media docena de cabrones con él: cabeza rapada, cicatriz en la cara, ojos que habían sido negros y opacos como los de un tiburón hasta que apareció Bella. Luego se habían vuelto amarillos, excepto cuando se ponía furioso, pero eso ya solo ocurría en el campo de batalla.
Z había cambiado muchísimo.
—¿La tienes en brazos? —preguntó Wrath.
Hubo una pausa.
—Tan pronto como logre atar este lazo en la espalda… Espera un segundo, mi niña. Muy bien, ya te puedes levantar. Tiene un vestido rosa que Cormia le hizo con sus propias manos. Detesto el rosa, excepto cuando lo veo en Nalla, pero por favor no le cuentes esto a nadie.
Wrath flexionó las manos.
—¿Y cómo es?
—¿No detestar totalmente el color rosa? Una mierda.
—Sí.
—No me digas que Lassiter ha estado metrosexualizándote a ti también. Oí que convenció a Manello de ir a hacerse una pedicura con él. Pero espero que sea solo un chisme.
Era difícil pasar por alto la facilidad con que estaba hablando el Hermano. Parecía realmente normal. Pero, claro, ahora tenía una familia, su shellan estaba a salvo y llevaba varios meses desapareciendo regularmente con Mary en el sótano.
Nadie sabía con precisión sobre qué hablaban allá abajo, pero todo el mundo se lo podía imaginar.
—De hecho, no sé por qué estoy aquí —dijo Wrath bruscamente.
Mentiroso.
Se oyeron pasos que se acercaban y luego un chirrido, como si el Hermano se hubiese sentado en una mecedora y hubiese empezado a balancearse. Al parecer a Nalla le gustaba lo que estaba pasando, porque Wrath oyó más gorjeos.
Un suave chillido sugirió que Z acababa de recoger otro juguete y trataba de mantenerla ocupada.
—¿Esto tiene que ver con el hecho de que Beth esté pasando tiempo con Layla?
—¿Acaso soy la única persona que no lo sabía?
—No sales mucho de tu despacho.
—Otra razón para no querer tener un bebé.
—Así que es cierto.
Wrath bajó la cabeza y deseó que sus ojos funcionaran para poder fingir que estaba inspeccionando algo. La colcha. Sus botas. Un reloj.
—Sí, Beth quiere tener un hijo. —Wrath sacudió la cabeza—. ¿Cómo hiciste tú? Dejar encinta a Bella, debías de estar aterrorizado con la idea.
—En este caso no lo planeamos. Ella entró en su periodo de fertilidad y, cuando las cosas se pusieron críticas… Quiero decir que yo tenía los medicamentos y eso. Le rogué que me dejara atenderla de esa forma. Pero al final hice lo que un macho hace para que su hembra logre salir al otro lado. El embarazo fue difícil, pero el momento del nacimiento fue lo que más me ha asustado en toda mi vida.
Y considerando que Z había sido un esclavo sexual durante muchos años, eso significaba realmente mucho.
—Después —dijo lentamente Z— no pude dormir durante unas buenas cuarenta y ocho horas. Ese fue el tiempo que me llevó convencerme de que Bella no se iba a desangrar y que Nalla estaba viva y así se iba a quedar. Demonios, quizás fue más bien una semana.
—¿Y valió la pena?
Hubo un largo silencio durante el cual Wrath estaba seguro de que Z se quedó contemplando la cara de su hija.
—Puedo decir que sí porque las dos sobrevivieron. Pero si las cosas hubieran sido distintas, mi respuesta sería diferente, incluso a pesar de lo mucho que quiero a mi hija. En todo caso, al igual que todos los machos enamorados, para mí Bella es la persona que está por encima de todo, incluso de mi hija.
Wrath hizo sonar los nudillos de un puño y luego empezó a apretar el otro.
—Creo que Beth tenía la esperanza de que me hicieras cambiar de opinión.
—No puedo hacerlo. Nadie puede…, así es como somos los machos enamorados. La persona con la que realmente necesitas hablar es Tohr. Yo llegué a esto por casualidad, y soy el cabrón con más suerte sobre la faz de la Tierra porque funcionó. Tohr, en cambio, sí lo decidió. Tuvo las pelotas de echar a rodar los dados, incluso a sabiendas de los riesgos que corría. Y luego su Wellsie terminó muerta de todas formas.
De repente, Wrath recordó aquel momento en que tuvo que bajar a la oficina del centro de entrenamiento a buscar al guerrero con toda la Hermandad detrás de él. Encontraron a Tohr sentado con John, con el teléfono en la oreja y un aura de desesperación que lo marcaba todo, desde su cara pálida, pasando por la manera como tenía agarrado el teléfono, hasta la forma en que su expresión se congeló cuando levantó la vista y los vio a todos ellos en la puerta.
Por Dios, parecía como si hubiera ocurrido ayer mismo. Aunque en el tiempo que había transcurrido desde entonces, Tohr se había apareado con Otoño y había seguido su camino, hasta donde podía hacerlo un macho.
Wrath sacudió la cabeza.
—No sé si puedo hablar de esto con Tohr.
Ahí hubo otro largo silencio, como si quizás Z estuviera pensando también en esa noche. Pero luego Zsadist dijo:
—Él es tu hermano. Si es capaz de hacerlo por alguien, sin duda lo hará por ti.
‡ ‡ ‡
Tan pronto como entró en el magnífico vestíbulo de la mansión, Beth frenó en seco.
Al principio no pudo identificar qué sería aquella pila de madera astillada que estaba debajo del arco que llevaba a la sala de billar. Pero luego el fieltro verde hecho jirones le dio una pista: era la mesa de billar. Parecía como si alguien la hubiera destrozado con una motosierra.
Beth se acercó entonces al arco y quedó boquiabierta.
Todo estaba destruido. Desde los sofás hasta las lámparas, desde la televisión hasta el bar.
—Él está bien —dijo entonces una voz masculina detrás de ella.
Dándose la vuelta, Beth levantó los ojos y se encontró con los ojos amarillos de Z. El Hermano llevaba a Nalla en sus brazos y la chiquilla iba vestida con un precioso vestido color rosa de cintura alta y una falda amplia que se le iba a quedar pequeña en un par de meses. Era una monada. Llevaba en los pies un par de merceditas blancas y, en la cabeza, un lazo blanco que mantenía en orden sus rizos multicolor.
Tenía los ojos amarillos, como los de su padre, pero la sonrisa era la misma de Bella, abierta, confiada y simpática.
Dios, era casi doloroso verlos. En especial porque Beth sabía cuál había sido la causa de la destrucción ocurrida en la sala de billar.
—Él me llamó —dijo Beth.
—¿Por eso viniste?
—De todas formas iba a hacerlo.
Z asintió.
—Bien. Anoche se montó un poco de lío.
—Evidentemente —dijo Beth, mirando por encima del hombro—. ¿Cómo pudisteis…?
—¿Detenerlo? Lassiter le disparó un dardo. Y se desplomó como una piedra, antes de quedarse profundamente dormido.
—No era eso lo que iba a preguntar, pero… sí. —Beth se frotó las manos frías—. Ah, ¿sabes dónde está?
—Me dijo que le pediste que hablara conmigo.
Mientras observaba a Z, Beth pensó en la primera vez que lo vio. Dios, era aterrador, y no solo por la cicatriz. Por aquel entonces tenía una mirada glacial, así como una energía letal que se clavaba en el fondo del pecho.
Pero ahora Z era como otro hermano para ella…, excepto cuando se trataba de Wrath. Para Z, Wrath siempre estaría por encima de todo.
Lo que podía aplicarse a todos los Hermanos. Y considerando lo que Wrath había hecho con el salón de billar, eso no era tan malo.
—Pensé que sería de ayuda. —Por Dios, qué disculpa tan tonta—. Lo que quiero decir es que…
—Ha ido a buscar a Tohr.
Beth cerró los ojos. Después de un momento, dijo:
—Yo no quiero nada de esto, ya lo sabes. Solo quiero que lo sepas.
—Te creo. Y yo tampoco os deseo nada de esto a vosotros.
—Tal vez logremos encontrar una salida. —Al girar hacia las escaleras, Beth sintió que la golpeaba una ola de cansancio tan pesada como una tonelada de ladrillos—. Escucha, si lo ves…, dile que subí a darme una ducha. Yo también he tenido un día largo.
—Vale.
Al pasar junto al Hermano, Beth se sorprendió cuando la mano de Z aterrizó en su hombro y le dio un apretón en señal de solidaridad.
Por Dios, hace un par de años nadie habría creído que ese guerrero podía ofrecerle a alguien algo distinto de un par de tiros en la cabeza. Y el hecho de que en este momento tuviera entre sus musculosos brazos a una bebé como las de los anuncios de Gerber, que observaba fijamente su cara marcada con absoluta adoración, también era increíble.
Como ver cerdos volando. O que el infierno se congelara. O ver a Miley Cyrus totalmente vestida.
—Lo siento —dijo ella con voz ronca, sabiendo que la pega de que los miembros de la Hermandad tuvieran una relación tan cercana era que todos se preocupaban verdaderamente por los demás.
Los problemas de uno eran los problemas de todos.
—Le avisaré de que has llegado a casa sana y salva —dijo Z—. Ve a descansar. Se te ve exhausta.
Beth asintió y empezó a subir las escaleras, arrastrando el cuerpo escalón tras escalón. Al llegar al segundo piso, se quedó mirando el estudio a través de las puertas abiertas.
El trono y el enorme escritorio parecían erguirse allí como monstruos, mientras que los antiguos grabados constituían una representación tangible de las líneas de sucesión que le habían servido a la raza durante ¿cuánto tiempo? Beth no lo sabía, ni lo adivinaba.
Tantas parejas que habían sacrificado a sus primogénitos para que ocuparan una posición que, por lo que ella había visto, no solo era desagradecida, sino francamente peligrosa.
¿Podría ella poner a un hijo suyo ahí?, se preguntó Beth. ¿Podría sentenciar a alguien a quien ella había contribuido a crear a una posición en la que su marido no hacía más que sufrir?
Obedeciendo un impulso, Beth cruzó el umbral del estudio, atravesó la alfombra de Aubusson y se paró frente a dos de los símbolos de la monarquía. Se imaginó a Wrath allí, con todo el papeleo y el trabajo, como un tigre atrapado en un zoológico, al que alimentaban bien y