cierto. Serías un padre maravilloso.
—Tal vez en otro universo.
—Entonces, ¿qué hacemos? —preguntó ella después de un momento.
Wrath se restregó los ojos. Joder, se sentía horrible.
—No sé. De verdad que no lo sé.
Cada uno había expresado su punto de vista tal como deberían haberlo hecho desde el principio. De manera razonable y tranquila.
De hecho, él era quien había tenido más problemas en ese campo, no ella.
—Lo siento —volvió a decir Wrath—. Yo sé que no es suficiente, pero no hay nada más que pueda…, joder, me estoy empezando a cansar de sentirme tan impotente.
—Tú no eres impotente —dijo ella con tono contundente—. Eso ya ha quedado bien claro.
Wrath soltó un gruñido en respuesta a eso.
—¿Cuándo vas a volver a casa?
—Ahora mismo. Puedo conducir, creo que aquí hay un coche extra.
—Espera a que anochezca.
—Wrath, ya hemos hablado de esto. No tengo ningún problema con la luz del sol. Además, ya son casi las cuatro y media. No queda mucha luz.
Al imaginársela al aire libre, a plena luz, Wrath sintió que el estómago le daba un vuelco, pero luego pensó en Payne acusándolo de ser un machista. Ante la angustia que representaba saber que su shellan estaba en peligro, era mucho más fácil decir: Te prohíbo que salgas. El problema era lo que eso le hacía a Beth.
La verdad era que no podía mantenerla en una jaula dorada, solo para no tener que preocuparse por su seguridad.
Y tal vez todo este asunto del embarazo era, para él, un estadio más profundo de esa misma cobardía…
—Está bien —se oyó decir entonces Wrath—. Bien. Te quiero.
—Yo también te quiero… Espera, Wrath. Antes de que te vayas…
—¿Sí? —Al ver que ella no decía nada, Wrath frunció el ceño—. ¿Beth? ¿Qué?
—Quiero que hagas algo por mí.
—Lo que sea.
Pasó un rato antes de que ella hablara. Y cuando terminó, Wrath cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás.
—¿Wrath? ¿Has oído lo que te he dicho?
Cada palabra. Desgraciadamente.
Wrath estaba a punto de negarse en redondo cuando pensó en lo que había sentido al despertar sin tenerla al lado.
—Está bien —dijo, apretando los dientes—. Sí, claro. Lo haré.
26
Mientras se miraba en el espejo de su vestidor, Saxton se arregló el lazo de la pajarita y apretó un poco más el nudo. Cuando lo soltó, la seda conservó perfectamente la forma y la simetría, como si fuera una mascota bien entrenada.
Luego dio un paso atrás, se alisó el pelo recién cortado, se puso su abrigo de cachemir Marc Jacobs, le dio un tirón a una manga y después a la otra, y estiró los brazos hasta que se vieron los gemelos por debajo de la chaqueta del traje.
No llevaba puestos los gemelos que tenían el escudo familiar.
Saxton ya no usaba nunca esos gemelos.
No, estos eran unos gemelos VCA de los años cuarenta, con zafiros y diamantes incrustados en una montura de platino.
—¿Me habré echado ya colonia? —se preguntó Saxton, mientras observaba los botes de Gucci, Prada y Chanel que se alineaban sobre una bandeja de espejo con asas de bronce—. ¿No lo sabéis ninguna?
Entonces se olió rápidamente una muñeca. Sí, debía de ser Égoïste, y se notaba que acababa de echársela.
Saxton dio luego media vuelta y cruzó el suelo de mármol color crema, hasta salir a su habitación completamente blanca. Al pasar junto a la cama, tuvo deseos de volver a alisarla, pero se dio cuenta de que se trataba de un impulso nervioso.
—Solo voy a revisar una cosa.
Entonces volvió a mullir los almohadones y reacomodó la manta en la misma posición en la que estaba cuando se había ido a vestir. Luego miró de reojo el reloj Cartier que estaba sobre la mesilla.
No tenía sentido seguir posponiendo las cosas.
Sin embargo, le echó una última mirada a la chaise longue blanca y a los sillones del mismo color. Inspeccionó las alfombras blancas de lana mohair. Se aseguró de que el Jackson Pollock que colgaba sobre la chimenea estuviera perfectamente equilibrado.
Esta no era su casa vieja, la casa victoriana en la que Blay había pasado una vez el día. Este era su nuevo hogar, una casa de una sola planta diseñada por Frank Lloyd Wright, que había comprado tan pronto como la pusieron a la venta solo porque le resultaba imposible no adquirirla. Quedaban muy pocas de esas.
Desde luego, había tenido que hacer una remodelación y una expansión clandestinas del sótano, pero los vampiros llevaban mucho tiempo aprendiendo a convivir con los humanos y sus incómodos inspectores, de modo que eso no era problema.
Después de revisar por segunda vez su Patek Philippe, se preguntó por qué seguía haciendo ese espantoso peregrinaje. Una y otra vez.
Era como una de esas horribles festividades que, por fortuna, no ocurrían con mucha frecuencia.
Cuando subió las escaleras, se dio cuenta de que estaba jugando una vez más con la pajarita. Al quitar el seguro de la puerta de arriba, salió a una elegante cocina de los años cuarenta, pero equipada con reproducciones totalmente funcionales y modernas de todos los electrodomésticos de la época.
Cada vez que caminaba por la casa, con sus muebles al estilo de Los Supersónicos y una ausencia absoluta de adornos, sentía como si estuviera de regreso en la época de la posguerra, y eso lo calmaba. A Saxton le gustaba el pasado. Le atraían las huellas de las distintas épocas. Le encantaba vivir en espacios tan auténticos como fuera posible.
Y la verdad es que no tenía intenciones de regresar pronto a la casa victoriana. No después de que él y Blay comenzaran su romance en ella.
Al salir por la puerta principal, el solo hecho de pensar en ese macho hizo que su corazón diera un salto y entonces se detuvo y se concentró en aquella sensación, en los recuerdos que le traía y en la forma como alteraba su presión sanguínea.
Después de que Blay y él cortaran, por iniciativa suya, había leído mucho sobre el duelo y el dolor. Las etapas. El proceso. Y lo curioso es que el mejor recurso que había encontrado había sido un librito sobre cómo superar la pérdida de una mascota. Contenía preguntas que se suponía que debías responder acerca de qué te había enseñado tu perro, o qué era lo que más echabas de menos de tu gato, o cuáles habían sido los momentos preferidos con tu cacatúa.
Saxton no estaba dispuesto a admitírselo a nadie, pero había respondido cada pregunta en su diario pensando en Blay y eso le había ayudado. Hasta cierto punto. Todavía seguía durmiendo solo, y aunque había tenido relaciones sexuales, eso solo había aumentado su dolor, en lugar de acabar de borrar el recuerdo de su antiguo amante.
Pero las cosas habían mejorado. Al menos ahora tenía un sistema de funcionamiento que era casi normal; Saxton todavía recordaba que estuvo como muerto las primeras dos noches. Ahora, sin embargo, tenía una costra sobre la herida y podía comer y dormir. Todavía había cosas que le disparaban la tristeza, claro, por ejemplo cada vez que se encontraba con Blay o Qhuinn.
Era tan difícil alegrarte por la persona que amabas… cuando él estaba con otra persona.
Sin embargo, como todas las cosas de la vida, había unas que podías cambiar y otras que no.
Y a propósito de eso…
Saxton cerró los ojos, se desmaterializó y volvió a tomar forma en un jardín cubierto de nieve que era casi tan grande como un parque de la ciudad, y que estaba igual de bien mantenido. Pero, claro, su padre odiaba ver cualquier cosa que no estuviera en orden: las plantas, el césped, los objets d’art, los muebles…, los hijos. La mansión que estaba más allá tenía unos mil cuatrocientos metros cuadrados, con diferentes alas que habían sido agregadas a lo largo de los años por distintas generaciones de humanos. Mientras la contemplaba a través de la noche invernal, Saxton recordó con exactitud la razón por la cual su padre había comprado esa propiedad cuando algunos alumnos se la dejaron al Union College. La casa representaba un trozo del Viejo Continente en el Nuevo Mundo, un hogar lejos de la madre patria.
Su padre era muy tradicional, y había disfrutado con ese regreso a las raíces. Aunque en realidad nunca las hubiera dejado atrás.
Al acercarse a la entrada principal, las lámparas de gas situadas a cada lado de la puerta inmensa titilaron, arrojando una luz antigua sobre los grabados en piedra que habían sido hechos en realidad en el siglo XIX, como parte de una recreación del estilo gótico. Al detenerse, Saxton pensó que tal vez no tenía necesidad de tocar la campana, porque los empleados debían de estar esperándolo. Ellos, al igual que su padre, siempre se afanaban en recibirlo y despedirlo de la casa, como si fuera un documento que hubiera que procesar, o una comida que hubiera que servir y consumir rápidamente.
Sin embargo, esta vez nadie abrió la puerta antes de tiempo.
Saxton se inclinó hacia delante y tiró de una cadena de hierro envuelta en una tela de terciopelo que generaba el sonido de una campana.
Pero no hubo respuesta.
Saxton frunció el ceño, dio un paso atrás y miró hacia un lado, pero no pasó nada. Había demasiados arbustos para poder ver a través de alguna de las ventanas de vidrieras en forma de diamante.
Estar atrapado fuera de la casa era todo un testimonio de la relación que tenía con su padre, pensó Saxton. El macho le pedía que viniera en su cumpleaños, pero lo dejaba fuera, en medio del frío.
De hecho, Saxton había decidido que su existencia era ahora una declaración de odio a su padre. Según entendía, Tyhm siempre había querido tener descendencia, específicamente un hijo. Le había pedido a la Virgen Escribana que le enviara uno. Y sus plegarias fueron escuchadas.
Desgraciadamente, había habido una condición que resultó ser toda una prueba.
Mientras decidía si tocaba la campana de nuevo, el mayordomo abrió la puerta. La cara del doggen parecía tan gélida como siempre, pero el hecho de que el mayordomo no le hiciera una venia al único hijo de su amo era toda una declaración acerca de su opinión sobre la persona a la que estaba a punto de dejar entrar a la casa.
Las cosas no siempre habían sido así. Pero su madre había muerto y luego se había sabido su pequeño secreto…
—Su padre está ocupado en este momento. —Eso fue todo. Nada de: «¿Me permite su abrigo, señor, por favor?». O: «¿Cómo se encuentra?». O incluso: «En verdad, la noche está muy fría».
El mayordomo no estaba dispuesto a concederle ni siquiera una conversación sobre el tiempo.
Lo cual estaba bien. Porque, de todas maneras, Saxton siempre había odiado al doggen.
Cuando el mayordomo se hizo a un lado y clavó la mirada en la pared que estaba frente a él, caminar frente a esos ojos fue como atravesar una alambrada electrificada, aunque al menos Saxton estaba acostumbrado a eso. Y sabía perfectamente a dónde ir.
El salón de las damas se encontraba a mano izquierda y, al entrar al cuarto lleno de adornos, Saxton metió las manos en los bolsillos de su abrigo. Las paredes color lavanda y la alfombra de tono amarillo verdoso creaban un ambiente alegre y luminoso, y la verdad era que, aunque el hecho de hacerlo seguir al salón de las damas tenía la intención de insultarlo, Saxton prefería de todo corazón ese salón a aquel forrado en madera que usaban los caballeros y que estaba al otro lado del vestíbulo.
Su madre había muerto hacía unos tres años, pero el salón no era ningún altar