taza de té al lado de una tetera, un trozo de pan mordisqueado.
Eran cosas muy prosaicas, pero el hecho de que ella las hubiese reunido allí, que las hubiese tocado, las elevaba a las alturas del valor: ella era la alquimia que lo transformaba todo, incluso a él, en oro.
—Wrath, debemos irnos.
—No quiero. Aquí es donde deseo estar.
—Pero vuestra corte os espera.
Wrath dijo algo deshonroso que esperaba que se hubiese quedado entre los pliegues de terciopelo del vestido, pero considerando la forma como ella se rio enseguida, Wrath comprendió que no había sido así.
Y ella tenía razón, claro. Había muchas personas reunidas que esperaban su presencia.
Malditos todos.
Wrath se puso de pie, le ofreció el brazo a su amada y, después de que ella se agarrara de él, los dos salieron de la recámara y recorrieron el pasillo bordeado de guardias. Un poco después, descendieron por una escalera de caracol y, mientras lo hacían, el ruido de la aristocracia reunida se volvía cada vez más fuerte.
Al acercarse al gran salón, ella se apoyó todavía más en él y él infló el pecho, mientras su cuerpo crecía en estatura como resultado de la confianza que ella tenía en él. A diferencia de tantos cortesanos, que querían ser totalmente dependientes, su Anha siempre había mantenido un cierto decoro orgulloso, de modo que, cuando ocasionalmente ella parecía necesitar de la fuerza de él, Wrath sentía aquello como un regalo especial para su masculinidad.
No había nada que lo hiciera sentir con más agudeza su sexo masculino.
A medida que la cacofonía se hacía tan fuerte que se tragaba el ruido de sus pasos, Wrath se inclinó para decirle al oído:
—Deberíamos despedirlos temprano.
—Pero Wrath, deberíais aprovisionaros de…
—De vos —le dijo él, cuando se acercaban a la última curva—. De vos es de quien debería aprovisionarme.
Al ver que ella se ruborizaba, él se rio entre dientes y se sorprendió deseando fervientemente el próximo regreso a sus habitaciones privadas.
Al tomar el último giro, él y su shellan llegaron ante un par de puertas dobles destinadas solo al uso real y dos Hermanos se adelantaron para saludarlos de manera formal.
Querida Virgen Escribana del Ocaso, Wrath detestaba estas reuniones de la aristocracia.
Cuando las trompetas anunciaron su llegada, las puertas se abrieron de par en par y los cientos de asistentes que se encontraban allí reunidos guardaron silencio, mientras sus coloridos vestidos y sus resplandecientes joyas rivalizaban con los frescos del techo y el suelo de mosaico que pisaban sus escarpines de seda.
Wrath recordaba cómo lo impresionaba aquel gran salón y la elegancia de la aristocracia cuando su padre todavía estaba vivo. Pero ahora ni siquiera la inmensidad del salón, tan grande como un coto de caza, ni sus dos chimeneas gigantes, dentro de las que cabría la vivienda de un civil, le despertaban aquella ilusión de grandeza y honor.
Un tercer miembro de la Hermandad habló entonces con voz de trueno.
—Su Majestad, Wrath, hijo de Wrath, soberano de todo lo que se halla dentro y fuera de los territorios de la raza, y la reina Anha, amada hija de sangre de Tristh, hijo de Tristh.
El aplauso obligado estalló enseguida entre la concurrencia y rebotó contra los muros. Y luego llegó el momento de la respuesta real. Según la tradición, el rey nunca debía bajar la cabeza ante ningún ser vivo, de manera que era el deber de la reina mostrar agradecimiento a la concurrencia haciendo una reverencia.
Su Anha hizo entonces lo que le correspondía con una gracia y un aplomo sin par.
Luego fue el turno de la concurrencia de dar fe de su lealtad mediante reverencias, en el caso de los machos, y genuflexiones, en el de las hembras.
Y ahora, después de las formalidades generales, Wrath debía acercarse a la fila de cortesanos para saludarlos uno por uno.
Mientras caminaba hacia la fila, Wrath pensó que no recordaba en qué festival estaban, ni sabía qué página del calendario o fase de la luna estaban celebrando. La glymera era capaz de inventarse millones de razones para congregarse, la mayor parte de las cuales parecían bastante inútiles, considerando que siempre se presentaban los mismos individuos.
La ropa sí era siempre distinta, claro. Y las joyas que llevaban las hembras.
Y entretanto, mientras allí se preparaban y se consumían cenas deliciosas, y a cada paso los asistentes intercambiaban pullas y ofensas entre ellos, había temas de importancia de los cuales sí debían ocuparse: por ejemplo, el sufrimiento del pueblo debido a la sequía, o la invasión del territorio por parte de los humanos, o las agresiones de la Sociedad Restrictiva. Pero la aristocracia no se preocupaba por esos temas. En su opinión, esos eran problemas que debía afrontar principalmente la chusma anónima.
Al contrario de lo que aconsejaban las leyes más básicas de la supervivencia, la glymera despreciaba el valor de la población que cultivaba la comida que consumían, que construía las casas en las que vivían y que cosía la ropa con que cubrían sus cuerpos…
—Vamos, mi amor —susurró Anha—. Vamos a saludar.
Curioso, parecía que Wrath se había detenido sin darse cuenta.
Cuando volvió a moverse, Wrath clavó sus ojos en Enoch, quien siempre estaba al frente de la fila de machos vestidos con túnicas grises.
—Salud, Majestad —dijo el macho, con tono de maestro de ceremonias—. Y también para vos, mi reina.
—Enoch. —Wrath miró a los cortesanos. Los doce machos estaban organizados en orden de jerarquía y, en ese sentido, el último de la fila apenas estaba saliendo de su transición y provenía de una familia de muy buen linaje pero escasos medios económicos—. ¿Cómo os encontráis?
No es que le importara, claro. Wrath estaba más interesado en saber quiénes de aquellos aristócratas habían contrariado a su amada. Seguramente había sido uno de ellos, si no todos. Ella no tenía damas de compañía, según su propio deseo, de modo que estas eran las únicas figuras con las cuales tenía contacto en la corte.
Qué sería lo que habían dicho. Quién lo habría dicho.
Con gran disgusto y agresividad, Wrath siguió el orden de la fila y saludó a cada uno de acuerdo con el protocolo. En efecto, esta antigua secuencia de saludos privados en medio de una reunión pública era una forma de reconocer y reafirmar la posición de los consejeros dentro de la corte, una declaración de su importancia.
Wrath todavía podía recordar a su padre haciendo exactamente lo mismo. Solo que su padre sí parecía valorar las relaciones con los cortesanos.
En especial esa noche, el hijo no se sentía similar al padre.
¿Quién había…?
Al principio Wrath pensó que su amada se había tropezado y por eso le había apretado más el brazo. Pero resultó que no había tropezado, en realidad había perdido el equilibrio.
Todo el equilibrio.
La sensación de presión en el brazo lo hizo girarse para mirar y ahí fue cuando vio lo que sucedía. La forma vital de su shellan se desvanecía y se precipitaba hacia el suelo.
Mientras gritaba, Wrath trató de agarrarla, pero no fue lo suficientemente rápido.
Mientras la concurrencia contenía la respiración, Anha se desplomó sobre el suelo, mirándolo fijamente pero sin ver nada, con una expresión tan vaga como un espejo en el cual nadie se mira y la piel todavía más pálida de lo que la tenía en la recámara.
—¡Anha! —gritó Wrath, al tiempo que se agachaba para atenderla—. ¡Anha!
18
Sola se despertó sobresaltada, con la cara contra el frío suelo de cemento y el cuerpo en una posición poco natural. Cuando se dio la vuelta para quedar bocarriba, su cerebro evaluó su situación en un segundo: se hallaba en un celda con tres sólidas paredes y barras en la cuarta pared. No había calefacción, ni ventana, solo una luz diminuta arriba y un inodoro de acero inoxidable.
Tampoco había nadie más en la celda, ni ningún guardia a la vista.
Luego evaluó la situación de su cuerpo: tenía fuertes punzadas en la nuca y la frente, pero eso no era ni remotamente tan malo como el dolor que sentía en la pierna. El cabrón con la marca de nacimiento en la cara le había disparado quince centímetros por encima de la rodilla; el hecho de que pudiera levantar la pantorrilla del suelo sugería que no le había dado en el hueso, pero aun así era muy doloroso. La sensación ardiente, unida a las palpitaciones, era suficiente para producirle náuseas.
Silencio.
Al otro extremo del sótano, en la pared, había un par de cadenas incrustadas dentro del cemento, y las esposas que colgaban del extremo eran toda una promesa del horror que seguramente la esperaba.
Bueno, eso y las manchas que había alrededor de las cadenas.
Ninguna cámara de seguridad a la vista. Pero, claro, Benloise era cauteloso. Quizás usaba la cámara de un teléfono para volver a ver su propia versión de la película.
Sin saber cuánto tiempo tenía, Sola se puso de pie…
—¡Mierda!
Apoyar el peso del cuerpo en la pierna derecha era como agarrar un atizador y clavarlo en la herida.
Tendría que evitarlo.
Al ver el inodoro, que estaba más o menos a un metro y medio, Sola volvió a maldecir. Esa pierna iba a ser una terrible desventaja táctica, porque era difícil no caminar arrastrándola como si fuera un zombi, lo cual no solo hacía ruido, sino que la volvía infinitamente más lenta.
Tratando de ser silenciosa, usó el inodoro pero no tiró de la cadena. Luego regresó al lugar donde estaba inicialmente. No le parecía necesario comprobar la firmeza de los barrotes ni verificar que la puerta estuviese trancada.
Benloise no era ningún chapucero y no contrataría a ningún estúpido.
Su única oportunidad era tratar de superar al guardia que tenía el arma, pero no tenía ni idea de cómo podría hacerlo. A menos que…
Sola se volvió a acostar en el suelo y adoptó exactamente la misma posición en que se había despertado. Luego cerró los ojos y se distrajo un momento con los latidos de su propio corazón.
Parecía que se le fuera a salir del pecho.
En especial cuando pensaba en su abuela.
Ay, Dios, no podía terminar sus días ahí. Y no de esa manera, esto no era una enfermedad ni un accidente automovilístico. Esto iba a implicar una gran cantidad de sufrimiento infligido de forma deliberada. ¿Y después? Benloise era la clase de enfermo capaz de enviarle a su abuela un pedazo de su cuerpo para que lo enterrara.
Aunque la receptora del horror fuera totalmente inocente.
Al pensar en su abuela recibiendo solo una mano o un pie para ponerlo en el ataúd, Sola sintió que sus labios empezaban a moverse por voluntad propia.
Dios, por favor permíteme salir de esto viva. Por el bien de vovó. Solo déjame sobrevivir a esto y te prometo que abandonaré esta vida. Me llevaré a mi abuela a un lugar seguro y nunca, jamás, volveré a hacer nada malo.
A lo lejos, Sola oyó el sonido metálico de una puerta que alguien estaba abriendo y luego un murmullo.
Mientras se obligaba a respirar regularmente, observó a través del velo que formaba su pelo y aguzó el oído, al tiempo que las pisadas se acercaban.
El hombre que bajó por las escaleras era el que tenía una enorme marca de nacimiento oscura en la cara. Vestido con pantalones negros de combate y una camiseta sin mangas, parecía estar muy molesto.
—… maldito idiota, ¡cómo se le ocurre morirse! Al menos así ya no tengo que oír sus gilipolleces…
Sola cerró los ojos… y oyó otro ruido metálico.
De repente la voz del hombre resonó mucho más cerca.
—Despierta, perra.
Sola sintió unas manos bruscas que la giraron para ponerla bocarriba y necesitó de todo su autocontrol para no