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  2. El rey
  3. Capítulo 32
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hembra en cuestión? Ella puede venir aquí a la hora que le resulte más conveniente, o yo podría hacerle una visita a domicilio…

—Sesenta kilos —dijo V—. Y se acabó la charla. Tráenos los medicamentos para que podamos irnos de aquí.

Mientras Havers se tropezaba con sus propios pies al salir de la sala, Wrath echó la cabeza hacia atrás hasta tocar la pared de yeso que no sabía que tenía detrás.

—¿Vas a contarme ya qué diablos pasa? —preguntó su hermano—. Porque en este momento estoy sacando muchas conclusiones y eso no tendría que hacer falta ya que podrías simplemente contestar a mi maldita pregunta.

—Beth ha estado pasando mucho tiempo con Layla.

—Porque ella quiere…

—Un hijo.

Una corriente de tabaco turco llegó hasta la nariz de Wrath, lo cual sugería que el Hermano acababa de darle una buena calada a su cigarro.

—Entonces, ¿te mantienes firme en lo de no querer tener hijos?

—Nunca.

—Amén. —De repente Wrath sintió que las botas de V empezaban a caminar por la habitación y, joder, cómo lo envidiaba por poder hacer lo mismo—. No es que no respete a Z y a su maravillosa bebita. Gracias a esas dos hembras, él parece casi normal, lo cual es un milagro en sí mismo. Y lo vuelve muy poderoso. Pero esa mierda no es para mí. Y, gracias a Dios, Jane piensa igual.

—Sí, gracias a Dios.

—Pero ¿Beth no es de la misma opinión?

—No. Ni de lejos.

Wrath se restregó la frente. Por un lado, era genial tener a alguien que estuviera de acuerdo con él en el tema de no tener hijos, eso hacía que se sintiera menos cruel con su Beth y no sintiera que estaba equivocado. Pero por el otro, ese acuerdo entre Vishous y Jane le producía una gran envidia. No es que Wrath le deseara mal a Vishous, de ninguna manera. Pero envidiaba la comodidad de su posición.

Mientras su Hermano se paseaba y fumaba, y los dos esperaban a que Havers regresara con los calmantes…, Wrath pensó por alguna razón en sus padres.

Los recuerdos que tenía de su madre y su padre eran de ensueño. Bueno, estaban en el Viejo Continente y vivían en un castillo medieval, pero sí, esos dos tenían una relación perfecta. Nada de discusiones, ni rabia, solo amor.

Nunca se había interpuesto nada entre ellos. Ni el trabajo de su padre, ni la corte en la que vivían, ni la ciudadanía a la que servían.

Perfecta armonía.

Ese era otro estándar del pasado que Wrath sencillamente no había podido alcanzar…

V dejó escapar entonces un extraño sonido, parte jadeo, parte maldición.

—¿Te has tragado el humo? —le preguntó Wrath con sarcasmo.

A su lado, la silla en la que Havers se había sentado no crujió esta vez, sino que estuvo a punto de desbaratarse, como si V hubiera dejado caer todo su peso sobre ella sin consideración.

—¿V?

Cuando el Hermano contestó por fin, habló con una voz profunda y muy baja.

—Te veo…

—No, no, no —estalló Wrath—. No quiero saberlo, V. Si estás teniendo una de tus visiones, no me digas qué…

—… de pie en un campo blanco. Blanco, el blanco te rodea…

¿El Ocaso? Ah, menuda mierda.

—Vishous…

—… y estás hablando con…

—¡Oye! ¡Cabrón! Siempre te he dicho que no quiero saber cuándo voy a morir. ¿Me oyes? No quiero saberlo.

—… la cara en los cielos.

—¿Tu madre? —La verdad es que la Virgen Escribana había estado bastante desaparecida últimamente—. ¿Es tu madre?

Mierda, no quería estimular esto.

—Escucha, V, tienes que salir de ahí. No soy capaz de soportarlo, tío.

Se oyó una maldición entre dientes, como si el Hermano estuviera recuperando la compostura.

—Lo siento, cuando tengo una visión tan repentina es difícil detenerse.

—Está bien. —Aunque no era cierto. En absoluto.

Porque el problema con las premoniciones de Vishous, aparte del hecho de que siempre tenían que ver con la muerte de la persona, era que no tenían coordenadas temporales. Lo que V veía podía suceder la semana siguiente. O el año próximo. O dentro de siete siglos.

Si Beth moría…, él no querría vivir…

—Lo único que puedo decir es —dijo V y volvió a exhalar— que veo que el futuro está en tus manos.

Bueno, al menos eso era algo genérico y evidente, como los horóscopos de las revistas: la clase de cosa que cualquiera podía leer y sentir que se aplicaba a su vida.

—Hazme un favor, V.

—¿Qué?

—No veas nada más sobre mí.

—No depende de mí, ya lo sabes.

Muy cierto. Al igual que nuestro futuro.

Pero la buena noticia fue que… ya no tendría que preocuparse por el periodo de fertilidad de Beth. Pues gracias a aquella miserable visita, iba a poder ocuparse de ella cuando este llegara.

Sin correr el riesgo de dejarla embarazada.

17

Año 1664

–¿Leelan?

Al ver que no obtenía respuesta, Wrath, hijo de Wrath, volvió a golpear en la puerta de su recámara.

—¿Leelan? ¿Puedo entrar?

Siendo rey, Wrath no esperaba nunca por nadie ni había nadie a quien él le permitiera hacerlo esperar.

Excepto a su preciosa compañera.

Y esa noche, que era noche de celebración, ella había querido arreglarse en privado y le había dicho que solo lo dejaría entrar cuando estuviese lista para ser vista y adorada. Era totalmente encantador, al igual que la manera en que olía el espacio que compartían como pareja, gracias a los aceites y lociones que ella se había aplicado. Incluso un año después de su unión, ella todavía bajaba los ojos y sonreía en secreto cuando él la admiraba. Y por eso Wrath adoraba despertar cada crepúsculo al lado de ella y luego acostarse a descansar al alba junto al hermoso y tibio cuerpo de su compañera.

Pero esta noche ocurría algo diferente.

¿Cuándo se terminaría esta espera?

—Entrad, mi amor —se oyó a través de las pesadas puertas de roble.

Wrath sintió que su corazón daba un salto. Después de girar la cerradura, abrió los paneles con el hombro… y ahí estaba ella. Su amada.

Anha estaba al fondo de la habitación, junto al hogar, que era lo suficientemente grande como para alojar a un adulto de pie. Sentada a su tocador, que Wrath había situado junto al fuego para asegurarse de que ella no tuviera nunca frío, Anha le estaba dando la espalda y su largo pelo negro caía en gruesas ondas desde los hombros hasta la cintura.

Wrath respiró profundamente y el olor de su amada le pareció más importante que el oxígeno que llenaba sus pulmones.

—Oh, estáis preciosa.

—Pero si aún no me habéis visto bien…

Wrath frunció el ceño al sentir el tono agudo de la voz de ella.

—¿Hay algo que os esté afligiendo?

Su shellan se giró para mirarlo.

—Nada. ¿Por qué preguntáis?

Estaba mintiendo. Su sonrisa era una versión desvanecida del resplandor que normalmente irradiaba, aparte de que tenía la piel muy pálida y los ojos un poco tristes.

Mientras caminaba sobre las alfombras de piel, Wrath sintió miedo. ¿Cuántas noches hacía que Anha había tenido su periodo de fertilidad? ¿Catorce? ¿Veintiuna?

A pesar del riesgo que implicaba para ella, ellos habían rogado fervorosamente por concebir un hijo, y no solo por tener un heredero, sino por tener un hijo o hija al que los dos amaran y educaran.

Wrath se arrodilló ante su leelan y recordó la primera vez que lo había hecho. Había tenido mucha razón al aparearse con esta hembra, y era todavía más acertado poner su corazón y su alma en sus gentiles manos.

Ella era la única en la que podía confiar.

—Anha, decidme la verdad. —Wrath le acarició la cara y de inmediato retiró la mano—. ¡Estáis helada!

—No, no lo estoy. —Ella lo apartó y dejó el cepillo sobre la cómoda al tiempo que se ponía de pie—. Estoy vestida con el terciopelo rojo que os gusta. ¿Cómo podría estar fría?

Por un momento, Wrath casi olvida sus preocupaciones. Ella era toda una aparición, vestida con aquel color rojo profundo, mientras los hilos de oro de su corpiño atrapaban la luz del fuego al igual que lo hacían sus rubíes: en efecto, Anha llevaba puesto esa noche el aderezo de rubíes completo y las piedras brillaban en sus orejas, su cuello, sus muñecas y sus manos.

Y, sin embargo, a pesar de lo resplandeciente que estaba, algo no cuadraba.

—Por favor, levantaos, mi hellren —le ordenó ella—. Y procedamos a bajar a las festividades. Todo el mundo os está esperando.

—Pues que esperen un rato más. —Wrath no tenía intenciones de moverse—. Anha, por favor, decidme: ¿qué sucede?

—Os preocupáis demasiado.

—¿Acaso habéis sangrado? —le preguntó Wrath con voz tensa. Lo cual significaría que no había quedado encinta.

Anha puso una delicada mano sobre su vientre.

—No, y me siento… perfectamente bien. De verdad.

Wrath entrecerró los ojos. Desde luego, había otro tema que podía estar afligiéndola.

—¿Alguien ha sido cruel con vos?

—Nunca.

En eso no cabía duda de que estaba mintiendo.

—Anha, ¿acaso creéis que hay algo que escape a mi conocimiento? Soy muy consciente de lo que sucede en mi corte.

—No os preocupéis por esos tontos. Yo no lo hago.

Wrath la amaba por su resistencia. Pero la valentía de Anha era innecesaria; si pudiera averiguar quién la estaba atormentando, él se encargaría de ponerle fin a aquello.

—Creo que debería volver a ocuparme de los rumores.

—No digáis nada, mi amor. Lo hecho, hecho está, y ya no podemos echar para atrás la presentación. Tratar de silenciar todas las críticas o comentarios sobre mí haría que la corte se volviera un desierto.

Todo había empezado la noche en que la llevaron ante él. Wrath no había seguido el protocolo establecido y, a pesar del hecho de que los deseos del rey imperaban sobre el territorio y todos sus vampiros, hubo unos cuantos que no estuvieron de acuerdo con muchas cosas. Que él no la había desvestido. Que le había entregado el aderezo de rubí y el anillo de la reina… y luego había realizado la ceremonia de apareamiento él mismo. Que la había instalado de inmediato en su recámara privada…

Sus críticos no se calmaron lo más mínimo cuando Wrath accedió a realizar una ceremonia pública. Y un año después, todavía no querían a su compañera. Nunca eran groseros con ella cuando estaban en presencia de él, claro, y Anha se negaba a decir ni una palabra sobre lo que ocurría a espaldas del rey.

Pero el olor de la ansiedad y la depresión de su compañera era una sensación bien conocida por Wrath.

En realidad, el tratamiento que la corte le daba a su amada lo llenaba de tanta rabia que a veces recurría a la violencia y había creado una disputa entre él y todos los que lo rodeaban. Ahora Wrath sentía que no podía confiar en nadie. Ni siquiera en la Hermandad, que se suponía que era su guardia privada y estaba compuesta por machos en los que debía confiar por encima del resto. Pero Wrath sospechaba incluso de ellos.

Anha era lo único que tenía.

Entonces Anha se inclinó sobre él, puso sus manos sobre el rostro del rey y dijo:

—Wrath, mi amor —le susurró, al tiempo que le estampaba un beso en los labios—. Vamos al festival.

Él le agarró los brazos y la miró. Los ojos de ella eran como pozos en los que uno se podía ahogar, y el único temor del rey en esta vida mortal era que algún día esos ojos dejaran de estar ahí para mirarse en ellos.

—Ya no penséis más —le rogó su shellan—. Nada me va a suceder ni ahora ni nunca.

Entonces Wrath la acercó a él y giró la cabeza para apoyarla contra el vientre de ella. Mientras las manos de Anha se hundían entre su pelo, Wrath estudió la mesa del tocador. Cepillos, peines, frasquitos de colores para sus labios y sus ojos, una

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