favor, tienes que irte.
Trez arqueó la espalda contra las almohadas y su magnífico pecho se apretó, mientras que las venas de su cuello brotaron un poco más.
—Por favor.
Era evidente que estaba sufriendo, y que ella era, de alguna manera, la causa.
Selena se arregló nerviosamente la túnica mientras se ponía de pie y, haciendo una extraña venia, bajó la cabeza.
—Claro.
Luego salió del dormitorio y cerró la puerta, aunque no recordaba haberlo hecho, y terminó en el pasillo, a medio camino entre la bóveda cerrada que llevaba a las habitaciones privadas de la Primera Familia y las escaleras que la llevarían de regreso al segundo piso…
Y al minuto siguiente, estaba de nuevo en el Santuario.
Lo cual era una sorpresa, en realidad. Por lo general cuando terminaba de prestar su servicio en la Tierra, regresaba al norte, a la casa de campo de Rehvenge. Disfrutaba mucho de la biblioteca de la casa, con sus ficciones y esas biografías que eran igual de interesantes, aunque menos invasivas, que los volúmenes que podía consultar en el Santuario.
Pero algo en su interior la había hecho regresar a su antiguo hogar.
Qué distinto estaba, pensó, mientras miraba a su alrededor. El Santuario ya no era un bastión monocromático; ahora solo los edificios, construidos en prístino mármol, eran blancos. Todo lo demás resplandecía con colores, desde el verde esmeralda del césped, pasando por el amarillo y el rosa y el púrpura de los tulipanes, hasta el azul pálido de los baños. Pero la disposición era la misma. El templo privado del Gran Padre seguía estando cerca de los claustros de las escribientes y la enorme biblioteca de mármol, y también de la entrada cerrada a los cuarteles privados de la Virgen Escribana. A lo lejos se encontraban los dormitorios donde las Elegidas reposaban y tomaban sus comidas, y al lado, los baños y la piscina. Y luego, enfrente de todo aquello, estaba el inmenso tesoro con sus objetos y rarezas, y sus contenedores llenos de piedras preciosas.
Ah, qué ironía. Ahora que el color complacía los ojos por todas partes, todo estaba desierto, pues las Elegidas habían abandonado el nido para extender sus alas.
Nadie tenía ni idea de dónde estaba la Virgen Escribana, y nadie se atrevía tampoco a preguntar.
Su ausencia era a la vez extraña y desconcertante. Pero también resultaba agradable.
Cuando Selena empezó a caminar, parecía evidente que tenía un destino en mente, pero a nivel inconsciente. Al menos eso no era inusual. Ella siempre había sido muy introvertida, por lo general porque estaba pensando en lo que había visto en los cuencos o lo que había leído en aquellos volúmenes encuadernados en cuero.
Sin embargo, esta vez no estaba reflexionando sobre la vida de los otros.
El macho de piel oscura era…, bueno, no parecía haber suficientes palabras para describirlo, a pesar del extenso vocabulario que poseía Selena. Y las imágenes de lo que acababa de suceder en su habitación eran como el color aquí arriba: una revelación de belleza.
Mientras pensaba obsesivamente en aquel macho, Selena siguió caminando: pasó frente al centro de las escribientes, al lado del jardín de los dormitorios y siguió incluso más allá, hasta acercarse a la frontera boscosa que te devolvía mágicamente al mismo lugar por el que habías entrado.
Solo se dio cuenta del lugar al que la habían llevado sus pies cuando ya era demasiado tarde.
El cementerio secreto estaba en medio de pérgolas que lo rodeaban por todas partes y el montículo se encontraba deliberadamente oculto a la vista por una red de hojas tan verdes y espesas como un jardín vertical. La entrada estaba cerrada por un arco envuelto en una enredadera de rosas y el sendero de gravilla que serpenteaba hasta el interior tenía apenas anchura para que pasara una persona.
Selena no tenía intención de entrar…
Pero sus pies rompieron esa promesa por su propia voluntad, siguiendo adelante como si fueran los criados de un propósito desconocido.
Dentro del confín de los árboles, el aire parecía tan tibio como siempre, pero aun así Selena sintió un estremecimiento.
Entonces se abrazó a sí misma y pensó en cuánto odiaba ese lugar, pero especialmente la quietud de los monumentos: desde tarimas de piedra blanca, varias formas femeninas aparecían en distintas poses, y sus elegantes brazos y piernas adoptaban diferentes posiciones alrededor de sus cuerpos desnudos. La expresión de las estatuas era serena, mirando el mundo con sus ojos estáticos desde el Ocaso y sonriendo con nostalgia.
Selena volvió a pensar en el macho. Parecía tan vivo en aquella cama. Tan vital.
¿Por qué había venido ahí? ¿Por qué, por qué, por qué…, al cementerio…?
Selena sintió que las rodillas se le doblaban al tiempo que su corazón estallaba en lágrimas y empezaba a llorar, y sus sollozos eran tan lastimeros que le herían la garganta.
Fue ahí, a los pies de sus hermanas, cuando Selena sintió el destino de su muerte prematura.
A lo largo de su vida había pensado que ya había explorado todos los ángulos de su próxima muerte.
Pero el hecho de estar cerca de Trez Latimer le hizo ver que estaba equivocada.
12
La galería de arte de Benloise se hallaba en el centro de Caldwell, a unas diez calles de los rascacielos y a solo dos manzanas de las riberas del Hudson. El edificio, discreto y sencillo, tenía tres plantas, con un espacio para exposiciones de doble altura en la primera planta, oficinas en la parte trasera y el inmenso despacho de Benloise bajo el techo plano.
Cuando Assail aparcó su Range Rover en el callejón de atrás, respiró profundamente. No había esnifado cocaína antes de salir porque quería estar alerta. Pero desgraciadamente su cuerpo parecía nervioso por la falta de estimulación y, como si fuera un adicto, Assail se sintió un poco preocupado por no haberlo hecho.
—¿Quieres que entremos contigo? —preguntó Ehric desde el asiento trasero.
—Solo uno.
Assail se bajó y esperó a que decidieran entre los hermanos quién lo iba a acompañar. Maldición, las manos le temblaban y, a pesar de que estaba empezando a nevar de nuevo, estaba sudando.
¿Debería meterse una raya? En ese estado no podría hacer nada.
Ehric lo alcanzó después de rodear el todoterreno por detrás.
—¿Qué te preocupa?
—Nada.
Lo cual era una mentira en muchos sentidos.
Cuando se acercaban a la puerta, Assail se dio por vencido. Metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo Tom Ford, sacó su frasquito oscuro, le quitó la tapa negra y llenó la cuchara interior con una dosis del polvo blanco.
Esnif.
Repitió la dosis en el otro lado y luego inhaló profundamente por las dos fosas para asegurarse de que el polvo penetrara hasta el fondo.
El hecho de que, tan pronto sintió el efecto de la coca, su estado volviera a la «normalidad» fue otra señal de advertencia que decidió pasar por alto. Después de dos dosis no debería sentirse calmado y concentrado, pero no iba a gastar tiempo en eso ahora. Algunas personas tomaban café. Otras consumían otro producto de la coca.
Lo importante era encontrar qué era lo que te ponía en movimiento.
Al llegar a una pesada puerta de acero, que era una medida de seguridad disfrazada de comentario sobre la tendencia industrial en el mercado del arte, Assail pensó que no había razón para tocar el timbre o golpear. No había necesidad de arruinarse los nudillos contra aquel monstruo de casi diez centímetros de espesor.
Y, en efecto, rápidamente la puerta se abrió.
—¿Assail? ¿Qué pasa? —preguntó el neandertal que estaba del otro lado.
¡Vaya despliegue de elocuencia! Ese saludo también le indicó a Assail que Benloise y sus hombres no sabían quién había asesinado a todos esos imbéciles en West Point la noche anterior. De lo contrario uno pensaría que el gorila de la puerta no sería tan afable.
Aquellas máscaras negras habían resultado una idea muy buena. Y el hecho de desactivar las cámaras de seguridad también había sido una medida fundamental.
Assail sonrió sin enseñar los colmillos.
—Tengo que entregarle algo a tu jefe.
—¿Te está esperando?
—No.
—De acuerdo. Entra.
—Por cierto, este es mi socio —murmuró Assail, al tiempo que entraba en la zona de las oficinas—. Ehric.
—Sí, eso me imaginé. Adelante.
Mientras caminaban por aquel espacio de techo altísimo, el ruido de sus pisadas sobre el suelo de cemento rebotaba contra las tuberías y las instalaciones eléctricas que estaban a la vista en el techo. Ese sí que era un caos organizado. Una fila de escritorios, archivadores y piezas de arte de gran formato ahogaban el espacio enorme. Pero no había ni un empleado. Ni se oía ningún teléfono. La fachada legítima del negocio de distribución de drogas de Benloise estaba en reposo.
Tal como Assail esperaba que estuviera.
Cuando el guardia que les abrió la puerta desapareció por una entrada oculta hacia el segundo piso, Assail le echó un vistazo al espacio de la galería propiamente dicha.
Solo había un par de guardias que vigilaban la subida al despacho de Benloise.
Assail miró a los dos hombres. Tenían la mirada más alerta de lo normal y cambiaban incesantemente el peso del cuerpo de una pierna a la otra, mientras movían las manos como si sintieran la necesidad constante de confirmar que estaban armados.
—Hermosa noche, ¿no les parece? —comentó Assail, mientras le hacía una señal casi imperceptible a Ehric.
Cuando los guardias se quedaron quietos, Ehric aprovechó para dar un paseo a través del área de exposición, llena de símbolos fálicos moldeados con tiras de papel impreso.
—Un poco fría, claro, pero los copos de nieve son bastante pintorescos. —Assail sonrió y sacó un puro—. ¿Puedo fumar?
El que estaba a la derecha señaló un cartel plastificado que colgaba de la pared: PROHIBIDO FUMAR.
—Pero seguro que podéis hacer una excepción en mi caso, ¿no? —Assail cortó la punta del puro y la dejó caer al suelo—. ¿A que sí?
El tío parpadeó y contestó:
—Prohibido fumar.
—Pero si solo estamos nosotros… —Assail sacó el mechero y levantó la tapa.
—No fumar.
Tal vez a Benloise le gustaba que sus empleados fueran de pocas palabras.
—¿En la escalera sí?
El idiota miró a su compañero y luego se encogió de hombros.
—Supongo.
Assail volvió a sonreír y encendió el mechero.
—Entonces, déjame entrar.
Todo pasó muy rápido. El que había hablado giró el torso y abrió la cerradura que liberó la puerta, al mismo tiempo que el otro decidió estirar los brazos un poco.
Ehric se materializó directamente frente al que se estaba estirando, puso sus manos a cada lado de la cara de asombro del tío y le rompió el cuello. Para no quedarse atrás, Assail apuñaló al guardia que había tratado de impedirle fumar con un cuchillo que sacó subrepticiamente de su sobaquera y que le enterró en el vientre. El siguiente movimiento fue guardar el mechero y poner la mano sobre la boca del hombre, para contener el grito que amenazaba con descubrirlos.
Para terminar, sacó el cuchillo de un tirón y lo volvió a clavar más arriba.
La segunda cuchillada entró entre dos costillas directamente hasta el corazón.
El hombre cayó al suelo desmadejado.
—Dile a tu hermano que tenga listo el coche —susurró Assail—. Y quita a este del camino, pues va a tardar un par de minutos en desangrarse y su respiración nos puede delatar.
Ehric obedeció de inmediato y agarró al moribundo de los tobillos para arrastrarlo detrás de los paneles verticales.
Entretanto, Assail se deslizó hacia la escalera oculta y encendió el cigarro. Mientras echaba nubes de humo, movió la mano del guardia del cuello roto de manera que esta mantuviera la puerta abierta. Ehric se reunió con él un segundo después, aceptó su propio puro, lo encendió y ahí sí dejó que se cerrara la puerta.
El guardia que había subido a hablar