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  2. El rey
  3. Capítulo 2
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aquel grito profundo y grave, Wrath, hijo de Wrath, tuvo el instinto de mirar a su alrededor en busca de su padre…, con la esperanza de que no hubiese fallecido y el gran legislador estuviese todavía con ellos.

Pero, claro, su amado padre seguía muerto y descansando en el Ocaso.

¿Cuánto tiempo más duraría esta triste búsqueda?, se preguntó Wrath. Era tan inútil, en especial cuando era él quien llevaba encima las vestiduras sagradas del rey de los vampiros, y cuando las fajas incrustadas de joyas, la capa de seda y las dagas ceremoniales adornaban su cuerpo. Sin embargo, a él no le importaban nada aquellas pruebas de su reciente coronación…, o tal vez era su corazón el que permanecía inmutable ante todo lo que ahora lo definía.

Querida Virgen Escribana, sin su padre él se encontraba tan solo, incluso a pesar de estar rodeado de gente que le servía.

—¿Mi lord?

Mientras recuperaba la compostura de su expresión, Wrath se giró. En el umbral de la cámara real se encontraba su consejero más cercano, cual columna de humo, aquella figura alta y delgada envuelta en ropajes oscuros.

—Es un honor saludaros —murmuró el macho, al tiempo que hacía una reverencia—. ¿Estáis listo para recibir a la hembra?

No.

—Desde luego.

—¿Damos, entonces, inicio a la procesión?

—Sí.

Cuando su consejero volvió a inclinarse y se retiró, Wrath empezó a pasearse por el salón forrado de paneles de madera de roble. La luz de las velas se agitaba gracias a las corrientes de aire que se colaban por las paredes de piedra del castillo y el fuego que chisporroteaba en la inmensa chimenea parecía ofrecer solo luz, pero no calor.

En realidad, no tenía deseos de tener una shellan, o compañera, como parecía inevitable que ocurriera. Para ello hacía falta amor y él no tenía amor que ofrecer a nadie.

Por el rabillo del ojo, Wrath vio un destello de luz y, para pasar el tiempo antes de que tuviera lugar su temido encuentro, se acercó a mirar las joyas que yacían desplegadas sobre el escritorio de madera tallada. Diamantes, zafiros, esmeraldas, perlas…, la belleza de la naturaleza capturada y retenida por oro forjado.

Las más valiosas eran los rubíes.

Al estirar la mano para tocar aquellas piedras del color de la sangre, Wrath pensó que era demasiado pronto para esto. El hecho de ser rey, este apareamiento arreglado, las miles de exigencias distintas que tenía que satisfacer ahora y sobre las cuales entendía tan poco.

Necesitaba más tiempo para aprender de su padre…

Cuando reverberó por el salón el primero de tres fuertes golpes, Wrath dio gracias por que nadie lo hubiera visto estremecerse.

El segundo golpe fue igual de fuerte.

Al tercero tendría que responder.

Wrath cerró los ojos y sintió que le costaba respirar a causa del dolor que atravesaba su pecho. Quería tener a su padre junto a él; esto debía ocurrir más adelante, cuando él fuera mayor, y no estuviera bajo la tutela de un cortesano. El destino, sin embargo, había privado a aquel gran hombre de un futuro que le pertenecía y, a su vez, había sometido al hijo a una especie de asfixia, a pesar de que tenía alrededor suficiente aire para respirar.

No puedo hacerlo, pensó Wrath.

Y, sin embargo, cuando cesó la reverberación del tercer golpe a los paneles de la puerta, Wrath enderezó los hombros y trató de imitar la forma en que su padre siempre hablaba.

—Adelante.

Al oír su orden, la pesada puerta se abrió de par en par y sus ojos se encontraron con un séquito completo de cortesanos, cuyas sombrías togas eran idénticas a la que usaba el consejero que los precedía a todos. Pero eso no fue lo que llamó su atención. Detrás del grupo de aristócratas venían otros individuos de tremenda estatura y ojos entrecerrados…, y esos fueron los que empezaron a cantar en un rugido concertado.

Honestamente, Wrath sentía miedo de la Hermandad de la Daga Negra.

Siguiendo la tradición, el consejero declaró con voz fuerte y clara:

—Mi lord, tengo una ofrenda que brindaros. ¿Me autorizáis a proceder con la presentación?

Como si aquella noble muchacha fuera un objeto. Pero, claro, la tradición y las normas sociales establecían que su propósito era la procreación y, en la corte, ella sería tratada como lo sería cualquier yegua premiada.

¿Cómo iba a hacer él esto? Wrath no sabía nada sobre el acto sexual y, sin embargo, si aprobaba a la hembra, tendría que afrontar aquella actividad en algún momento después de la medianoche de mañana.

—Sí —se oyó decir.

Los cortesanos entraron por la puerta en parejas y luego se separaron hasta formar un círculo alrededor del perímetro del salón. A continuación el canto se hizo más fuerte.

Los magníficos guerreros de la Hermandad entraron entonces en una especie de marcha, con sus formidables cuerpos cubiertos por vestiduras de cuero negro y armas que colgaban de distintos arneses. La cadencia de sus voces y el movimiento de sus cuerpos era tan sincronizado que parecían uno solo.

A diferencia de los miembros de la glymera, los guerreros no se separaron, sino que se quedaron hombro contra hombro, pecho contra pecho, en una formación cerrada que no permitía ver nada de lo que había entre ellos.

Pero Wrath podía sentir el aroma.

Y el cambio que sintió en su interior fue instantáneo e inmutable. En un abrir y cerrar de ojos, la naturaleza lenta y pesada de la vida dio paso a una aguda conciencia…, una conciencia que, a medida que los Hermanos se acercaban, fue madurando hasta convertirse en una sensación de irritación y agresividad que desconocía, pero que no estaba dispuesto a pasar por alto.

Al inspirar de nuevo, un poco más de aquella fragancia penetró en sus pulmones, su sangre y su alma. Pero lo que él estaba oliendo no eran los aceites con los que la hembra había sido frotada, ni los perfumes que habían aplicado a la ropa que cubría su forma. Era el olor de la piel que estaba debajo de todo aquello, la delicada combinación de elementos femeninos que él sabía que eran únicos y exclusivos de ella y nadie más.

La Hermandad se detuvo frente a él y, por primera vez, Wrath no sintió aquella sensación de reverencia por su aura letal. No. Mientras sus colmillos se alargaban dentro de su boca, sintió que su labio superior comenzaba a levantarse para lanzar un rugido.

Wrath llegó a dar incluso un paso hacia delante, dispuesto a acabar con aquellos machos uno por uno para poder llegar hasta lo que ellos le estaban ocultando.

El consejero se aclaró la garganta, como si quisiera recordarle a la audiencia allí reunida su importancia.

—Señor, el linaje de esta hembra os la ofrece para que tengáis la bondad de considerarla con miras a la procreación. En caso de que deseéis inspeccionar…

—Déjennos solos —gritó Wrath—. De inmediato —agregó, mientras se formaba a su alrededor un silencio de perplejidad que él no tuvo inconveniente en pasar por alto.

El consejero bajó la voz.

—Mi lord, si tuvierais la bondad de dejarme terminar la presentación…

El cuerpo de Wrath se movió por voluntad propia, girando sobre los talones hasta quedar frente a aquel macho.

—Largo. Ya.

Detrás de él se oyó una risita que provenía de la Hermandad, como si les gustara que aquel señorito fuera puesto en su lugar por el soberano. El consejero, sin embargo, no estaba contento. Pero a Wrath no le importó.

Tampoco había nada más de qué hablar: el cortesano tenía mucho poder, pero no era el rey.

Los machos de toga gris salieron del salón, haciendo venias, y luego quedaron solo los Hermanos. Ellos dieron de inmediato un paso al costado y…

En medio de ellos apareció una forma delgada y envuelta en ropajes negros de la cabeza a los pies. Comparada con los guerreros, la prometida era de talla mediana, de huesos mucho más delgados y complexión menuda, y sin embargo esa fue la presencia que lo sacudió.

—Mi lord —dijo uno de los Hermanos con respeto—, esta es Anha.

Con esa simple y más apropiada introducción, los guerreros desaparecieron y lo dejaron solo con la hembra.

El cuerpo de Wrath volvió a tomar el control, escudriñándola con sus caóticos sentidos, mientras daba vueltas alrededor de ella a pesar de que ella no se movía. Querida Virgen Escribana, Wrath no quería nada de esto, ni esta reacción ante la presencia de la hembra, ni el deseo que se arremolinaba ahora en su entrepierna, ni la agresividad que había mostrado ante los demás.

Pero, sobre todo, él nunca había pensado que…

Mía.

Fue como el estallido de un rayo en el cielo nocturno, algo que cambió su paisaje interno y grabó una cuchillada de vulnerabilidad en su pecho. E incluso con eso, Wrath pensó: «Sí, esto es lo correcto». El antiguo consejero de su padre realmente se preocupaba por sus intereses. Esta hembra era lo que él necesitaba para soportar la soledad: incluso sin ver su cara, ella lo hacía sentir la fuerza de su propio sexo, y aquella figura menuda y frágil lo llenaba por dentro, mientras que la necesidad de protegerla le ofrecía la prioridad y la concentración que tanta falta le hacían.

—Anha —dijo entre dientes, al tiempo que se detenía frente a ella—. Háblame.

Ahí hubo un largo silencio y luego la voz de ella, suave y dulce, pero temblorosa, entró en los oídos de Wrath. Cerrando los ojos, el rey sintió cómo se mecía sobre sus pies, mientras aquella voz resonaba a través de su sangre y sus huesos, el sonido más adorable que jamás hubiese escuchado.

Sin embargo, Wrath frunció de pronto el ceño al darse cuenta de que no tenía ni idea de qué era lo que ella había dicho.

—¿Qué has dicho?

Por un momento, las palabras que salieron de debajo de aquel velo parecieron no tener sentido. Pero luego su cerebro verificó una a una las sílabas:

—¿Deseáis ver a otra?

Wrath frunció el ceño pues no entendía. ¿Por qué querría…?

—No me habéis quitado nada de encima —oyó que ella respondía, como si él hubiese expresado en voz alta sus pensamientos.

Enseguida se dio cuenta de que ella estaba temblando y sus vestiduras repetían el movimiento, lo que explicaba aquel pesado tufillo a miedo que percibía en el olor de la hembra.

Estaba tan excitado que el deseo había nublado su conciencia, pero eso requería rectificación.

Así que Wrath se dirigió hacia el trono y levantó la inmensa y pesada silla de madera tallada para llevarla hasta el otro lado del salón, mientras sentía cómo su voluntad de que ella se sintiera cómoda le concedía una fuerza superior.

—Siéntate.

Ella prácticamente se desplomó sobre el sillón de cuero y cuando clavó sus manos enguantadas sobre los apoyabrazos, Wrath se imaginó sus nudillos poniéndose blancos, como si se estuviera aferrando a la vida.

Wrath se arrodilló frente a ella y levantó la vista para mirarla, mientras pensaba que, aparte de su intención de poseerla, lo único que deseaba era no verla asustada nunca.

Jamás.

‡ ‡ ‡

Bajo las múltiples capas de sus pesadas vestiduras, Anha se estaba asfixiando por el calor. O tal vez fuera el terror lo que cerraba su garganta.

Ella no deseaba este destino. No lo había buscado. Se lo cedería a cualquiera de las jóvenes hembras que tanto la habían envidiado a lo largo de los años: desde el momento de su nacimiento, se la habían prometido al hijo del rey como su primera compañera, y debido a ese supuesto honor, había sido criada por otros, enclaustrada y aislada de todo contacto. Educada en medio de un confinamiento solitario, no conoció el amor de una madre o la protección de un padre y creció a la deriva, en

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