el suelo de cemento pintado de gris pálido, las paredes lisas y tan blancas como el papel. Allí no había ningún aparato relacionado con el cuidado del jardín, nada de podadoras, azadas o rastrillos. Sin duda debía de haber otro cobertizo para esas cosas y nadie querría tener esa clase de equipo, sucio y maloliente, al pie de semejantes bellezas de vehículos.
Al quitarse rápidamente de la luz directa, sus pisadas resonaron alrededor. No parecía haber un nivel inferior. Y arriba solo había una pequeña oficina que se usaba para almacenar neumáticos, cobertores de lona y otros accesorios para los coches.
Assail regresó al primer nivel y salió del lugar a paso rápido. Cuando se acercó al guardaespaldas, pudo sentir cómo se asomaban sus colmillos, mientras las manos le temblaban y la cabeza le zumbaba de una forma que lo hizo pensar en coches corriendo por una autopista.
—¿Dónde está ella?
—¿Dónde… está… quién?
—Dame tu cuchillo, Ehric. —Cuando su primo sacó un cuchillo de dieciocho centímetros, Assail enfundó su arma—. Gracias.
Entonces puso la punta del cuchillo contra la garganta del hombre y se acercó tanto que pudo sentir el olor a miedo que brotaba de sus poros y el calor del aliento que salía de su boca.
Evidentemente estaba haciendo la pregunta equivocada.
—¿A qué otro sitio lleva Benloise a sus prisioneros? —Pero antes de que el hombre pudiera responder, Assail añadió—: Te sugiero que pongas mucha atención a lo que contestas. Porque si me mientes, lo sabré. Las mentiras tienen un olor particular.
El tío miró a su alrededor, como si estuviera evaluando sus posibilidades de supervivencia.
—No lo sé, no lo sé, no lo sé…
Assail enterró el cuchillo hasta que cortó la superficie de la piel y la sangre roja regó la hoja.
—Esa no es la respuesta correcta, amigo. Ahora dime, ¿a dónde más lleva a la gente que captura?
—¡No lo sé! ¡Lo juro! ¡Lo juro!
El tío siguió gritando eso durante un rato y, trágicamente, no parecía estar mintiendo, a juzgar por su olor.
—¡Maldición! —murmuró Assail.
A continuación impuso el silencio con un corte rápido y el quinto humano inservible cayó al suelo.
Cuando dio media vuelta, Assail miró hacia la casa. Detrás de aquel techo lleno de ángulos y chimeneas, más allá de los árboles esqueléticos, había aparecido un suave resplandor por el oriente.
Un presagio de fatalidad.
—Tenemos que irnos —dijo Ehric en voz baja—. Al anochecer retomaremos la búsqueda de tu hembra.
Assail no se molestó en corregir las palabras de su primo. Estaba demasiado concentrado en el hecho de que el temblor que había empezado en sus manos se había movido hacia arriba como una maleza que ascendía por su cuerpo y ahora le temblaban hasta los músculos de las piernas.
Le llevó un momento identificar la causa y, cuando lo hizo, una gran parte de él rechazó la noción.
Pero el hecho era que… por primera vez en su vida adulta, tenía miedo.
‡ ‡ ‡
—¿Dónde cojones queda ese lugar? ¿En Canadá?
Tras el volante del Crown Vic, El Mestizo estaba exasperado mientras el otro seguía rezongando. Este viaje de cinco horas que les había llevado toda la noche ya había sido lo suficientemente malo, pero lo peor era el gilipollas que iba sentado a su lado en el puesto del pasajero.
Si quería hacerle un favor al mundo, debería pegarle un tiro a ese idiota.
Sería tan satisfactorio acabar con ese majadero, pero en la organización había cosas que no podías hacer aunque fueras supervisor y una de ellas era darle matarile a un compañero.
—¿Dónde cojones estamos?
El Mestizo apretó la mandíbula.
—Ya casi llegamos.
Como si el estúpido ese fuera un chaval de cinco años que va a visitar a su abuela. ¡Joder!
Mientras se adentraban en la mitad de la nada, los faros del coche iluminaron las filas de pinos y los dos carriles que serpenteaban a los pies de una montaña en medio de la oscuridad. Sin embargo, un tenue reflejo color melocotón hacia el oriente anunciaba la llegada del amanecer.
Genial. Pronto llegarían a su destino y ahí podrían encargarse de la mercancía y descansar un poco.
El Mestizo entrecerró los ojos y se inclinó sobre el volante. Tenía la sensación de que se acercaban a la desviación…
Doscientos metros más adelante, una carretera sin pavimentar apareció a mano derecha.
No había necesidad de poner el intermitente, ni disminuir la velocidad. El Mestizo solo pisó los frenos y giró el volante, mientras su carga botaba en el maletero.
Si se había quedado dormida, con seguridad acababa de despertarse.
El ascenso era empinado y no podían ir muy rápido. A estas alturas de diciembre ya había caído mucha nieve y las carreteras del norte eran las más afectadas.
Solo había estado en una ocasión en esta propiedad, y aquella vez también tenía la misma misión. Al jefe no le gustaban las bromas y si le gastabas una, podías terminar secuestrado en este lugar, donde nadie podría encontrarte jamás.
El Mestizo no sabía qué había hecho esa mujer para ofender al jefe, pero ese no era su problema. Su trabajo era secuestrarla, hacerla desaparecer y retenerla hasta recibir nuevas instrucciones.
No obstante, le causaba curiosidad. El último gilipollas que había traído a este escondite había robado quinientos mil dólares y doce kilos de cocaína. ¿Qué habría hecho esta zorra? Y, joder, El Mestizo esperaba no tener que pasar ahí tanto tiempo como con el otro trabajo.
También se había jodido el manguito rotador por cuenta de esa misión.
Al jefe le gustaba torturar a sus víctimas, pero prefería mirar mientras que otro hacía el trabajo sucio.
Difícil reclamar una compensación a la seguridad social por las mierdas que le habían hecho a ese idiota.
Pero, en todo caso, a El Mestizo no le molestaba esa parte del trabajo. Él no era como algunos tíos a los que les fascinaba la violencia, pero tampoco era como el jefe, al que no le gustaba ensuciarse las manos. No, él estaba en el medio: no tenía ningún problema en encargarse de la mierda, siempre y cuando le pagaran bien por ello.
—¿Cuánto nos falta?
—Medio kilómetro.
—Está helando aquí.
Pero vas a tener más frío cuando estés muerto, cabrón.
El jefe había contratado a este mamón hacía unos seis meses y se lo habían asignado a él en un par de ocasiones. El Mestizo esperaba que despidieran al gilipollas pronto, pero hasta ahora no había tenido suerte.
Con lo bien que quedaría flotando en el río Hudson.
O dentro de un agujero.
Cualquier cosa para no tener que verlo más.
Después de una última curva de la carretera, llegaron a su destino. La cabaña tenía un solo piso y se mimetizaba perfectamente con el paisaje, pues prácticamente desaparecía en medio de los arbustos cubiertos de nieve. De hecho, la fachada tenía un aspecto deliberadamente abandonado. Sin embargo, el interior era una fortaleza que encerraba muchos secretos oscuros.
Y lo que llevaban ahora en el maletero se iba a sumar a esa lista.
Nunca había oído que hubieran llevado a una mujer allí. El Mestizo se preguntaba si sería atractiva. Imposible fijarse mientras la sacaban como un peso muerto de la casa.
Tal vez pudiera divertirse un poco para pasar el tiempo.
—¿Qué diablos es este lugar? Parece una cabaña abandonada. ¿Tiene calefacción?
El Mestizo cerró los ojos y repasó varias fantasías en las que había mucha sangre. Luego abrió la puerta del coche y se bajó para estirar las piernas. Joder, tenía que orinar.
Mientras caminaba hacia la puerta, dijo entre dientes:
—Sácala del maletero, ¿quieres?
No había que preocuparse por buscar llaves. Había un identificador de huella.
Necesitó una linterna para llegar hasta la entrada decrépita y ya casi estaba llegando cuando algo en su interior le dijo que esperara.
—Ten cuidado al abrir —le gritó al cabrón.
—Sí, claro. —Phil, que así se llamaba el desgraciado, se acercó al maletero—. ¿Qué crees que me podría hacer?
El Mestizo sacudió la cabeza y susurró:
—Si hay suerte, darte matarile…
Tan pronto como se abrió la puerta del maletero, se armó un jaleo: la mujer salió de allí como impulsada por un resorte y había encontrado un arma. El resplandor rojo de la bengala iluminó la oscuridad, mientras ella enterraba la punta del cilindro contra la cara del compañero de El Mestizo…
Phil soltó un aullido de dolor que espantó a un búho del tamaño de un chico de diez años, el cual salió volando del árbol que estaba junto a El Mestizo, obligándolo a agacharse para no estrellarse con las alas del animal.
Pero luego tuvo que incorporarse deprisa.
Pues la mujer salió corriendo como loca, demostrando que, a diferencia de Phil, ella no era ninguna idiota.
—¡Hija de puta! —El Mestizo salió corriendo detrás de ella, siguiendo el ruido que indicaba que se había salido de la carretera. Se pasó la linterna a la mano izquierda y con la derecha sacó la pistola.
Este no era el plan. Ni mucho menos.
La zorra era veloz como un demonio y, mientras corría detrás de ella, El Mestizo se dio cuenta de que no iba a poder alcanzarla y lo último que quería hacer era llamar al jefe para decirle que la habían dejado escapar.
Si eso pasaba, él podría ser el próximo inquilino de la «cabaña».
La única oportunidad que le quedaba era dispararle.
Así que se detuvo detrás de un álamo, apoyó el cañón de su pistola y empezó a disparar alrededor en medio del incipiente amanecer.
Se oyó un grito agudo y luego un silencio total: no más chapoteo. Solo un ligero roce, como si la mujer se estuviera retorciendo en el suelo.
—¡Genial! —El Mestizo resopló mientras se acercaba.
Si era una herida letal, la había cagado tanto como si la hubiera dejado escapar.
La linterna iluminaba el paisaje mientras él se acercaba al lugar donde creía que estaba su presa herida.
Y ahí estaba. Con la cara contra la nieve y agarrándose una rodilla contra el pecho. Solo que él ya no iba a caer. Solo Dios sabía qué planes podía tener esa mujer.
—Levántate o te vuelvo a disparar. —El Mestizo metió otro cargador en su pistola—. Levántate.
Gemidos. La mujer seguía retorciéndose en el suelo.
El Mestizo accionó el gatillo y metió una bala en el suelo, justo al lado de la cabeza de la mujer.
—Levántate o la próxima bala te atravesará el cráneo.
La mujer se incorporó con dificultad. Tenía la ropa llena de ramas y el pelo despeinado. El Mestizo no se molestó en estudiarla en ese momento, lo más importante ahora era llevarla a la cabaña.
—Manos arriba —le ordenó y la apuntó al centro del pecho—. Camina.
La mujer iba cojeando y El Mestizo podía sentir el olor de la sangre mientras caminaba detrás de ella. Ya no podría salir corriendo.
Les llevó cuatro veces más tiempo regresar al coche y, cuando por fin llegaron, Phil seguía en el suelo y no se movía. Sin embargo, todavía respiraba, pero con tanta dificultad que se veía que el dolor era intenso.
Cuando pasaron junto a él, El Mestizo le miró la cara. Mierda, tenía quemaduras de tercer grado por todas partes, y seguramente perdería un ojo. Pero probablemente viviría.
Genial. Sin embargo, se ocuparía de él más tarde.
Cuando llegó a la puerta de la cabaña con la mujer, sabía que necesitaba mantener el control de la situación.
Así que la agarró de la nuca con un movimiento rápido y le golpeó la cabeza contra los paneles de la puerta.
Cuando la mujer se desplomó sobre el suelo, El Mestizo pensó que esta vez sí tardaría un rato en regresar. Sin embargo, todavía esperó un momento para ver si reaccionaba, antes de guardar el arma, poner el pulgar en el lector y abrir la puerta.
El Mestizo encendió las luces, agarró a la mujer de las axilas y la