para que cambiara de opinión.
Aunque eso no necesariamente significaba que Beth hubiese hablado del asunto con Wrath en los últimos tiempos. Como si él no tuviera ya suficiente. Pero, vamos, si hubiese alguna manera de acelerar la llegada de su periodo de fertilidad…
Ella solo quería tener un pedazo de Wrath y de ella, y cuanto más peligrosas se ponían las cosas con la Pandilla de Bastardos, más desesperado se volvía su deseo.
En cierta forma, esa era la más triste comprobación del estado en que se encontraban las cosas.
Si la Pandilla de Bastardos lograba asesinar a Wrath, al menos así sobreviviría algo de él…
El dolor que sintió al pensar en eso fue tan grande que Beth se recostó contra el congelador y pasó un rato antes de que pudiera volver a concentrarse en el inmenso surtido de Breyers, Ben & Jerry’s, Häagen-Dazs y Klondikes.
Mejor preocuparse por qué helado le apetecía esta noche. Layla siempre pedía vainilla, era el único que no devolvía. Pero Beth permanecía abierta a la variedad y, gracias al famoso apetito de Rhage, había como un millón de millones de posibilidades.
Mientras revisaba las tarrinas en busca de inspiración, la asaltó un recuerdo de su infancia, un eco de los días en que cogía uno de esos dólares que se había ganado con mucho esfuerzo, caminaba casi un kilómetro hasta la tienda de Mac y pasaba veinte minutos comiéndose la misma copa de helado Hershey’s Dixie que siempre pedía. Curioso, todavía podía recordar cómo el lugar olía a esos pastelillos que Mac preparaba con sus propias manos. Y la caja registradora, aquella tan vieja y de manivela.
Cuando terminaba, Mac siempre le daba una cuchara de plástico rojo, una servilleta y una sonrisa, junto con sus veintiséis centavos de cambio.
Él era muy amable con los huérfanos que vivían en Nuestra Señora. Pero, claro, mucha gente lo fue con ella y los otros niños abandonados y señalados por la mala suerte.
—Helado de menta con chips de chocolate —decidió, mientras estiraba el brazo para agarrar una tarrina del fondo.
Cuando sintió el aire frío contra la cara, hizo una pausa para disfrutar de él.
—Ah, sí…
Aunque estaban a mitad de diciembre, se sorprendió deseando sentir un poco de frío, con la piel de gallina, los poros de la cara cerrados y las mucosas nasales irritadas por la sequedad.
Y supuso que todo ese sexo todavía la tenía ardiendo.
Beth cerró los ojos y se acordó de la forma en que Wrath la había tumbado en el suelo y le había quitado la ropa. Qué delicia. Eso era lo que necesitaban.
Aunque Beth odiaba lo que sentía ahora.
Wrath estaba tan horriblemente lejos, aunque su cuerpo estuviera arriba, en su estudio.
Quizás esa era otra razón por la cual quería un hijo.
Concentración, concentración.
—Vainilla, vainilla… ¿dónde estás?
Al ver que no había helado de vainilla, Beth tuvo que conformarse con una tarrina de dos litros de una mezcla de vainilla con fresas y chocolate. Pero no era un gran problema. Con la extracción quirúrgica apropiada, podría rescatar la vainilla sin contaminar la copa de Layla con ningún material ofensivo.
Al salir de la despensa y entrar a la cocina propiamente dicha, el dulce olor de la cebolla sofrita con champiñones, albahaca y orégano fue como aspirar un trozo de cielo. Pero esa maravilla no estaba destinada a la Última Comida y no era un doggen quien la estaba preparando.
No. Era iAm… otra vez. Lo cual, considerando que parecía cocinar cuando estaba estresado, sugería que la vida de alguien más se había ido por el retrete.
La Sombra y su hermano eran las adiciones más recientes a la casa de la Hermandad y, como propietario y chef jefe del restaurante Salvatore’s, que formaba parte de la ultravieja escuela, iAm tenía más que demostrada su habilidad con las chuletas con linguine. Aunque eso no quería decir que Fritz aprobara que el tío usara todas esas ollas de muchos litros: como siempre, el mayordomo merodeaba en la periferia, sufriendo al ver que uno de los invitados de la casa estaba cocinando.
—Eso huele delicioso —dijo Beth, al tiempo que dejaba las tarrinas de helado sobre la enorme encimera de granito.
Beth no tuvo tiempo de ir a buscar las copas y las cucharas, pues Fritz entró enseguida en acción, abriendo armarios y cajones, y a ella le faltó coraje para decirle que podía hacerlo sola.
—Entonces, ¿qué estás preparando esta vez? —le preguntó a la Sombra.
—Boloñesa. —iAm abrió un frasco de especias; parecía saber la cantidad exacta que debía agregar sin tener que usar una cuchara medidora.
Cuando sus ojos se cruzaron con los ojos negros almendrados de iAm, Beth se subió el cuello del jersey para esconder las marcas de mordiscos en su cuello. Aunque a él no pareció importarle.
—¿Dónde está tu hermano?
—Arriba —respondió iAm de forma seca.
Ah. Asunto zanjado.
—Bueno, supongo que te veré en la Última Comida.
—Tengo una reunión, pero vosotros cenaréis cordero, o por lo menos eso es lo que he oído.
—Ah, pensé que estabas cocinando para…
—Esto es terapia —dijo iAm, mientras golpeaba la cuchara de madera sobre el borde de la olla para limpiarla—. Es la única razón por la cual Fritz me deja usar la cocina.
Beth bajó la voz.
—Pensé que tenías poderes especiales sobre él.
—Créeme, si los tuviera, los usaría. —iAm apagó el fuego—. Ahora perdóname. Tengo que ir a ver a Trez.
—¿Está herido?
—Se podría decir que sí. —iAm hizo una pequeña venia y salió de la cocina—. Hasta pronto.
Cuando salió, el aire de la cocina pareció cambiar, como si las moléculas se hubiesen tranquilizado, después de que su mal humor las hubiese electrificado por un rato. Raro. Pero a Beth le agradaban iAm y su hermano: otro par de asesinos entrenados en la casa no era nada malo.
—Señora, creo que tengo todo lo que Su Majestad necesita. —El mayordomo le presentó a Beth una bandeja de plata con todos los accesorios para darse un banquete de Breyer’s—. Su Majestad y la Elegida.
—Ay, Fritz, muchas gracias, pero la verdad es que solo necesito una copa. Yo me voy a comer el mío directamente de la tarrina, a pesar de lo ordinario que suena. Pero sí me vendría bien una… ¡gracias! —Beth sonrió cuando el mayordomo le alcanzó una cuchara—. ¿Acaso lees la mente?
El doggen se ruborizó y su cara, curtida y arrugada, se contrajo en una sonrisa.
—No, mi señora. Pero ocasionalmente logro adivinar con acierto.
Beth quitó enseguida la tapa de la tarrina de tres sabores, metió la cuchara y empezó a sacar cuidadosamente solo la vainilla.
—Sigue así.
Al ver que el mayordomo se sonrojaba y bajaba los ojos todavía más, Beth tuvo deseos de darle un abrazo. Pero la última vez que había hecho eso, Fritz casi se desmaya porque le pareció una herejía. Los doggen vivían según un estricto código de comportamiento y aunque su mayor deseo era servir bien a sus amos, simplemente no podían tolerar que los elogiaran.
E iAm ya había estresado suficientemente al pobre viejo.
—¿Estáis segura de que no queréis que os sirva? —preguntó el mayordomo con tono ansioso.
—Tú sabes lo mucho que me gusta hacerlo yo misma.
—Entonces, ¿puedo subiros la bandeja?
—No, ya lo hago yo. —Cuando Fritz parecía a punto de explotar, Beth terminó de llenar la copa de Layla y dijo—: ¿Tendrías la amabilidad de guardar el helado?
—Sí, será un placer, Majestad. Y la cuchara. Yo me encargaré de todo.
Cuando Fritz se marchó con todo como un ladrón de bancos con su botín, Beth sacudió la cabeza, agarró la bandeja y salió al comedor. Al llegar al vestíbulo, tuvo que hacer una pausa para contemplar el espectáculo. Aunque había visto aquel lugar todas las noches de los últimos dos años, era un espacio tan magnífico que Beth todavía sentía como si estuviera entrando a otro mundo: desde las paredes recubiertas con pan de oro hasta el colorido suelo de mosaico, desde el mural del techo altísimo hasta las columnas de mármol y malaquita, parecía un sitio mágico.
Un palacio de reyes.
De hecho, toda la mansión era una obra de arte y cada espacio de la casa, con distintos estilos y tonos llevados a la perfección, ostentaba un lujo que inspiraba reverencia.
Ciertamente Beth nunca había vivido así antes de que Wrath llegara a su vida. Ni había imaginado hacerlo. Por Dios, todavía recordaba cuando los dos se habían mudado allí. Habían recorrido todas las alas de la casa tomados de la mano, desde el sótano lleno de catacumbas hasta el ático lleno de vigas. ¿Cuántas habitaciones había? Ella había perdido la cuenta al llegar a cincuenta.
Qué locura.
Y pensar que la casa no era lo único que ella había heredado de su padre. Dinero…, también había mucho dinero.
Había tanto que, a pesar de que le había dado la mitad a John Matthew después de que se descubriera que él era su medio hermano, no se había notado ninguna disminución en la fortuna.
Una locura absoluta.
Beth atravesó el mosaico de un manzano florecido que adornaba el suelo, tomó las escaleras cubiertas por una magnífica alfombra roja y se dirigió al segundo piso. Después de haber sido huérfana toda su vida, había sido todo un shock enterarse de que su padre sabía de ella, de que siempre la había estado vigilando y se había ocupado de que tuviera con qué vivir. Pero por todo lo que había oído, Darius había sido así: un cumplidor del deber.
Dios, cuánto le gustaría haberlo conocido.
En especial ahora.
Al llegar a lo alto de las escaleras, Beth encontró abiertas las puertas del estudio y a su hombre sentado en el lugar que tanto odiaba: encorvado sobre montañas de documentos en Braille, tapando con sus inmensos hombros la mayor parte del trono tallado, mientras sus talentosos dedos recorrían línea tras línea, con el ceño fruncido detrás de las gafas de sol…
Tanto Wrath como George, su amado perro guía, levantaron la cabeza tan pronto sintieron el olor de Beth.
—Leelan —dijo Wrath con una exhalación.
El golden retriever saltó enseguida del lugar donde estaba acostado, agitando la cola y apretando los carrillos en una especie de sonrisa que lo hizo estornudar.
Ella era la única persona a la que le hacía eso, pero a pesar de lo mucho que parecía quererla, el perro nunca se apartaba del lado de Wrath.
Beth puso la bandeja con el helado en una mesita del pasillo, entró y saludó a Saxton, que se encontraba en su lugar acostumbrado, sentado en uno de los sofás franceses forrados en seda de color azul pálido.
—¿Cómo se encuentran los hombres más trabajadores del planeta?
El abogado especializado en las Leyes Antiguas se puso de pie, haciendo a un lado su propia montaña de papeles, y le hizo una venia, mientras que su fino traje confeccionado a la medida seguía sus movimientos como si fuese su propia piel.
—Te veo muy bien.
Sí, bueno, nada como un poquito de amor.
—Gracias. —Beth rodeó el enorme escritorio y tomó la cara de su esposo entre sus manos—. Hola.
—Me alegra tanto que estés aquí —dijo él entre dientes, como si hiciera años que no se veían.
Beth se inclinó para besarlo en la boca y, aunque no podía ver sus ojos tras las gafas de sol, sabía que Wrath los había cerrado.
Y luego tenía que saludar al perro.
—¿Y tú cómo estás, George? —Beth también le dio un beso al perro—: ¿Estás cuidando de tu rey?
Los resoplidos y el golpeteo de la cola del perro contra el trono le parecieron a Beth el «sí» más claro que había oído en su vida.
—¿Y en qué estáis trabajando, chicos? —preguntó Beth, mientras Wrath la sentaba sobre sus piernas