bragueta subida, la camisa remetida y una máscara de que todo estaba en orden. El Gran Rob se paseaba entre las sombras con la discreción que puede tener un tío del tamaño de una montaña.
Cuando llegó donde su amigo, Trez cruzó los brazos sobre el pecho y se recostó contra la pared forrada en tela. Por lo general no hablaban de trabajo en las instalaciones mismas del club, pero la música estaba lo suficientemente fuerte, y la concurrencia, tan absorta en sí misma como los borrachos y los desesperados. Por último, pero no por ello menos importante, Trez se sentía obligado a vigilar a la rubia y asegurarse de que nadie trataba de entrar ahí antes de que ella saliera.
Además, suponía que quería confirmar que la había dejado en mejor estado del que la había encontrado.
Al menos uno de ellos podía mejorar.
—¿Y entonces? —Trez escudriñó el espacio depresivo y en penumbra del club, pues estar alerta no era algo que hacía solo por instinto sino también por oficio: las Sombras tendían a ser guardias de vigilancia, pero después de trabajar con Rehv, y ahora como jefe de este antro de excesos, su misión principal era precisamente esa.
El Gran Rob hizo chascar sus nudillos.
—Hace como una hora Alex interrumpió una discusión entre dos clientes no habituales. Los expulsamos a los dos, pero el agresor regresó y está dando vueltas delante del club.
En ese momento la rubia salió del baño, con la ropa en su sitio, el maquillaje retocado y el pelo echado hacia atrás, pero lo más importante era que llevaba la cabeza alta, con los ojos tranquilos y centrados, y una sonrisa secreta en los labios que hacía que su apariencia, habitualmente del montón, se volviera un territorio mucho más atractivo.
Mientras caminaba entre la multitud, los ojos del Gran Rob la siguieron, al igual que los de muchos otros hombres. Pero a ella no pareció importarle, pues solo necesitaba la compañía de su propia seguridad en sí misma.
Trez se frotó el pecho y deseó poder repararse y darle la vuelta a su vida con la misma facilidad. Pero, claro, toda la autosuperación del mundo no iba a cambiar el hecho de que los s’Hisbe lo querían de regreso, como semental, para el resto de su vida.
—¿Jefe?
—Perdón, ¿qué?
—¿Quieres que hagamos desaparecer a ese tío?
Trez se restregó la cara.
—No, iré a hablar con él. ¿Cómo es?
—Chico blanco, ropa negra, pelo a lo Keith Richards.
—Eso sí que reduce las posibilidades —murmuró Trez.
—Lo encontrarás justo delante del club. No está en la cola.
Trez asintió con la cabeza y rodeó a la multitud en dirección a la puerta. Mientras caminaba miraba a todo el mundo, buscando inconscientemente señales de conflicto que pudieran escalar desde un insulto hasta un golpe.
Hasta los góticos se podían poner agresivos con suficiente alcohol.
A medio camino de la salida, a Trez le pareció ver el reflejo de algo metálico a mano derecha, pero cuando se detuvo y escudriñó con sus otros sentidos, no pudo encontrar nada. Así que reanudó la marcha, salió del club, le hizo una seña a Iván, el nuevo que estaba cuidando la entrada, y caminó a lo largo de la cola, que estaba llena de los sospechosos habituales.
Aunque no como en la película de Kevin Spacey, claro. Y, lástima, porque le encantaba esa película.
Ninguno de los que estaba en la acera se ajustaba a la descripción del Gran Rob.
Trez supuso que quienquiera que fuera, ya debía de haberse ido.
Cuando dio media vuelta hacia la puerta, quedó deslumbrado por los faros de un coche y el dolor lo hizo portarse como un vampiro y alejarse de la luz. Después de parpadear un poco para superar el efecto cegador, logró llegar al principio de la cola y…
—Joder… ¡ese tío no es de aquí! ¡No lo dejes entrar!
Al darse cuenta de que él era el tema de discusión, Trez se detuvo y miró por encima del hombro. El bocazas medía cerca de 1,75 m y pesaba alrededor de 60 kilos… y no era una chica. Evidentemente el imbécil sufría del síndrome del matón y sus ojillos brillaron al observar fijamente a Trez, mientras respiraba pesadamente.
Probablemente había jugado muchos videojuegos de guerra y eso lo hacía olvidar que, si quieres ser un bocazas intolerante, es mejor tener con qué respaldar esa actitud.
Trez se inclinó sobre el tío y esperó un momento para darle tiempo de digerir la diferencia de tamaños… y fíjate que el idiota cerró la boca y se quedó por fin callado.
—Soy el dueño —le dijo Trez en voz baja—. Así que la pregunta es por qué cojones debería yo dejarte entrar a ti. —Luego Trez miró a Iván y agregó—: Ese tío no es bienvenido aquí. Nunca.
Trez oyó que decían algo, pero él ya había terminado. Como la Sombra que era, estaba acostumbrado a que lo miraran; los vampiros normales no sabían qué hacer con los de su raza y, francamente, a él tampoco le importaban un bledo. De hecho, lo habían educado en la creencia de que las dos razas no debían mezclarse; al menos hasta que Rehvenge entró en juego y los ayudó a él y a su hermano en el exilio. Al principio le tenía desconfianza al vampiro, hasta que reconoció que Rehv era igual que ellos: un extranjero en un club cerrado de tíos por los que no sentía ningún respeto.
Ah, y en cuanto al mundo humano, todos asumían que era negro y le atribuían sus propias asociaciones raciales, buenas o malas, a eso. Pero ahí estaba la ironía. Trez no era «africano» ni «americano», así que ninguna de esas clasificaciones de mierda podía aplicársele a él, a pesar de que su piel fuera oscura.
Pero así eran los humanos, tan obsesionados con ellos mismos que se creían el centro de todas las situaciones. Entretanto, había especies enteras que caminaban entre ellos, sin que ellos se dieran cuenta.
Aunque…, una vez dicho esto…, si algún imbécil desorientado trataba de discriminarlo por el color de su piel en su propia casa, entonces el idiota podía irse a tomar por culo.
De regreso en el club, las luces y el ruido lo golpearon como si fueran una pared de ladrillo y Trez tuvo que hacer un esfuerzo para seguir caminando. Los reflejos eran demasiado brillantes y el sonido era peor, rebotando dentro de su cráneo hasta que lo que fuera que estaba sonando se convirtió en un estruendo ininteligible.
¿En qué diablos estarían pensando sus empleados? ¿Quién les habría dicho que podían subir tanto el volumen…?
Ay…, mierda.
Trez se frotó los ojos, parpadeó un par de veces y…, sí, ahí estaba, en el cuadrante indicado: una fila de líneas irregulares que vibraban como la luz del sol a través de trozos de vidrio.
—Joder…
Por cortesía de la sesión de sexo en el baño, la rubia había conseguido un nuevo esquema mental y él estaba a punto de disfrutar de ocho a diez horas de vómito, diarrea y un horrible dolor de cabeza.
Como todas las personas que sufrían de migraña, Trez miró su reloj. Tenía cerca de veinte minutos antes de que empezaran los fuegos artificiales y no podía permitirse el lujo de desperdiciarlos.
Así que caminó más rápido y se abrió camino entre la maraña de cuerpos, mientras saludaba a sus empleadas y los de seguridad como si todo estuviera bien. Luego se dirigió a la zona de personal, en la parte trasera, entró a su oficina por su chaqueta de cuero y las llaves, y salió al aparcamiento. Su BMW estaba esperándolo y, cuando se montó, se puso el cinturón de seguridad y aceleró, pensando que ojalá viviera todavía en el Commodore, porque así podría haberle pedido a uno de sus gorilas que lo llevara.
Pero ahora que estaban viviendo en la mansión de la Hermandad, los conductores desconocidos no eran una opción.
Por supuesto, podría llamar a su hermano. Pero iAm lo castigaría con el silencio todo el camino y Trez no tenía necesidad de someterse a semejante ruido. iAm era la única persona que él conocía que podía hacer que su silencio resultara más insoportable de oír que un avión despegando.
Al oír el timbre del móvil, Trez pensó que sería mejor llamar a la oficina y avisarle a la gente del trabajo de que ya se había ido.
Así que sacó el móvil, miró la…
—Genial.
Pero Trez no podía mandar a iAm al buzón, de modo que deslizó el pulgar por la pantalla y se llevó el móvil al oído, a pesar de que eso estaba prohibido en el estado de Nueva York.
Su hermano ni siquiera le dio la oportunidad de decir «hola».
—Tienes una migraña.
—No sabía que fueras adivino.
—No lo soy. Simplemente estaba llegando cuando tú saliste. Estoy justo detrás de ti y solo hay una razón para que conduzcas así a la una de la mañana.
Trez miró hacia el espejo retrovisor y se sintió orgulloso de sí mismo: si ladeaba la cabeza de cierta manera, podía llegar a ver con claridad los dos faros del coche de su hermano.
—Para el coche.
—Pero yo…
—Para el coche ya. Volveré a buscarlo cuando te deje en casa.
Trez siguió conduciendo, en dirección al norte, pensando que podía hacerlo.
Buen plan. Al menos hasta que un coche se acercó en sentido opuesto y, a medida que se aproximaba, él quedó totalmente ciego y no tuvo otra opción que soltar el acelerador. Después de parpadear un poco, tenía la intención de volver a pisarle y seguir, pero la realidad se impuso: se le estaba acabando el tiempo y no solo en cuanto a la migraña.
Los s’Hisbe solo iban a intensificar su guerra para devolverlo a su territorio y solo Dios sabía cuál sería su siguiente movimiento. Así que lo único que no necesitaba esta situación era que iAm viera cómo su hermano moría frente a sus ojos.
Trez ya le había hecho mucho daño.
Y verlo convertido en una bola de fuego no era una buena adición a esa cuenta.
Así que Trez se dio por vencido, se desvió hacia el arcén, pisó el freno y apoyó la frente contra el volante. Aunque cerró los ojos, la luz siguió su camino, dispersándose por todas partes y preparándose para llegar al siguiente nivel. Cuando desapareciera, empezaría la fiesta.
Mientras esperaba a que iAm se detuviera junto a él, Trez pensó en lo irónico que era el hecho de que, a veces, hacer lo correcto era como fracasar totalmente.
4
Muy bien, ¿qué tenemos aquí?
La pregunta debería ser, más bien, qué no tenían, pensó Beth mientras observaba el interior de la balda del congelador dedicada exclusivamente a los helados.
Resulta que a las embarazadas les gustaban las cosas dulces y frías. Bueno, a la Elegida embarazada, Layla, le gustaban, y Beth le había llevado lo mismo todas las noches durante los últimos… ¿Cuánto hacía que había tenido lugar su periodo de fertilidad?
Dios, el tiempo volaba.
Y mientras contaba los días, Beth era muy consciente de que no estaba pensando en los progresos de Layla. Lo que en realidad estaba calculando era cuántas horas había pasado en esa habitación, sentada junto a Layla…, esperando que, por una vez en la vida, se hiciera realidad una vieja superstición.
Beth no subía a esa habitación solo para ser amable o una buena amiga.
No. Aunque la razón por la cual Beth pensaba que Wrath y ella necesitaban tener un bebé en medio de todo aquel caos era un verdadero misterio. Sin embargo, de alguna manera la Madre Naturaleza la había arrinconado para que tomara esa decisión y ya no había marcha atrás ni forma de disuadirla