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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 98
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perder de vista los edificios con techumbre de paja.

La noche cayó antes de que hallaran un cobijo a la luz de la luna bajo unos arbustos que todavía conservaban su follaje seco. Llenaron sus vientres con la fresca agua de un arroyo que discurría a corta distancia y se acurrucaron en el suelo, envueltos en sus capas, sin encender fuego. Este habría llamado la atención; era preferible pasar frío.

Con el desasosiego de los recuerdos, Rand se despertó con frecuencia, y en cada ocasión oyó a Mat murmurar y revolverse dormido. No tuvo ningún sueño del que guardara memoria, pero su reposo fue desapacible. «Nunca volverás a ver tu hogar.»

Aquélla no fue la única noche que pasaron a la intemperie, con la sola protección de sus capas contra el viento y a veces la lluvia. Tampoco lo fue aquella cena consistente en agua clara. Entre ambos disponían de suficientes monedas para costearse algunas comidas en una posada, pero el precio de una cama habría sido excesivo para ellos. Todo estaba muy caro fuera de Dos Ríos, más aún en aquel lado del Arinelle que en Baerlon. Debían conservar el poco dinero que les quedaba para un caso de emergencia.

Una tarde en que caminaban con paso inseguro por el camino con los vientres demasiado vacíos para que les rugieran, el sol descendía con su leve luz en el horizonte y no se advertía ningún refugio para la inminente noche aparte de nuevos matorrales, Rand hizo mención de la daga que tenía el rubí en la empuñadura. En el cielo estaban agrupándose unos oscuros nubarrones que presagiaban lluvia nocturna. Confió en que la fortuna les fuera propicia y que sólo hubieran de soportar una llovizna.

Continuó andando unos pasos hasta percatarse de que Mat se había detenido en seco. Entonces se paró a su vez, moviendo los dedos en el interior de las botas. Por suerte, tenía los pies calientes. Se ajustó las correas que pendían de su hombro. La manta y el hatillo con la capa de Thom no pesaban mucho, pero incluso unos pocos kilos llegaban a convertirse en una dura carga después de recorrer kilómetros con el estómago vacío.

—¿Qué ocurre, Mat? —preguntó.

—¿Por qué estás tan ansioso por venderla? —inquirió con furia Mat—. Después de todo fui yo quien la encontró. ¿No se te ha ocurrido pensar que yo pueda desear quedarme con ella? Por un tiempo al menos. ¡Si quieres vender algo, vende esa maldita espada!

Rand rozó con la mano la garza que sobresalía en el puño de su arma.

—Mi padre me la dio. Era suya. No te pediría que te desprendieras de algo que hubiera pertenecido a tu padre. Por todos los demonios, Mat, ¿a ti te complace pasar hambre? Además, aunque encontrara algún comprador, ¿cuánto me darían por una espada? No es un instrumento que interese a los campesinos. Ese rubí solo bastaría para costearnos el viaje a Caemlyn en un carruaje. Tal vez hasta Tar Valon. Y comeríamos todos los días en una posada y dormiríamos cada noche en una cama. ¿Acaso te parece halagüeña la perspectiva de recorrer medio mundo a pie y dormir en el suelo? —Asestó una airada mirada a su amigo, el cual le respondió con igual exasperación.

Permanecieron así en medio del camino hasta que de pronto Mat se encogió de hombros con embarazo y desvió los ojos hacia la lontananza.

—¿A quién iba a vendérsela, Rand? Un granjero me la cambiaría por pollos y no podríamos pagar un carruaje con pollos. E incluso si la enseñara en algún pueblo, probablemente pensarían que la he robado. Sólo la Luz sabe qué consecuencias podría tener eso.

Un minuto después, Rand asintió, reacio.

—Tienes razón. Perdona, no era mi intención molestarte. Lo que ocurre es que estoy hambriento y me duelen los pies.

—A mí también. —Prosiguieron camino, andando aun más trabajosamente que antes. El viento comenzó a soplar y les arrojaba remolinos de polvo a la cara—. A mí también —tosió Mat.

Las granjas les proporcionaban algunas comidas y unas cuantas noches a resguardo del frío. Un pajar era casi tan cálido como una habitación con una chimenea encendida, al menos comparado al raso, y allí uno podía huir de la más despiadada tormenta con tal de enterrarse bien en el heno. A veces Mat robaba huevos y en una ocasión intentó ordeñar una vaca atada a una larga cuerda para que pudiera pastar en un campo. La mayoría de las granjas tenían perros, sin embargo, y éstos solían ser celosos guardianes. Dos kilómetros de carrera con los perros ladrando y pisándoles los talones era, a juicio de Rand, un precio demasiado elevado por dos o tres huevos, sobre todo teniendo en cuenta que los perseguidores a veces tardaban horas en alejarse y permitirles bajar del árbol al que habían trepado para esquivarlos. La pérdida de tiempo que ello representaba era lo que más le pesaba.

Aun cuando no le gustara, Rand prefería aproximarse a las alquerías a la luz del día. De vez en cuando les echaban los perros, sin dirigirles la palabra, dado que los rumores y los tiempos que corrían hacían recelar de los desconocidos a la gente que vivía aislada, pero a menudo les ofrecían una comida caliente y una cama a cambio del servicio de partir leña o acarrear agua durante una hora, aunque el lecho fuera un montón de paja en el establo. No obstante, una hora o dos de trabajo representaba perder un tiempo de luz del día e incrementar la ventaja del Myrddraal. A veces se preguntaba cuántos kilómetros podría recorrer un Fado en una hora. Le abrumaba el paso de cada minuto… si bien no tanto en el momento en que engullía ansiosamente la tibia sopa casera. Y, cuando no tenían nada que llevarse a la boca, tampoco apaciguaba su vientre la conciencia de no haber desperdiciado ni un rato de camino. Rand no acababa de decidir qué era peor, pasar hambre o perder tiempo, pero Mat añadía la desconfianza a ambas preocupaciones.

—¿Qué sabemos de ellos, eh? —le preguntó Mat una tarde mientras estaban quitando el estiércol de los corrales de una pequeña granja.

—Luz, Mat, ¿qué saben ellos de nosotros? —le contestó Rand. Trabajaban con los torsos desnudos, cubiertos de sudor y paja, con briznas de hierba en los cabellos—. Lo único que sé es que nos darán un poco de cordero asado y una cama para dormir.

Mat clavó la horca en la mezcla de excrementos y paja y asestó una mirada recelosa al granjero, quien se acercaba por el fondo del establo con un cubo en una mano y el taburete para ordeñar en la otra. El campesino, un anciano encorvado con la piel endurecida y el pelo gris, aminoró el paso al advertir la mirada de Mat y, tras desviar deprisa la mirada, salió precipitadamente del corral, derramando leche del cubo.

—Está tramando algo, te digo —afirmó Mat—. ¿Has visto cómo ha evitado cruzar la mirada conmigo? ¿Por qué son tan amables con un par de vagabundos desconocidos? Explícamelo.

—Su mujer dice que le recordamos a sus nietos. ¿Vamos a dejar de preocuparnos por ellos? El verdadero motivo de nuestra inquietud avanza a nuestras espaldas. Eso espero.

—Está tramando algo —murmuró Mat.

Cuando terminaron, se lavaron en el abrevadero adosado a los establos, mientras sus sombras se alargaban en el suelo con el sol poniente. Rand se secó con la camisa de camino hacia la casa. El labriego los recibió en la puerta, apoyado en un palo con ademán demasiado casual. Su mujer agarraba el delantal tras él y observaba por encima de su hombro, mordiéndose los labios. Rand suspiró; ya no creía que él y Mat le recordaran a sus nietos.

—Nuestros hijos vendrán a visitarnos esta noche —anunció el anciano—. Los cuatro. Lo había olvidado. Vendrán todos. Son unos tipos corpulentos y fuertes. Llegarán de un momento a otro. Me temo que no disponemos de las camas que os habíamos ofrecido.

Su esposa les tendió un paquete envuelto en una servilleta.

—Tened. Hay pan, queso, encurtidos y cordero. Quizás os alcance para dos comidas. Aquí lo tenéis. —Su arrugado rostro les rogaba mudamente que lo tomaran y se alejaran de allí.

—Gracias —dijo Rand, tomando el fardo—. Comprendo. Vamos, Mat.

Mat lo siguió, refunfuñando mientras se ponía la camisa. Rand consideró aconsejable recorrer algunos kilómetros antes de detenerse a comer, recordando el perro que tenía el anciano granjero.

Habría podido ser peor, concluyó. Tres días antes, les habían echado los perros mientras todavía estaban faenando. Los canes, el dueño de la alquería y sus dos hijos, blandiendo garrotes, los habían ahuyentado hacia el camino de Caemlyn y allí los habían perseguido durante un buen trecho. Apenas habían tenido tiempo de recoger sus pertenencias y echar a correr. El padre llevaba un arco con una flecha aprestada.

—¡No volváis por aquí! ¿Lo oís? —gritó a sus espaldas—. ¡No sé cuáles son vuestras intenciones, pero no quiero volver a ver vuestros ojos que no miran nunca a la cara!

Mat había hecho ademán de volverse y descolgar su arco, pero Rand lo obligó a proseguir.

—¿Estás loco?

A pesar de la enojada mirada que le asestó, Mat continuó corriendo, al menos.

Rand se preguntaba en ocasiones si valía la pena detenerse en las granjas. A medida que cubrían más terreno, Mat se volvía más receloso y cada vez lo disimulaba menos. Las comidas se tornaban más escasas por la misma cantidad de trabajo y no siempre les ofrecían ni el establo para dormir. No obstante, Rand ideó una solución a todos sus problemas, o al menos eso le pareció, y la solución surgió en la granja de los Grinwell.

Maese Grinwell y su esposa tenían nueve hijos, la mayor de los cuales era una muchacha que apenas contaba un año más que Rand y Mat. Maese Grinwell era un hombre fornido que, con tantos hijos, probablemente no necesitaba más ayuda, pero los recorrió con la mirada, reparando en sus ropas manchadas por el viaje y en sus polvorientas botas, y sentenció que siempre había trabajo para más manos de las disponibles. La señora Grinwell afirmó que, si iban a comer a su mesa, no lo harían con aquellas prendas repugnantes. Precisamente iba a hacer la colada y algunos trajes viejos de su marido les servirían para trabajar. Esbozó una sonrisa mientras hablaba y por un minuto Rand tuvo la impresión de que ella era la señora al’Vere, a pesar de que ésta tenía el cabello pajizo, un color de pelo que nunca había visto hasta entonces. El propio Mat pareció perder parte de su tensión ante aquella sonrisa. La hija mayor era harina de otro costal.

Morena, con enormes ojos y un rostro precioso, Elsa les sonreía impúdicamente cuando sus padres volvían la espalda. Mientras se afanaban moviendo barricas y sacos de grano en el corral, ella se apoyaba en una de las puertas y canturreaba mordisqueando la punta de su larga trenzas sin apartar la vista de ellos. Sus miradas se centraban en Rand en particular. Este trató de no hacerle caso, pero unos minutos después se colocó la camisa que le había prestado maese Grinwell. Le iba justa de hombros y demasiado corta, pero era mejor que, no llevar nada. Elsa soltó una sonora carcajada al verlo. Comenzó a augurar que aquella vez no sería Mat el causante de que los echaran de allí.

«Perrin sabría qué actitud adoptar», pensó. «Improvisaría algún comentario y al poco rato ella se reiría de sus gracias en lugar de mirar las musarañas en donde puede verla su padre.» No

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