longitud sólo le permitía incorporarse en posición de cuclillas.
Perrin quedó asombrado, no sólo por el hecho de que estuvieran atados sino porque aquellas cuerdas con que los habían amarrado, hubieran bastado para sujetar a un par de caballos. «¿Quiénes deben de creer que somos?»
El hombre de pelo gris los observaba, curioso y pensativo, como maese al’Vere cuando debía resolver un problema. Aún tenía el hacha entre las manos, como si la hubiera olvidado.
La entrada de la tienda se movió, dando paso a un alto individuo de rostro alargado y demacrado, cuyos ojos hundidos parecían observar desde profundas cavernas. Su cuerpo musculoso no poseía ni una onza de grasa.
Perrin percibió por un instante el exterior; había fogatas y dos Capas Blancas que hacían guardia. Tan pronto como se halló dentro, el recién llegado se detuvo y permaneció de pie con la rigidez de una barra de hierro, mirando la pared que tenía enfrente. Las láminas y la malla de su armadura relucían como la plata bajo su blanquísima capa.
—Mi señor capitán., —Su voz era aún más inflexible que su porte, y áspera, pero a un tiempo llana e inexpresiva.
El otro hombre hizo un gesto vago.
—Descansad, Byar. ¿Habéis calculado ya las bajas ocasionadas por este… encuentro?
A pesar de que el enjuto personaje separó los pies, Perrin no vio ningún signo de relajación en él.
—Nueve hombres muertos, mi señor capitán, y veintitrés heridos, siete de consideración. Sin embargo, todos se encuentran en condiciones de montar. Hemos tenido que sacrificar treinta caballos. ¡Estaban desjarretados! —Con su voz carente de emoción, puso especial énfasis en aquella observación, como si lo acecido a las monturas fuera peor que lo que habían padecido los hombres—. Buena parte de la remonta se encuentra diseminada. Tal vez localicemos algunas monturas después del alba, mi señor capitán, pero, mientras haya lobos que los asusten, tardaremos varios días en reunirlos a todos. A los hombres encargados de vigilarlos les ha sido asignada la tarea de realizar guardias nocturnas hasta que lleguemos a Caemlyn.
—No disponemos de días sobrantes, Byar —repuso con amabilidad el hombre de cabello cano—. Partiremos al alba. Nada puede modificar esta decisión. Debemos estar en Caemlyn a tiempo, ¿no es así?
—Como ordenéis, mi señor capitán.
El dirigente miró brevemente a Perrin y a Egwene.
—¿Y qué tenemos para justificar nuestra tardanza, aparte de estos dos jovenzuelos?
Byar inspiró profundamente, dubitativo.
—He hecho desollar al lobo que los acompañaba, mi señor capitán. Su piel constituiría una buena alfombra para la tienda de mi señor capitán.
«¡Saltador!» Sin advertir lo que hacía, Perrin gruñó, intentando zafarse de las ataduras. Las cuerdas se hincaron en su carne, sus muñecas gotearon sangre, pero las ligaduras no cedieron.
Byar miró por primera vez a los prisioneros. Egwene retrocedió de él con un sobresalto. Su semblante era tan inexpresivo como su voz, pero un cruel destello relumbraba en sus ojos, con tanta certeza como las llamas crepitaban en los de Ba’alzemon. Byar los odiaba como si fueran viejos enemigos suyos en lugar de personas a las que no había visto hasta aquella noche.
Perrin le devolvió una mirada desafiante. Su boca se curvó en una tensa sonrisa al imaginar que destrozaba a dentelladas la garganta de aquel hombre.
De repente su sonrisa se desvaneció y un estremecimiento recorrió su cuerpo. «¿A dentelladas? ¡Soy un hombre, no un lobo! ¡Oh, Luz, esto debe terminar de una vez!»
—No me interesan las alfombras de piel de lobo, Byar. —La voz del capitán expresó un leve rechazo que, sin embargo, bastó para que Byar irguiese otra vez la espalda y centrara la mirada en la pared—. Estabais informándome sobre lo acontecido esta noche, ¿no es cierto?
—Según mis estimaciones, la manada que nos ha atacado se componía de cincuenta bestias como mínimo, de las cuales hemos matado veinte, treinta quizá. No he creído necesario correr el riesgo de perder más caballos para traer sus despojos de noche. Por la mañana haré que los reúnan y los quemen. Aparte de estos dos, había al menos unas doce personas. Calculo que hemos dado muerte a cuatro o cinco de ellos, pero no es probable que hallemos sus cadáveres, dada la propensión de los Amigos Siniestros a llevarse a sus muertos para, ocultar sus bajas. Esta parece haber sido una celada coordinada, lo cual plantea la cuestión…
A Perrin se le atenazó la garganta mientras el enjuto individuo continuaba hablando. ¿Elyas? Con cautela, trató de establecer contacto con Elyas y sus amigos… Fue en vano. Era como si nunca hubiera sido capaz de comunicarse con la mente de un lobo. «O han fallecido o te han abandonado». Quería reír, estallar en amargas carcajadas. Por fin había conseguido lo que tanto había deseado, pero a un alto precio.
Entonces el hombre de cabello gris rió a su vez, con una risa irónica que ciñó de rubor las mejillas de Byar.
—De modo que, según vuestras estimaciones, Byar, hemos sido atacados en una emboscada planeada por más de cincuenta lobos y un buen puñado de Amigos Siniestros, ¿no es así? Tal vez cuando hayáis presenciado más acciones…
—Pero, mi señor capitán Bornhald…
—Yo diría que seis u ocho lobos, Byar, y quizá únicamente estos dos humanos. Dais prueba de un celo auténtico, pero carecéis de experiencia fuera de las ciudades. Es diferente predicar la Luz, cuando las calles y las casas se hallan distantes. Los lobos tienen la capacidad de aparentar mayor número de lo que son en realidad, de noche…, y los hombres también. Seis u ocho, como mucho, creo yo. —El rubor del rostro de Byar se hizo más intenso—. También sospecho que se encontraban aquí por el mismo motivo que nos ha atraído a nosotros: porque es el único punto donde hay agua disponible a una jornada de camino en cualquier sentido. Una explicación mucho más simple que la existencia de espías y traidores entre los Hijos, y la explicación más simple suele ser la más certera. La experiencia irá ampliando vuestro aprendizaje.
La cara de Byar adoptó una mortal palidez a medida que hablaba su superior, lo cual aportaba un acusado contraste con el tono purpúreo que teñía sus mejillas. Asestó una mirada momentánea a los prisioneros.
«Su odio hacia nosotros es aún más intenso ahora», advirtió Perrin, «por haber escuchado esta conversación. Pero, ¿por qué nos ha detestado desde el primer momento?»
—¿Qué opinión os merece esto? —inquirió el capitán al tiempo que levantaba el hacha de Perrin.
Byar expresó una muda pregunta a su superior y aguardó a recibir una señal de asentimiento antes de abandonar su rígida postura para tomar el arma. Al asir el hacha, exhaló un gruñido de sorpresa, después la hizo girar en un estrecho arco sobre su cabeza que casi rozó la cubierta de la tienda. La manejaba con tanta seguridad como si hubiera nacido con un artilugio similar en la mano. Un destello de admiración y envidia iluminó su rostro que, cuando bajó el arma, había adoptado de nuevo su expresión impávida.
—Excelentemente equilibrada, mi señor capitán. Hecha con pocos medios, pero por un armero muy bueno, tal vez un maestro. —Sus ojos relumbraron con un brillo siniestro en dirección a los cautivos—. No es un arma de un habitante de un pueblo, mi señor capitán. No es propia de un campesino.
—No. —El capitán se volvió hacia Perrin y Egwene con una fatigada sonrisa, como si fuera un abuelo que iba a regañar a unos nietos que habían cometido una travesura—. Me llamo Geofram Bornhald —les dijo—. Tú eres Perrin, según tengo entendido. Pero, tú, jovencita, ¿cuál es tu nombre?
Perrin lo miró airadamente, pero Egwene sacudió la cabeza.
—No seas estúpido, Perrin. Me llamo Egwene.
—Perrin y Egwene a secas —murmuró Bornhald—. Supongo que, si realmente fuerais Amigos Siniestros, os interesaría ocultar vuestra identidad en la medida de lo posible.
Perrin se irguió hasta ponerse de rodillas; no podía enderezarse más debido a la manera como lo habían atado.
—No somos Amigos Siniestros —contestó furioso.
Todavía no había acabado de pronunciar estas palabras cuando Byar ya se hallaba junto a él. Aquel hombre se movía como una serpiente. Vio cernirse sobre él el mango de su propia hacha e intentó esquivarlo, pero la dura madera lo alcanzó en la oreja. Únicamente el hecho de haberse movido lo salvó de que le hendiera el cráneo. A pesar de ello, su visión se tornó borrosa y su respiración se detuvo mientras caía al suelo. Sentía un intenso martilleo en la cabeza y la sangre le surcaba las mejillas.
—No tenéis derecho… —comenzó a decir Egwene, pero interrumpió la frase para gritar cuando el asta del hacha se abalanzó sobre ella.
Se hizo a un lado y el arma atravesó el aire mientras la muchacha se echaba al suelo.
—Hablaréis con educación —les advirtió Byar—cuando os dirijáis a un Ungido por la Luz, o de lo contrario no os quedará lengua para hablar.
Lo más terrible era que su voz permanecía tan inalterable como siempre, indicando que el hecho de cortarles la lengua no le proporcionaría placer ni pesar. Para él era simplemente un acto más.
—Tranquilo, Byar. —Bornhald miró otra vez a los prisioneros—. Me temo que no sabéis gran cosa acerca de los Ungidos, los señores capitanes ni los Hijos de la Luz, ¿verdad? No, era lo que pensaba. Bien, para no incomodar a Byar, intentad no llevar la contraria ni levantar la voz, ¿de acuerdo? No deseo otra cosa que ambos caminéis por la senda de la Luz, y si os dejáis llevar por la ira no mejoraréis vuestra situación.
Perrin levantó la mirada hacia el individuo de rostro alargado que se encontraba de pie junto a ellos. «¿Para no incomodar a Byar?» Observó que el capitán no indicaba a Byar que los dejara a solas. Byar clavó sus ojos en él y esbozó una sonrisa; ésta sólo afectó a su boca, pero la piel de su rostro se tensó, hasta adoptar el aspecto de una calavera. Perrin se estremeció.
—He oído hablar de ese fenómeno de algunos hombres que viajan en compañía de los lobos —apuntó, reflexivo, Bornhald—, aunque no había visto ninguno hasta ahora. Hombres que supuestamente hablan con esas alimañas y con otras criaturas del Oscuro. Una repulsiva relación. Ello me hace temer que la última Batalla se halle, en efecto, próxima.
—Los lobos no son… —Perrin se detuvo, al tiempo que Byar movía los pies. Tras hacer acopio de aire, prosiguió con tono menos acalorado—, …los lobos no son criaturas del Oscuro. Detestan al Oscuro. Al menos, a los trollocs y a los Fados. —Le sorprendió ver cómo el delgado personaje asentía, como para sí.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Bornhald, arqueando una ceja.
—Un Guardián —repuso Egwene, encogiéndose ante la furibunda mirada de Byar—. Dijo que los lobos odian a los trollocs y que éstos los temen a su vez.
Perrin se alegró de que no hubiera mencionado a Elyas.
—Un Guardián —repitió con un suspiro el hombre de pelo cano—. Una criatura supeditada a las brujas de Tar Valon. ¿Qué otra cosa podía afirmar cuando él mismo es un Amigo Siniestro y un sirviente de Amigos Siniestros? ¿No sabéis acaso que los trollocs tienen hocicos, dientes y pelambre lobunos?
Perrin pestañeó, intentando aclararse la garganta. Todavía sentía un terrible dolor en la cabeza, pero ahora notaba además algo extraño. No lograba poner en orden sus pensamientos.
—No todos ellos —murmuró Egwene. Perrin miró con recelo a Byar, pero éste se limitó a observar a la muchacha—. Algunos tienen cuernos, como los machos cabríos, o picos de halcón, o…, o… todo tipo de cosas.
Bornhald sacudió tristemente la cabeza.
—Os ofrezco todas las escapatorias posibles y