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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 95
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en la sombra que proyecta aunque se acerquen hasta aquí.

Tomó la brida de Bela para conducirla hacia el refugio. Sentía los ojos de Egwene clavados en su espalda. Mientras la ayudaba a desmontar, se oyeron gritos procedentes del lugar donde se encontraba la charca. La muchacha posó una mano en el brazo de Perrin, expresando una muda pregunta.

—Los hombres han visto a Viento —dijo de mala gana. Era difícil hallar sentido a los pensamientos de los lobos. Ahora captaba algo relacionado con el fuego—. Llevan antorchas. La empujó hasta la base de los dedos y se agazapó a su lado—. Están dividiéndose en varios grupos de exploración. Son muchos y los lobos están todos heridos. —Trató de infundir ánimos a su voz—. Pero Moteado y los otros son capaces de ocultarse a su paso, incluso lastimados, y ellos no saben que estamos aquí. La gente no percibe lo que no espera ver. Pronto se cansarán y se dispondrán a dormir.

Elyas estaba con los lobos y no los abandonaría a su suerte. «Tantos jinetes. Tan obstinados. ¿Por qué muestran tanta obstinación?»

Vio cómo Egwene hacía un gesto afirmativo que ella misma no advirtió en la oscuridad.

—No nos ocurrirá nada, Perrin.

«Luz», pensó con asombro, «ella intenta darme ánimos.»

Los gritos no cesaban. En la lejanía, se movían pequeños racimos de antorchas que parpadeaban en la oscuridad.

—Perrin —dijo quedamente Egwene—, ¿bailarás conmigo el domingo, si hemos regresado a casa para entonces?

Sus hombros se agitaron espasmódicamente. No emitió ningún sonido y él mismo ignoraba si estaba riendo o llorando.

—Sí. Te lo prometo. —Sus manos se cerraron alrededor del hacha, recordándole que aún la asía. Su voz se convirtió en un susurro—. Te lo prometo —repitió, para aferrarse a la esperanza.

Por las lomas cabalgaban hombres con antorchas, distribuidos en formaciones de diez o doce. Perrin no distinguía cuántos grupos había. En ocasiones divisaba tres o cuatro a un tiempo. Sus gritos continuaban en la noche, y a veces se sumaban a los relinchos de los caballos.

Desde su posición en la ladera de la colina, agazapado junto a Egwene, contemplaba las antorchas que se movían como luciérnagas, mientras recorría mentalmente la oscuridad en compañía de Moteado, Viento y Saltador. Los lobos habían salido demasiado mal parados de su encuentro con los cuervos para poder correr velozmente, debido a lo cual su estrategia se centraba en atraer a los hombres al refugio de sus hogueras. Los humanos siempre acababan por buscar el cobijo del fuego cuando los lobos merodeaban en la noche. Algunos de los desconocidos conducían hileras de caballos sin jinete, los cuales, despavoridos a causa de aquellas formas grisáceas que pasaban como una exhalación entre ellos, caracoleaban en su intento de deshacerse de las manos que retenían sus ronzales y, cuando lo conseguían, huían a toda carrera sin dirección fija. Las monturas ocupadas por jinetes se debatían asimismo al percibir las sombras cenicientas de desgarradores colmillos que surcaban la penumbra y de vez en cuando los hombres que las montaban emitían terribles alaridos, segundos antes de ser degollados por unas mandíbulas de lobo. Elyas también se encontraba allí, percibido, aunque de forma más vaga, por Perrin; hollaba la noche con su largo cuchillo, como un lobo apoyado sobre sus patas traseras que estuviera armado con un afilado diente de acero. Los gritos se convertían a menudo en maldiciones, pero los exploradores no cejaban en su búsqueda.

De pronto Perrin cayó en la cuenta de que los hombres seguían un plan predeterminado. Cada vez que alguno de los grupos entraba en su campo visual, al menos uno de ellos se aproximaba al promontorio donde se ocultaban él y Egwene. Elyas les había dicho que se escondieran, pero… «¿Y si echáramos a correr? Tal vez podríamos quedar a resguardo entre la oscuridad si no permanecemos parados. Tal vez. La noche ha de ser lo bastante tenebrosa para lograrlo.»

Se volvió hacia Egwene, pero la imagen que percibió lo disuadió de llevar a cabo lo previsto. Una docena de teas ardientes rodeaba la base de la colina, ondeando con el trote de los caballos. Las puntas de las lanzas reflejaban sus destellos. Retuvo el aliento y se quedó inmóvil, con las manos aferradas al mango del hacha.

Los jinetes se desplazaron más allá del altozano, pero, a un grito de uno de ellos, las antorchas retrocedieron. Desesperado, Perrin reflexionó, tratando de hallar un escape. No obstante, si se movían los descubrirían, si no lo habían hecho ya, y, una vez que hubieran detectado su presencia, no dispondrían de escapatoria posible, ni siquiera al amparo de las sombras.

Los desconocidos comenzaron a ascender la falda de la colina, con teas en una mano y una larga lanza en la otra, guiando a los caballos con la presión de sus rodillas. A la luz de las teas Perrin distinguió las blancas capas de los Hijos de la Luz. Éstos se inclinaban sobre sus monturas para escrutar las tinieblas que reinaban bajo los dedos de Artur Hawkwing.

—Hay algo allá arriba —afirmó uno de ellos, con voz chillona, como si todo lo que no abarcaba la luz de su antorcha le inspirara temor—. Ya os he dicho que era un lugar propicio para que alguien se escondiera en él. ¿No es eso un caballo?

Egwene posó una mano en el brazo de Perrin; sus ojos se veían muy grandes en la oscuridad. Su muda pregunta era evidente a pesar de la penumbra que encubría sus facciones. ¿Qué podían hacer? Elyas y los lobos todavía cazaban en las tinieblas nocturnas. Los caballos piafaban inquietos bajo ellos. «Si echamos a correr ahora, nos darán alcance.»

Uno de los Capas Blancas hizo avanzar un paso a su montura y gritó:

—Si sois capaces de comprender la lengua humana, bajad y rendíos. No recibiréis ningún daño si seguís la senda de la Luz. Si no os sometéis, recibiréis muerte al instante. Disponéis de un minuto.

Las lanzas, largas cabezas de acero relucientes junto a las antorchas, descendieron unos centímetros.

—Perrin —musitó Egwene—, no podemos escapar. Si no nos rendimos, nos matarán. ¿Perrin?

Elyas y los lobos conservaban aún la libertad. Otro grito balbuciente en la lejanía indicó que un Capa Blanca había perseguido a Moteado a una distancia demasiado corta. «Si huimos a todo correr…» Egwene lo observaba, aguardando a que él decidiera lo que debían hacer. «Si huimos a todo correr…» Tras sacudir la cabeza con cansancio se puso en pie como si se hallara en trance y comenzó a bajar la ladera con paso inseguro en dirección a los Hijos de la Luz. Oyó cómo Egwene exhalaba un suspiro y emprendía camino tras él, a rastras a causa de la aprensión. «¿Por qué son tan insistentes los Capas Blancas, como si odiaran encarnizadamente a los lobos? ¿Por qué huelen mal?» Casi creyó que él también percibía aquel olor inadecuado cuando el viento soplaba del lado de los jinetes.

—Deja caer el hacha —rugió el cabecilla.

Perrin avanzó hacia él, arrugando la nariz para desprenderse del olor que creía notar.

—¡Déjala caer, patán!

La lanza del dirigente se movió y apuntó al pecho de Perrin. Por un instante miró fijo aquella acerada arma capaz de ensartarlo y súbitamente gritó:

—¡No! —El alarido no iba dirigido al hombre que tenía enfrente.

Saltador emergió del seno de la noche, compenetrado con Perrin en una unidad espiritual. Saltador, el cachorro que había contemplado el vertiginoso ascenso de las águilas y había deseado con tanto fervor surcar el cielo como lo hacían las rapaces. El cachorro que se encaramó y porfió en aprender a tomar impulso hasta ser capaz de saltar a mayor altura que cualquiera de sus congéneres y que nunca olvidó su anhelo infantil de alzar el vuelo. Saltador brotó del seno de la noche y abandonó el suelo como un resorte, como un águila que alzara el vuelo. Los Capas Blancas sólo tuvieron el margen de unos segundos para comenzar a soltar maldiciones antes de que las mandíbulas de Saltador se cerraran en la garganta del hombre que amenazaba con su lanza a Perrin. El impulso del lobo lo derribó del caballo. Perrin sintió cómo se quebraba el cuello y enseguida paladeó la sangre.

Saltador tomó tierra livianamente a cierta distancia del hombre al que había dado muerte. Tenía el pelo manchado de sangre, propia y ajena. En su faz, un surco atravesaba el lugar que había ocupado su ojo izquierdo. Con el que le quedaba sano fijó la mirada en Perrin durante un segundo. «¡Corre, hermano!» Cuando giraba para remontarse de nuevo en el aire, una lanza lo clavó en el suelo. Un nuevo proyectil acerado penetró en su costilla para horadar luego la tierra bajo él. Debatiéndose, asestaba dentelladas a las astas que lo inmovilizaban. «Para alzar el vuelo.»

Presa de dolor, Perrin exhaló un alarido inarticulado, similar al aullido de un lobo. En un gesto irreflexivo, se abalanzó hacia adelante, gritando todavía. Su mente había abandonado todo pensamiento. Los jinetes estaban demasiado juntos para poder hacer uso de sus lanzas y el hacha se movía con la ligereza de una pluma en sus manos, como un enorme diente lobuno de metal. Algo le golpeó la cabeza y, al caer, ignoraba si era Saltador o él quien agonizaba.

—«… alzar el vuelo como las águilas.»

Murmurando, Perrin abrió los ojos. Le dolía la cabeza y no acertaba a recordar por qué. Miró a su alrededor, parpadeando para protegerse de la luz. Estaba postrado y Egwene se hallaba de rodillas a su lado, en una tienda cuadrada de dimensiones similares a las de la mayoría de las estancias de una casa, con el suelo alfombrado. Las lámparas de aceite prendidas en cada una de las esquinas proyectaban un intenso resplandor.

—Gracias a la Luz, Perrin —susurró—. Temía que te hubieran matado.

En lugar de responder, observó al hombre de pelo cano sentado en la única silla que había en el recinto. Unos ojos oscuros le devolvieron la mirada, enmarcados en un rostro que no se correspondía, en su opinión, con el tabardo blanco y dorado que llevaba ni con la reluciente armadura que ceñía unos ropajes de un blanco prístino. Parecía un rostro amable, benévolo y digno, cuya elegante austeridad iba a la par con el mobiliario de la tienda. Una mesa y un camastro plegable, una jofaina y un cántaro blancos, un arcón de madera con geométricas incrustaciones de marquetería. Los objetos de madera estaban pulidos y el metal reluciente, pero sin ostentación. Detrás de cada uno de los utensilios había la mano de un experto artesano, pero sólo podía advertirlo alguien que hubiera observado de cerca el trabajo de uno de ellos, como maese Luhhan o maese Aydaer, el carpintero.

Con el rostro ceñudo, el hombre revolvió con un dedo dos pequeños montones de cosas que había sobre la mesa. Perrin reconoció el contenido de sus bolsillos en uno de ellos y su navaja. La moneda de plata que le había dado Moraine destacaba entre ellos y el individuo de cabellos grises la volvió, pensativo. Frunció los labios; luego levantó el hacha de Perrin para sopesarla. Después volvió a centrar su atención en los dos muchachos del Campo de Emond.

Perrin trató de incorporarse, pero el agudo dolor que le recorrió las extremidades lo hizo caer pesadamente. Por primera vez advirtió que estaba atado, de pies y manos. Volvió la mirada hacia Egwene. Ésta se encogió de hombros, pesarosa, y se volvió para mostrarle la espalda. Tenía media docena de ligaduras en las muñecas y tobillos, surcados por los cordeles. Ambas ataduras se hallaban unidas por una cuerda, cuya

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