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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 94
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en caso de que lo hiciera. Una capital que irradiaría algún día al mundo entero la paz y la justicia. Al escuchar la proclama, el pueblo llano donó dinero suficiente para alzar un monumento dedicado a él. La mayoría de la gente lo consideraba levemente por debajo de la condición del propio creador. Sólo levemente. Llevó cinco años esculpir aquella estatua, la cual representaba al mismo Hawkwing en un tamaño cien veces superior al de su persona. La alzaron aquí, en el punto alrededor del cual debía construirse la ciudad.

—Nunca hubo una ciudad aquí —se mofó Egwene—. Habría más ruinas en ese caso.

Elyas asintió, sin abandonar el escrutinio del terreno.

—En efecto, no la hubo. Artur Hawkwing murió el mismo día en que se finalizó la escultura, y sus hijos y el resto de su estirpe se disputaron el trono con las armas. La estatua permaneció solitaria en medio de la neblina de estas colinas. Los hijos, los sobrinos y primos fallecieron y con ellos el linaje de Hawkwing. Algunos habrían borrado incluso su recuerdo, si ello hubiera sido factible. Se quemaron todos los libros que mencionaban su nombre. Al final sólo quedaron de él los relatos orales, inexactos en su mayoría. Ahí es donde fue a parar toda su gloria.

»Las luchas no cesaron con la muerte de Hawkwing y de sus familiares, por supuesto. Todavía había un trono que ganar y todos los señores y damas capaces de mantener guerreros a su servicio lo codiciaban. Aquél fue el inicio de la Guerra de los Cien Años. En realidad duró ciento veintitrés y la mayor parte de la historia de aquel tiempo se perdió en el humo de las ciudades arrasadas por el fuego. Muchos consiguieron retazos de tierra, pero ninguno logró la totalidad del reino, y en algún momento de aquella época alguien derribó la estatua. Tal vez no podían soportar más comparar su estatura con la de la reproducción de Hawkwing.

—Primero dais a entender que lo despreciáis —arguyó Egwene— y ahora parece que sentís admiración por él. —Sacudió la cabeza.

Elyas se volvió para mirarla de hito en hito.

—Toma un poco de té si quieres. Quiero que el fuego esté apagado antes de que anochezca.

Perrin distinguía con nitidez el ojo entonces, a pesar de la escasa luz del crepúsculo. Era mayor que la cabeza de un hombre y las sombras que se abatían a través de él le conferían el aspecto del ojo de un cuervo, duro, negro e implacable. Deseó haber armado el campamento en cualquier otro lugar.

CAPÍTULO 30: Hijos de las Sombras

Egwene se sentó junto al fuego, contemplando el fragmento de estatua, pero Perrin se encaminó al estanque en busca de soledad. El día tocaba a su fin y el viento nocturno, que ya empezaba a levantarse por el este, rizaba la superficie del agua. Tomó el hacha prendida en su cinto y la hizo girar entre las manos. El mango de madera de fresno, suave y fresco al tacto, era tan largo como su brazo. La aborrecía. Se avergonzaba del orgullo que había sentido por el hacha allá en el Campo de Emond, antes de conocer qué uso iba a estar dispuesto a darle.

—¿Tanto la odias? —preguntó Elyas tras él.

Atónito, se levantó de un salto y casi alzó el arma antes de advertir quién era.

—¿Podéis…? ¿También vos podéis leer mis pensamientos? ¿Como los lobos?

Elyas ladeó la cabeza y lo observó con aire burlón.

—Hasta un ciego podría leer en tu rostro, chico. Bien, dilo en voz alta. ¿Odias a la muchacha? ¿La desprecias? Eso es. Estabas decidido a matarla porque la desdeñas por hacerse la remolona y por esa manera tan femenina que tiene de dominarte.

—Egwene jamás se ha hecho la remolona —protestó—. Siempre comparte las obligaciones. No la desprecio, la quiero. —Miró airado a Elyas, desafiándolo a que, se echara a reír—. No de esa manera. Me refiero a que… no es como una hermana, pero ella y Rand… ¡Rayos y truenos! Si los cuervos nos hubieran atrapado… Si… No sé.

—Sí lo sabes. Si ella hubiera tenido que elegir la manera de morir, ¿qué crees que habría escogido? ¿Un limpio hachazo o el tormento que experimentaron los animales muertos que hemos visto hoy? Estoy seguro de cuál habría sido su decisión.

—Yo no tengo derecho a elegir por ella. No se lo diréis, ¿eh? Lo de que… —Sus manos se cerraron con fuerza en el mango del hacha; los músculos de sus brazos se tensaron. Tenía una poderosa musculatura para su edad, forjada durante las largas horas en que descargaba martillazos en la herrería de maese Luhhan. Por un instante, creyó que la madera del asta iba a crujir—. Odio esta maldita arma —gruñó—. No sé qué demonios hago con ella, pavoneándome por ahí como un idiota. No habría podido hacerlo, de veras. Cuando no era más que una posibilidad podía fanfarronear y actuar como si yo… —suspiró; luego bajó el tono de voz—. Ahora es distinto. No quiero volver a usarla nunca más.

—La utilizarás.

Perrin alzó el hacha para arrojarla a la charca, pero Elyas le agarró la muñeca.

—La utilizarás, muchacho, y, mientras detestes tener que hacer uso de ella, le darás utilidad más sabiamente que la mayoría de los hombres. Aguarda. Si algún día no sientes odio por ella, habrá llegado el momento de lanzarla de inmediato y echar a correr en sentido contrario.

Perrin asía el hacha con las manos, aún tentado de arrojarla al estanque. «A él no le cuesta nada decir eso. ¿Qué ocurrirá si espero y luego ya no soy capaz de deshacerme de ella?»

Abrió la boca para expresar aquella duda, pero no emitió palabra alguna. Había recibido un mensaje de los lobos, tan imperativo que los ojos se le tornaron vidriosos. Por un instante olvidó lo que iba a decir, olvidó incluso cómo hablar, cómo respirar. El semblante de Elyas también se alteró y sus ojos parecieron mirar hacia adentro y a la lejanía de modo simultáneo. Después el contacto se disipó tan deprisa como se había iniciado. Había tenido lugar en un abrir y cerrar de ojos, pero ese tiempo era suficiente.

Perrin se estremeció y llenó de aire los pulmones. Elyas no perdió ni un segundo; tan pronto como el velo abandonó sus ojos, se precipitó hacia la fogata sin vacilar. Perrin corrió en silencio tras él.

—¡Apaga el fuego! —gritó con voz ronca Elyas a Egwene. Gesticulaba con apremio y parecía tratar de gritar susurrando—. ¡Apágalo!

Elyas se abrió paso rudamente ante ella y aferró el hervidor del té, tras lo cual profirió una maldición al quemarse. Pese a ello, lo volcó boca abajo sobre las llamas. Perrin llegó a tiempo para comenzar a cubrir de tierra el rescoldo mientras el último chorro de té se derramaba sobre el fuego para evaporarse en hilillos de humo. No se detuvo hasta haber enterrado el más ligero vestigio de la hoguera.

Elyas entregó el recipiente a Perrin, pero éste lo dejó caer de inmediato con una exclamación de sorpresa. Perrin se sopló las manos y miró ceñudo a Elyas, aunque aquél estaba demasiado ocupado en examinar el suelo para prestarle atención.

—No es posible borrar la huella de nuestra presencia aquí —dictaminó—. Sólo nos queda alejarnos y no perder la esperanza. Tal vez no nos molesten. ¡Maldición!, si habría jurado que eran los cuervos.

Perrin se apresuró a ensillar a Bela, apoyando el hacha sobre sus muslos mientras se agachaba para sujetar la cincha.

—¿Qué ocurre? —preguntó Egwene, con voz entrecortada—. ¿Trollocs? ¿Un Fado?

—Id en dirección este u oeste —les indicó Elyas— y buscad un lugar donde esconderos. Yo me reuniré con vosotros tan pronto como pueda. Si ven un lobo… —partió como una flecha, agazapado como si tuviera intención de ir a gatas, y desapareció entre las sombras alargadas del anochecer.

Egwene recogió a toda prisa sus escasas pertenencias, pero todavía exigía una explicación a Perrin. Su voz, insistente, adquiría un tono más temeroso a cada minuto. Perrin también sentía miedo, pero la aprensión los hacía avanzar con mayor rapidez. Esperó hasta que estuvieron de camino hacia el sol poniente. Mientras trotaba delante de Bela con el hacha aferrada ante su pecho con ambas manos, refirió cuanto sabía a grandes pinceladas, al tiempo que buscaba un paraje para esconderse y aguardar a Elyas.

—Se acerca un numeroso grupo de hombres a caballo. Iban detrás de los lobos, pero no los han visto. Se dirigen a la charca. Tal vez ello no guarda ninguna relación con nosotros, puesto que éste es el único manantial existente en varios kilómetros a la redonda. Pero Moteado dice… —Miró brevemente hacia atrás. El sol del crepúsculo dibujaba curiosas sombras en el rostro de Egwene, sombras que ocultaban su expresión—. Moteado dice que huelen mal. Es… algo parecido al olor que despide un perro rabioso. —El estanque se perdió de vista a sus espaldas. Todavía divisaba las rocas, los fragmentos de la estatua de Artur Hawkwing, pero no distinguía cuál de ellas era la piedra junto a la que habían encendido la hoguera—. Nos mantendremos alejados de ellos y buscaremos un lugar donde esperar a Elyas.

—¿Por qué deberían querer hacernos daño? —inquirió—. Se supone que aquí nos hallamos a salvo. ¡Luz, tiene que existir algún lugar seguro!

Perrin comenzó a escudriñar con mayor atención. Seguramente no se encontraban lejos del estanque, pero las sombras eran cada vez más espesas. Pronto estaría demasiado oscuro para caminar. Una tenue luz bañaba todavía los altozanos, aunque desde las hondonadas, donde apenas se veía, por contraste aparecían fulgurantes. A la izquierda, una forma oscura destacaba contra el cielo, una amplia piedra plana que surgía de la ladera de un montículo y cubría la vertiente con su sombra.

—Por ahí —dijo.

Se encaminó hacia la colina; observaba por encima del hombro para percibir alguna señal de los hombres que se aproximaban. No se veía nada… por el momento. En más de una ocasión hubo de detenerse y aguardar a la montura que iba tras él. Egwene se aferraba al cuello de la yegua y avanzaba con cuidado sobre el irregular terreno. Perrin pensó que ambos debían de hallarse más fatigados de lo que él había creído. «Será mejor que éste sea un buen escondrijo. Me parece que no hay posibilidad de buscar otro.»

En la base del promontorio examinó la maciza roca plana que brotaba de la ladera casi en su cumbre. Había un aire curiosamente familiar en la manera como el enorme bloque parecía formar unos escalones irregulares, tres que subían Y uno que descendía. Trepó la corta distancia que lo separaba de él y palpó la Piedra, mientras caminaba a su alrededor. A pesar de los siglos de intemperie, Percibió cuatro columnas pegadas entre sí. Desvió la mirada hacia arriba, a cima escalonada de la roca, que sobresalía por encima de su cabeza como un cobertizo: dedos. «Nos guareceremos en la mano de Artur Hawkwing. Tal vez aquí haya quedado algún resto de su justicia»

Hizo señas a Egwene para que lo siguiera. Como ella no se movía, regresó a la hondonada y le refirió lo que había hallado.

Egwene miró detenidamente la colina con la cabeza inclinada hacia adelante.

—¿Cómo puedes ver algo? —se extrañó.

Perrin abrió la boca y luego la cerró de golpe. Se mordió los labios mientras miraba en torno a sí, consciente por primera vez de lo que percibía. El sol se había puesto y las nubes ocultaban la luna llena, pero a él le parecía encontrarse en el atardecer.

—He palpado la piedra —explicó al fin—. Será por eso. No podrán distinguirnos

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