podía precisar qué había ocurrido. Se detuvo y miró en derredor con recelo.
Elyas los observaba, a él y a Egwene, con ojos brillantes. Él sabía en qué consistía aquel fenómeno, Perrin estaba convencido de ello, pero se limitaba a observar su reacción.
Egwene refrenó a Bela y miró indecisa en torno a sí, entre temerosa y maravillada.
—Es… extraño —susurró—. Tengo la sensación de haber perdido algo. —Incluso la yegua erguía la cabeza en actitud expectante, abriendo los hollares como si detectase un tenue aroma a heno recién segado.
—¿Qué…, qué ha sido eso? —preguntó Perrin.
Elyas emitió una súbita carcajada y se inclinó hacia adelante con los hombros convulsos para apoyar las manos en las rodillas.
—Estamos a salvo, eso es lo que pasa. Lo hemos logrado, condenados idiotas. Ningún cuervo atravesará esta línea…, ninguno que actúe por cuenta del Oscuro, al menos. Un trolloc solamente la cruzaría bajo presión y el Myrddraal que lo obligara a ello lo haría en una situación totalmente desesperada. Las Aes Sedai tampoco la transpondrían. El Poder único no surte efecto aquí; no pueden entrar en contacto con la Fuente Verdadera. Ni siquiera pueden sentirla, como si no existiera. Eso les produce un gran resquemor, sin duda. Les produce, unos espasmos como si estuvieran borrachas. Este es un lugar seguro.
En principio, los ojos de Perrin no percibieron ningún cambio en el paisaje de ondulantes colinas y lomas que habían recorrido durante toda la jornada. Después advirtió algunas manchas verdes en el suelo; no muchas, pero más abundantes que en otros parajes. El pasto estaba menos invadido de malas hierbas. No alcanzaba a imaginar por qué, pero había… algo peculiar en aquel sitio. Y algo que, a decir de Elyas, hurgaba en sus recuerdos.
—¿Qué es? —inquirió Egwene—. Siento… ¿Qué es este lugar? Creo que no acaba de gustarme.
—Un stedding —rugió Elyas—. ¿Nunca habéis escuchado historias? Claro que no ha habido ningún Ogier aquí a lo largo de tres mil años, desde el Desmembramiento del Mundo, pero es el stedding lo que genera a los Ogier y no al revés.
—Sólo es una leyenda —tartamudeó Perrin. En los relatos, los steddings eran siempre refugios, parajes donde ocultarse de las Aes Sedai o de las criaturas del Padre de las Mentiras.
Elyas se incorporó. Aun cuando no aparecía del todo repuesto, no daba la sensación de haber corrido durante casi todo el día.
—Venid. Será mejor que nos adentremos más en esta leyenda. Aunque no pueden seguirnos, los cuervos todavía son capaces de vernos tan cerca de la frontera y podrían estar apostados en suficiente número como para vigilar la totalidad de sus contornos. Ojalá continúen su búsqueda sin reparar en nosotros.
Perrin deseaba quedarse allí mismo. Las piernas le temblaban, impeliéndolo a permanecer tumbado durante una semana entera. La influencia reparadora del lugar había sido sólo momentánea y ahora sentía de nuevo la fatiga y el dolor. Porfió por dar un paso y luego otro más. No resultaba fácil, pero de algún modo iba avanzando. Egwene puso a Bela en movimiento. Elyas emprendió una marcha rápida que sólo aminoraba al advertir la evidencia de que los demás no eran capaces de seguir su ritmo.
—¿Por qué no… nos quedamos aquí? —jadeó Perrin. Respiraba por la boca y debía esforzarse para emitir las palabras con el resuello entrecortado—. Si realmente es… un stedding, estaríamos a resguardo, sin trollocs ni Aes Sedai. ¿Por qué no… nos quedamos aquí… hasta que acabe todo? —«Tal vez tampoco entren aquí los lobos», pensó para sí.
_¿Y cuánto tiempo representaría eso? —contestó Elyas por encima del hombro con una ceja enarcada—. ¿Qué comeríamos? ¿Hierba, como los caballos? Además, otras personas conocen la existencia de este paraje y nada impide su acceso a los hombres, ni siquiera a los más depravados. Y sólo hay un sitio donde todavía se encuentra agua. —Con el rostro ceñudo giró sobre sí y escrutó el terreno. Cuando hubo finalizado, sacudió la cabeza y murmuró algo para sus adentros. Perrin captó cómo llamaba a los lobos. «Deprisa. Deprisa»—. Nosotros estamos suponiendo una posibilidad de salvación entre múltiples peligros y los cuervos poseen una certeza. Vamos. Sólo quedan uno o dos kilómetros.
Perrin habría refunfuñado si no hubiera tenido que dosificar el aliento.
Las suaves colinas comenzaron a aparecer salpicadas de unas enormes moles de piedra gris de formas irregulares, recubiertas de líquenes y medio enterradas en la tierra, algunas de las cuales tenían un tamaño tan grande como el de una casa. Se hallaban invadidas de zarzas sin excepción y medio ocultas por matorrales en su mayoría. De vez en cuando, entre el tono pardusco de la maleza, una solitaria mancha verde anunciaba que aquél era un lugar especial. Fuera lo que fuese lo que mortificaba la tierra más allá de sus límites, también producía daños en su interior, pero allí la herida no era tan profunda.
Por último, franquearon un nuevo altozano y en la hondonada siguiente divisaron un estanque. Cualquiera de ellos habría podido vadearlo en dos zancadas, pero el agua estaba lo bastante clara y limpia como para transparentar la arena del fondo, reluciente como una lámina de cristal. Incluso Elyas se precipitó con entusiasmo por la pendiente.
Perrin se tumbó boca abajo en el suelo cuando llegó junto a la charca y zambulló la cabeza en ella. Un instante después, la sacó del frío líquido que había manado de las entrañas de la tierra. Sacudió la cabeza, produciendo una llovizna que desprendían sus largos cabellos. Egwene lo salpicó, sonriendo. Los ojos de Perrin adoptaron una expresión sombría. La muchacha frunció el entrecejo y abrió la boca, pero él volvió a introducir el rostro en el estanque. «No más preguntas. Ahora no. Basta de explicaciones.» Sin embargo, una vocecilla lo acosaba. «Pero lo habrías hecho, ¿no es cierto?»
Al poco Elyas reclamó su atención.
—Si todos vamos a comer, necesitaré ayuda.
Egwene trabajó con entusiasmo, y reía y bromeaba mientras preparaban su exigua comida. No les quedaba más que queso y carne seca, dado que no habían tenido ocasión de cazar. Por suerte, todavía tenían té. Perrin participó en las tareas en silencio. Sentía los ojos de Egwene fijos en él y percibía una preocupación creciente en su semblante, pero él evitaba en lo posible encontrar su mirada. Sus risas se desvanecieron y las bromas fueron espaciándose hasta perder su arrebato. Elyas observaba sin decir nada. La taciturnidad se apoderó de ellos. Comieron en silencio mientras el sol enrojecía en el horizonte y las sombras de sus cuerpos se alargaban.
«No falta ni una hora para que reine la oscuridad. De no ser por el stedding, todos estaríais muertos ahora. ¿La habrías salvado? ¿La habrías abatido con el hacha como a un arbusto cualquiera? Los arbustos no sangran, ¿verdad? Ni gritan y miran a los ojos preguntando el porqué.»
Perrin se retrajo aún más. En lo más recóndito de su mente percibía algo que se mofaba de él. Algo cruel. No era el Oscuro. Casi deseaba que hubiera sido eso. No se trataba del Oscuro, sino de sí mismo.
Excepcionalmente, Elyas había quebrantado sus normas respecto a las hogueras. Allí no crecían árboles, pero él había arrancado ramas secas de los arbustos y había encendido una fogata al amparo de una enorme peña que brotaba de la pendiente de la colina. Por las capas de hollín depositadas en la piedra, Perrin dedujo que aquel mismo lugar debía de haber sido utilizado por incontables generaciones de viajeros.
La parte de la roca que sobresalía de la tierra poseía una forma redondeada, bruscamente cortada en una abrupta pendiente en un costado, cuya desigual superficie se hallaba cubierta de musgo reseco. A Perrin se le antojaron extraños los surcos y oquedades erosionados en el lado ovalado, pero se encontraba demasiado absorto en su melancolía para prestarles mayor atención. Egwene, en cambio, los contemplaba mientras comía.
—Eso —observó finalmente—parece un ojo.
Perrin parpadeó; en efecto, semejaba un ojo, bajo toda aquella capa de hollín.
—Lo es —confirmó Elyas. Estaba sentado de espaldas al fuego y a la roca, observando la tierra a su alrededor, al tiempo que masticaba una tira de carne seca casi tan dura como el cuero—. El ojo de Artur Hawkwing. El ojo del propio Rey Supremo. En esto fueron a parar al final todo su poder y gloria.
Hablaba distraídamente, como también mascaba con mente ausente; su mirada y su atención se centraban en las lomas del entorno.
—¡Artur Hawkwing! —exclamó Egwene—. Me estáis tomando el pelo. No es ningún ojo. ¿Por qué iba a esculpir alguien el ojo de Artur Hawkwing en una piedra como ésta?
Elyas la miró brevemente por encima del hombro y murmuró:
—¿Y qué os enseñan a los cachorros de pueblo? —Resopló mientras reasumía su vigilancia, pero sin dejar de hablar—. Artur Paendrag Tanreall, Artur Hawkwing, el Rey Supremo, unió todas las tierras desde la Gran Llaga hasta el Mar de las Tormentas, del Océano Aricio al Yermo de Aiel e incluso algunas situadas más allá del Yermo. Hasta llegó a enviar ejércitos a la otra orilla del Océano Aricio. Las historias cuentan que gobernó el mundo entero, pero lo que en realidad abarcaron sus dominios bastaría a cualquier mortal. Con todo, impuso la paz y la justicia en ellos.
—Todos eran iguales ante la ley —recitó Egwene— y ningún hombre alzaba la mano contra otro hombre.
—Veo que al menos has escuchado alguna historia. —Elyas rió secamente—. Artur Hawkwing impuso la paz y la justicia, pero las implantó con ayuda del fuego y las armas. Un niño podía cabalgar solo con una bolsa de oro desde el Océano Aricio a la Columna Vertebral del Mundo sin experimentar un instante de temor, pero la justicia del Rey Soberano tenía la misma dureza que esta piedra para quienes osaran poner en entredicho su poder, aun si sólo era por su propia naturaleza o porque la gente opinase que constituía una amenaza. El pueblo llano dispuso de paz y justicia y tenía qué llevarse al estómago, pero mantuvo asediada durante veinte años Tar Valon y puso un precio de un millar de coronas de oro a la cabeza de cada una de las Aes Sedai.
—Pensaba que las Aes Sedai no os inspiraban simpatía —apuntó Egwene.
Elyas esbozó una sonrisa sarcástica.
—No importa lo que a mí me guste, muchacha, Artur Hawkwing fue un arrogante insensato. Una curandera Aes Sedai habría podido salvarlo cuando enfermó, fue envenenado, a decir de algunos, pero todas las Aes Sedai que permanecían con vida se encontraban acorraladas tras las Murallas Resplandecientes y utilizaban todo su Poder para contener a un ejército que iluminaba la noche con las fogatas de su campamento. De cualquier manera, no habría permitido que se le acercara ninguna. Detestaba a las Aes Sedai con la misma fuerza con que aborrecía al Oscuro.
Egwene frunció los labios, pero, al tomar la palabra, sólo objetó:
—¿Qué tiene que ver todo eso con la posibilidad de que esto sea el ojo de Artur Hawkwing?
—Sólo esto, muchacha. Reinando la paz en todos los territorios, a excepción de los de ultramar, aclamado con fervor por la gente en todo lugar que visitara (lo querían de veras; era un hombre rudo, pero nunca con la plebe) bien, con todo eso, decidió que había llegado el momento de construir una capital. Una nueva ciudad que no estuviera conectada en la mente de nadie con una antigua causa ni facción ni rival. La levantó aquí, en el centro exacto de la tierra circundada por los mares, el Yermo y la Llaga. Aquí, donde ninguna Aes Sedai entraría por propia voluntad ni podría utilizar el Poder