más rápido y tropezó. Haciendo equilibrios con los brazos extendidos, apenas si logró evitar caer de bruces. «¡Rayos y truenos! ¡Estoy corriendo tan deprisa como soy capaz!»
Un cuervo solitario partió aleteando del bosquecillo. Ladeó la cabeza hacia ellos, soltó un graznido y se alejó en dirección sur. Consciente de que ya era demasiado tarde, Perrin asió la honda que colgaba de su cintura. Todavía hurgaba en los bolsillos para coger una piedra cuando el pájaro se plegó de súbito en el aire y cayó desplomado al suelo. Boquiabierto, advirtió la honda que tenía Egwene en la mano. La muchacha le sonrió con inquietud.
—¡No os quedéis ahí pasmados! —los llamó Elyas.
Con un sobresalto, Perrin se precipitó hacia el bosquecillo y luego se apartó del camino para que no lo pisara Bela.
En la lejanía por poniente, apenas perceptible, se levantó una especie de neblina negra en el aire. Perrin sintió a los lobos que avanzaban en esa dirección, rumbo norte. Captó que éstos habían advertido cuervos, a derecha e izquierda, mientras caminaban. La oscura bruma viró hacia el norte como si persiguiera a los lobos y después giró de improviso y se alejó como una flecha hacia el sur.
—¿Creéis que nos han visto? —preguntó Egwene—. Ya estábamos bajo los árboles, ¿no es cierto? No es posible que nos hayan divisado a tanta distancia, ¿verdad?
—Nosotros los hemos visto a esa misma distancia —observó secamente Elyas. Perrin se revolvió, intranquilo, y Egwene inspiró, angustiada—. Si nos hubieran descubierto —gruñó Elyas—, se habrían abatido sobre nosotros como lo han hecho con la zorra. Mantened la mente clara si queréis conservar la vida. Si no lo controláis, el miedo acabará con vosotros. —Su penetrante mirada reposó en cada uno de ellos unos instantes. Por último hizo un gesto afirmativo—. Ahora ya se han ido y nosotros también debemos marcharnos. Mantened a mano esas hondas. Podrían volver a sernos útiles.
Después de abandonar la arboleda, Elyas desvió hacia el oeste la línea de marcha que habían venido siguiendo. A Perrin casi se le cortó la respiración; parecía como si caminaran en pos de los cuervos que habían divisado. Elyas avanzaba incansablemente y ellos no tenían más alternativa que ir tras él. Después de todo, Elyas conocía un lugar seguro en algún sitio. O al menos eso afirmaba.
Corrieron hacia la próxima colina, aguardaron a que los pájaros prosiguieran su ruta y luego volvieron a correr y a esperar de manera alternativa. La marcha regular que habían sostenido antes había sido fatigante, pero aquel avance a trompicones ya empezaba a hacerlos flaquear a todos, salvo a Elyas. A Perrin le palpitaba el pecho y cuando se hallaba sobre un promontorio sólo se preocupaba de recobrar el aliento, dejando que Elyas escrutara el terreno. Bela mantenía la cabeza gacha y sus hollares se ensanchaban de forma creciente a cada parada realizada. El miedo los laceraba y Perrin ignoraba si estaban controlándolo o no. Lo único que deseaba era que los lobos les informaran de lo que había a sus espaldas, en el supuesto de que hubiera algo, fuese cual fuese su naturaleza.
Frente a ellos volaban más cuervos de los que Perrin esperaba volver a ver. A derecha e izquierda las negras aves se elevaban ondulantes para tomar rumbo sur. En más de diez ocasiones llegaron al escondrijo de un bosquecillo o de una loma justo momentos después de que los cuervos hubieran alzado el vuelo. En una de ellas, cuando el sol comenzaba a descender de su altura de mediodía, permanecieron a cielo descubierto, petrificados como estatuas, a medio kilómetro del próximo punto de resguardo, mientras un centenar de espías alados del Oscuro pasaba de estampida a un escaso kilómetro de distancia a su izquierda. El sudor perló el rostro de Perrin a pesar del viento hasta que la última forma negra se hubo convertido en un punto y desvanecido luego en la distancia. Perdió la cuenta de los animales rezagados que abatieron con las hondas.
Siguiendo el mismo rumbo que habían tomado las aves, obtuvo pruebas fehacientes para justificar su miedo. Había contemplado con repugnancia y extraña fascinación un conejo despedazado. Su cabeza, con la cuencas vacías, permanecía erguida y los otros restos de su anatomía, piernas y entrañas, se hallaban esparcidos en círculo en torno a ella. También vio pájaros, convertidos en informes masas de plumas, y dos zorros más.
Le vino a la memoria algo que había comentado Lan. Todas las criaturas del Oscuro se complacían en dar muerte a otros seres. El poder del Oscuro reside en la muerte. ¿Y si los cuervos los encontraban? Aquellos ojos implacables que relucían como cuentas de azabache. Los hirientes picos que se agitarían en vorágine a su alrededor. Picos afilados como agujas que succionarían su sangre. Un centenar de ellos. «¿O llamarán a otros congéneres? ¿Tal vez a todas las criaturas de su especie, para que participen en la cacería?» Una repulsiva imagen invadió su mente. Un montón de cuervos, que cubrían toda una colina, hormigueando como gusanos, se disputaban algunos despojos sangrientos.
De improviso aquella escena fue sustituida por otras, que se mostraban con nitidez un instante para difuminarse y dejar paso a una siguiente. Los lobos habían hallado cuervos hacia el norte. Los pájaros bajaban en picado, emitían graznidos, revoloteaban y volvían a abatirse, succionando sangre a cada arremetida. Los lobos se encogían y saltaban entre gruñidos, y se retorcían en el aire cerrando bruscamente las mandíbulas.
Una y otra vez Perrin notó el gusto de las plumas y el enloquecedor sabor de las revoloteantes aves atrapadas al vuelo con una dentellada; percibió, con una desesperación que en ningún momento consideraba la posibilidad de cejar, que todo su denuedo no era suficiente. De repente, la alada horda se alejó, no sin antes girarse para dedicar un último chillido de rabia a los lobos. Éstos no perecían tan fácilmente como las raposas, y ellos debían cumplir una misión. Desaparecieron con un batir de alas negras, dejando tras de sí unas cuantas plumas que cayeron sobre sus compañeros muertos. Viento se lamió una desgarradura en la pierna delantera izquierda. Algo le había ocurrido a Saltador en uno de los ojos. Haciendo caso omiso de sus propias heridas, Moteado los reunió y los tres emprendieron una trabajosa carrera en la misma dirección en que habían desaparecido sus atacantes. Tenían la piel bañada de sangre. «Ya vamos. El peligro se acerca delante de nosotros.»
Perrin intercambió una mirada con Elyas, mientras avanzaba a tropezones. Los amarillentos ojos del hombre aparecían del todo inexpresivos, pero estaba al corriente de lo ocurrido. Sin decir nada, se limitó a observar a Perrin y a aguardar, sin dejar de cubrir terreno a grandes zancadas.
«Está esperando, esperando a que yo admita que capto el pensamiento de los lobos.»
—Cuervos —musitó, reacio, Perrin—. Detrás de nosotros.
—Tenía razón Elyas —murmuró Egwene—: puedes comunicarte con ellos.
A pesar de sentir sus pies como bloques de hierro prendidos a estacas de madera, Perrin intentó hacer que se movieran a mayor velocidad. Si pudiera tomar la delantera y sortear aquellos ojos, los cuervos y los lobos, pero sobre todo los ojos de Egwene, que ahora sabían qué era él. «¿Qué eres? ¡Un condenado, que la Luz te ciegue! ¡Estás maldito!»
La garganta le ardía de una manera tal como no había experimentado antes ni siquiera al respirar el humo y el calor de la forja de maese Luhhan. Avanzó a trompicones asido al estribo de Egwene hasta que ésta descendió y lo obligó a montar a pesar de que él insistía en que podía continuar a pie. No transcurrió mucho tiempo, no obstante, antes de que la muchacha se aferrara al estribo mientras corría, sosteniéndose la falda con la otra mano, y aún menos antes de que Perrin desmontara con las rodillas todavía doloridas. Hubo de elevarla en brazos para que ocupara la silla, pero estaba demasiado fatigada para oponerse a él.
Elyas, inasequible al cansancio, los urgía a mantener la velocidad, les lanzaba pullas, y los mantenía tan cerca detrás de los cuervos que exploraban el terreno en dirección sur que Perrin pensó que bastaría con que uno de los pájaros volviera la cabeza para ser descubiertos.
—¡Seguid caminando, maldita sea! ¿Creéis que os tratarían con más miramiento que a la zorra si nos atrapan? ¿O que a ese otro animal que tenía las entrañas apiladas sobre la cabeza? —Egwene se ladeó en la silla para vomitar ruidosamente—. Sabía que lo recordaríais. Sólo tenéis que resistir un trecho más. Eso es todo. Vaya, pensaba que los muchachos campesinos eran más fuertes, que se pasaban el día trabajando y la noche bailando. ¡Moved esos condenados pies!
Comenzaron a descender los altozanos tan pronto como el último cuervo se había desvanecido detrás del siguiente y mientras los rezagados todavía aleteaban sobre la cumbre. «Bastaría con que uno mirara atrás.» Los pájaros escrutaban a ambos lados mientras se precipitaban hacia adelante. «Con uno solo sería suficiente.»
La bandada que iba a la zaga ganaba terreno inexorablemente. Moteado y sus compañeros les tomaban ya la delantera y se acercaban a ellos sin detenerse a lamerse las heridas, pero habían aprendido a escudriñar el cielo. «¿A qué distancia? ¿A cuánto tiempo de camino?» Los lobos carecían de las nociones temporales de los hombres, ya que para ellos no había motivos para dividir el día en horas. Las estaciones eran para ellos una distinción suficiente, y la luz y la oscuridad. No precisaban más. Finalmente Perrin percibió una imagen de la posición que ocuparía el sol en el horizonte cuando los cuervos les dieran alcance por la espalda. Miró por encima del hombro el sol que se ponía, y se pasó por los labios una lengua reseca. Al cabo de una hora las aves se cernerían sobre ellos, o tal vez en menos tiempo. Una hora, y todavía faltaban más de dos para que anocheciera.
«Moriremos con el crepúsculo», calculó lúgubremente; se tambaleaba mientras corría. Se llevó la mano al hacha y luego la trasladó a la honda. Aquella arma sería de más utilidad. Sin embargo, no sería suficiente, no contra un centenar de cuervos, un centenar de blancos en movimiento, un centenar de picos afilados.
—Ahora te toca a ti ir a caballo —le indicó cansinamente Egwene.
—Dentro de un poco —rehusó jadeante—. Todavía estoy fresco para recorrer varios kilómetros.
La muchacha asintió y permaneció sobre la silla. «Está cansada. ¿Debo decírselo? ¿O será preferible que crea que aún tenemos posibilidades de escapar? ¿Una hora de esperanza o una hora de desesperación?»
Elyas lo observaba de nuevo, mudo. Sin duda estaba también al corriente. Perrin miró a Egwene y hubo de pestañear para fundir las lágrimas que le anegaron los ojos. En el último instante, cuando los cuervos descendieran en picado sobre ellos, cuando ya no quedara ninguna expectativa, ¿tendría el valor de preservarla de la muerte que había padecido la zorra? «¡Que la Luz me infunda fuerzas! »
Las aves que volaban delante de ellos parecieron desvanecerse de improviso. Perrin todavía distinguía unas tenues nubes oscuras por el este y el oeste, pero enfrente… no había nada. «¿Adónde han ido? Luz, si les hemos tomado la delantera…»
De repente, le recorrió el cuerpo una gelidez, un frío hormigueo similar al que habría experimentado si se hubiera zambullido en el arroyo del manantial en pleno invierno. Aquella especie de escalofrío que serpenteaba en su interior pareció mitigar su fatiga y liberarlo parcialmente del dolor que agarrotaba sus piernas y la quemazón que le oprimía los pulmones. De algún modo, se sentía distinto, si bien no