arrasadas por el fuego en torno a la plaza. Todo estaba en orden, insistían en afirmar, y evitaban posar la mirada en lo que no querían ver.
Un obeso individuo que charlaba con pretendida campechanía se sobresaltaba al menor sonido producido a su espalda. Con una sonrisa que iba perdiendo su entusiasmo, refería la versión de que una lámpara caída había provocado un incendio que el viento había propagado de forma irremediable. Nynaeve advirtió que todos los edificios habían quedado derruidos por completo.
Existían casi tantas interpretaciones como personas había presentes. Varias mujeres bajaron la voz hasta un tono conspiratorio. La verdad era que había un hombre en algún lugar de la ciudad que se había inmiscuido en el uso del Poder único. Ya era hora de que acudiese alguna Aes Sedai; hora de sobra, en su opinión, por más que criticaran los hombres las instituciones de Tar Valon. El Ajah Rojo había de devolver las cosas a su cauce.
Un hombre pretendía que había sido un ataque de bandidos y otro un disturbio provocado por Amigos Siniestros.
—Esos que van a ver al falso Dragón, ya sabéis —confió sobriamente—. Se encuentran por todas partes. Todos son Amigos Siniestros.
Sin embargo, otros hacían referencia a algún tipo de contratiempo, cuya naturaleza no especificaban, que había llegado a la ciudad con un barco que descendió del río.
—Nosotros les dimos indicaciones —musitó un individuo de rostro afilado mientras se frotaba nervioso las manos—. Que se queden ese tipo de cosas en las tierras fronterizas, que es el lugar adonde corresponden. Fuimos a los muelles y…
Calló tan bruscamente que los dientes se le cerraron con un castañeo. Sin pronunciar más palabras se escabulló, y acto seguido se alejó echando furtivas miradas hacia atrás como si temiera que fueran a darle persecución.
El barco había zarpado, aquello quedó claro gracias a la intervención de otros lugareños; había soltado por fin amarras apresuradamente justo el día antes, mientras una creciente multitud se congregaba en el puerto. Nynaeve se preguntó si Egwene y los muchachos se habrían hallado a bordo. Una mujer dijo que en aquella embarcación había viajado un juglar. Si se trataba de Thom Merrilin…
Expresó a Moraine sus sospechas de que alguno de los chicos hubiera huido en aquel barco. La Aes Sedai escuchó pacientemente, asintiendo con la cabeza, hasta que ella hubo terminado de hablar.
—Tal vez— repuso Moraine, dubitativa.
En el recinto rodeado por ruinas quemadas todavía permanecía en pie una posada cuya sala principal se hallaba dividida en dos por un tabique. Moraine se detuvo de camino hacia el establecimiento para palpar el aire con la mano. Esbozó una sonrisa ante lo que había percibido, pero no lo reveló entonces.
Comieron callados, compartiendo el silencio que reinaba en toda la sala. El puñado de gente reunida allí centraba su atención en los platos y en sus propios pensamientos. El posadero, que limpiaba el polvo de las mesas con el borde del delantal, no paraba de murmurar para sí, aunque siempre en voz demasiado baja para que pudieran oírlo los demás. Nynaeve pensó que aquél no sería un lugar agradable para pasar la noche; el propio aire parecía estar preñado de miedo.
Cuando ya habían dado cuenta del último bocado, apareció bajo el dintel uno de los soldados de uniforme rojo. A Nynaeve se le antojó resplandeciente con su puntiagudo yelmo y su bruñido peto, hasta que el recién llegado adoptó una pose artificial justo después de trasponer el umbral, llevándose una mano a la empuñadura de la espada y otra al cuello de la camisa para holgarla, al tiempo que su rostro adquiría una severa expresión. Le recordó los intentos de Cenn Buie por comportarse del mismo modo, tal como se suponía que debía hacerlo un Consejero del Pueblo.
Lan lo miró de reojo y soltó un resoplido.
—El ejército. Unos inútiles.
El soldado recorrió la estancia con la mirada y dejó reposar los ojos sobre ellos. Vaciló y luego hizo acopio de aire antes de preguntar precipitadamente con voz altanera quiénes eran, qué los había traído a Puente Blanco y cuánto tiempo pensaban permanecer allí.
—Nos marcharemos en cuanto termine mi cerveza —respondió Lan, que tomó lentamente un nuevo trago antes de alzar la mirada hacia el soldado—. Que la Luz ilumine a la virtuosa reina Morgase.
El hombre de uniforme rojo abrió la boca y, tras fijar la mirada en los ojos de Lan, retrocedió un paso, pero recuperó inmediatamente la compostura y dirigió una breve mirada a Moraine y a Nynaeve. Ésta temió por un instante que fuera a cometer alguna insensatez para no quedar como un cobarde delante de dos mujeres. Según su experiencia, los hombres se comportaban con frecuencia como idiotas por cuestiones de esa clase. Pero en Puente Blanco habían ocurrido demasiadas cosas y la incertidumbre había hecho presa de las mentes de sus habitantes. El militar volvió a observar a Lan, reconsiderando la situación. El torvo rostro del Guardián permanecía inexpresivo, pero sus ojos azules denotaban una frialdad extrema.
El soldado optó por realizar un vivo gesto de afirmación con la cabeza.
—Confío en que así lo hagáis. Hay demasiados forasteros por aquí en estos días para preservar la paz de nuestra buena reina.
Tras girar sobre sus talones, se alejó de nuevo, y readoptó su semblante severo de camino hacia la puerta. Ninguno de los clientes de la posada pareció advertirlo.
—¿Adónde vamos a ir? —preguntó Nynaeve al Guardián. El ambiente que reinaba en la habitación la obligó a hablar en voz baja, pero ella se aseguró de que sonara con firmeza—. ¿En pos del barco?
Lan miró a Moraine, la cual sacudió ligeramente la cabeza antes de responder:
—Primero he de encontrar al que tengo más certeza de poder localizar, el cual se halla en estos momentos en algún punto situado al norte de nosotros. En todo caso, no creo que los otros dos se fueran en esa embarcación. —Una leve sonrisa de satisfacción cruzó su semblante—. Estuvieron en esta sala, hará una día quizá, no más de dos. Salieron atemorizados, pero vivos. Su rastro no habría persistido de no estar imbuido de esa intensa emoción.
—¿Cuáles dos? —Nynaeve se inclinó sobre la mesa, atenta. ¿Lo sabéis? —La Aes Sedai negó con un gesto casi imperceptible y Nynaeve se arrellanó de nuevo en la silla—. Si solamente se encuentra a una jornada o dos de camino, ¿por qué no vamos primero tras ellos?
—Sé que estuvieron aquí —replicó Moraine con aquella insoportable calma en la voz—, pero aparte de ello no puedo discernir si se dirigieron hacia el este, el norte o el sur. Espero que hayan sido lo bastante juiciosos para encaminarse a Caemlyn, pero no tengo garantías de ello y, sin las monedas que nos vinculan, no sabré dónde están hasta que no me halle a medio kilómetro de distancia de ellos. En dos días, pueden haber recorrido más de veinte kilómetros, o cuarenta, en cualquier sentido, si el miedo los acosaba, y en verdad lo sentían cuando se alejaron de aquí.
—Pero…
—Zahorí, por más aterrorizados que estuvieran y en cualquier rumbo que salieran corriendo, recordarán Caemlyn, y será allí donde los encuentre. Sin embargo, ahora prestaré mi ayuda a aquel que puedo localizar.
Nynaeve volvió a abrir la boca, pero Lan la atajó con voz suave.
—Tenían motivos para sentir temor. —Miró en torno a sí y luego bajó aún más la voz—. También acudió un Semihombre aquí. —Esbozó una mueca, similar a la que había adoptado en la plaza—. Todavía puedo notar su olor en todas partes.
Moraine exhaló un suspiro.
—Mantendré las esperanzas hasta que la evidencia no me disuada. Me niego a creer que el Oscuro pueda ganar tan fácilmente. Los hallaré a los tres vivos y sanos. Debo creer en ello.
—Yo también quiero encontrar a los chicos —reconoció Nynaeve—, pero ¿qué me decís de Egwene? Nunca la mencionáis y siempre hacéis caso omiso de mis preguntas cuando se refieren a ella. Pensaba que queríais llevarla a… —miró de reojo a las otra mesas y bajó la voz …a Tar Valon.
La Aes Sedai examinó la superficie de la mesa durante un momento antes de centrar la mirada en Nynaeve y, cuando lo hizo, Nynaeve la observó con una furia que casi pareció querer prender fuego a los ojos de Moraine. Después irguió los hombros, al tiempo que su ira iba en aumento, pero, antes de que hubiera pronunciado una palabra, la Aes Sedai se le adelantó con voz gélida.
—Espero encontrar a Egwene sana y salva también. No renuncio tan deprisa a jóvenes que poseen tanta habilidad una vez que las he descubierto. Pero será lo que la Rueda teja.
Nynaeve sintió un nudo en el estómago. «¿Soy yo una de esas jóvenes a las que no vais a renunciar? Ya lo veremos, Aes Sedai. ¡Que la Luz os consuma, ya lo veremos!»
Abandonaron la posada sumidos en un silencio que no los abandonó cuando comenzaron a cabalgar por el camino de Caemlyn. Los ojos de Moraine escrutaban el horizonte del lado noroeste. Tras ellos, la ciudad de Puente Blanco se agazapaba, manchada de humo.
CAPÍTULO 29: Ojos implacables
Como si tratara de recobrar el tiempo pasado en compañía del Pueblo Errante, Elyas avanzaba velozmente por la llanura cubierta de hierbas parduscas, estableciendo un paso tan rápido rumbo sur que incluso Bela se congratulaba cuando se detenían con las últimas luces del crepúsculo. A pesar de su premura, tomaba precauciones que no había tomado antes. Por la noche sólo encendían fuego si había leña seca allí donde acampaban. No les permitía quebrar ni una ramita de un árbol en pie. Las fogatas que encendía eran pequeñas y siempre ardían ocultas en un hoyo cuidadosamente excavado donde él había cortado una alfombra de césped. Una vez preparada la comida, enterraba las brasas y recubría de nuevo la tierra con la alfombra vegetal.
Antes de reemprender camino al romper el alba, recorría palmo a palmo el terreno donde habían pernoctado para cerciorarse de que no dejaban ningún rastro que delatara su paso por allí. Llegaba incluso a enderezar piedras que habían tumbado y a volver a su posición enhiesta las hierbas pisoteadas. Lo hacía con rapidez, sin tomarse más de algunos minutos en la operación, pero, nunca partían hasta que estaba satisfecho.
Perrin no creía que la cautela sirviera de ayuda contra los sueños, pero, cuando comenzó a reflexionar sobre las acechanzas contra las que podía protegerlos, deseó que éstas sólo se materializaran en el mundo de los sueños. La primera vez, Egwene preguntó llena de ansiedad si los trollocs los perseguían de nuevo, ante lo cual Elyas sacudió la cabeza a modo de negación y los apremió a aligerar el paso. Perrin no dijo nada. Sabía que no había trollocs en las proximidades; los lobos únicamente percibían el olor de la hierba, los árboles y animales pequeños. No era el temor a los trollocs lo que confería velocidad a la marcha de Elyas, pero ni siquiera él podía dilucidar con exactitud qué era lo que impulsaba sus pasos. Los lobos lo ignoraban, pero, al percibir el recelo y el apremio de Elyas, empezaron a rastrear el terreno como si el peligro les pisara los talones o los aguardara en una emboscada al trasponer la siguiente loma.
La tierra se convertía en una interminable sucesión de ondulantes crestas, demasiado bajas para recibir el nombre de colinas, que se interponían en su camino. Una alfombra de tupido heno, aún marchito por el invierno e invadido a trechos por malas hierbas, se extendía ante ellos, agitada por un viento del este que no encontraba ningún obstáculo