tiempos. Se encontraba sentado junto a la mesa de la cocina de la señora Luhhan, afilando su hacha con una piedra. La señora Luhhan nunca permitía ni que realizaran allí trabajos relacionados con la herrería ni que llevaran utensilios de trabajo. El propio maese Luhhan debía sacar afuera los cuchillos para afilarlos. No obstante, ahora se ocupaba de la comida sin hacer observación alguna respecto al hacha. Ni siquiera expresó ninguna objeción cuando entró en la estancia un lobo procedente de otro lugar de la casa y se tendió entre Perrin y la puerta del patio. Perrin continuó afilando la hoja; pronto llegaría el momento de usarla.
De repente el lobo se levantó y gruñó, furioso, con el pelo erizado. Ba’alzemon entró en la cocina por la puerta del patio. La señora Luhhan seguía sumida en sus quehaceres.
Perrin se puso en pie, empuñando el hacha, pero Ba’alzemon no pareció advertir el arma y en cambio se concentró en el animal.
Las llamas danzaban en el punto donde debían hallarse sus ojos.
—¿Esto es con lo que cuentas para protegerte? Bien, ya me he enfrentado a seres similares anteriormente. Muchas veces.
Dobló un dedo y el lobo prorrumpió en aullidos, al tiempo que el fuego emanaba de sus ojos, orejas y boca, y de su piel. El olor a carne y pelambre quemada impregnó el aire de la cocina. Alsbet Luhhan asió el mango de un cazo y removió su contenido con una cuchara de madera.
Perrin soltó el hacha, se adelantó de un salto e intentó apagar las llamas con sus manos. El animal se deshizo en ceniza negra entre sus palmas. Al contemplar la masa informe de carbón que ensuciaba el impecable suelo de la señora Luhhan, tuvo que retroceder de espaldas. Anhelaba poder enjugarse aquel hollín grasiento de las manos, pero la idea de frotarlas en su ropa le producía náuseas. Agarró el hacha y aferró el mango hasta que le crujieron los nudillos.
—¡Dejadme en paz! —gritó.
La señora Luhhan sacudió la cuchara en el borde del cazo y volvió a taparlo.
—No puedes rehuirme —afirmó Ba’alzemon—. No puedes esconderte a mis ojos. Si eres el elegido, eres mío. —El calor que despedía su rostro obligó a Perrin a atravesar la cocina hasta que su espalda topó con la pared. La señora Luhhan abrió el horno para observar el estado de cocción del pan—. El Ojo del Mundo te consumirá —anunció Ba’alzemon—. ¡Te marco como posesión mía! —Abrió el puño de la mano como si arrojara algo; de sus dedos surgió un cuervo que se abalanzó sobre la faz de Perrin.
Perrin gritaba mientras el negro pico horadaba su ojo izquierdo…
…y se sentó, tapándose la cara, rodeado de los silenciosos carromatos del Pueblo Errante. Lentamente, bajó las manos. No sentía dolor, no había sangre. Pero recordaba demasiado bien aquella hiriente agonía.
Se estremeció y, de pronto, Elyas se encontraba junto a él en la tenue luz que precedía a la aurora, con una mano tendida como su tuviera intención de despertarlo. Al otro lado de los árboles que circundaban el campamento, los lobos aullaban, emitiendo al unísono un apremiante alarido que brotaba de tres gargantas. Él compartía sus sensaciones. «Fuego. Dolor. Fuego. Odio. ¡Odio! ¡Matar!»
—Sí —dijo Elyas en voz baja—. Ha llegado la hora. Levántate muchacho. Debemos partir.
Perrin apartó las mantas. Cuando estaba enrollándolas, Raen salió del carromato, frotándose los ojos para disipar el sueño. El Buscador oteó el cielo y se quedó paralizado en mitad de los escalones, con las manos todavía en el semblante. Únicamente movía los ojos mientras observaba atento el cielo, aun cuando Perrin no acertara a comprender qué era lo que miraba. Había algunas nubes del lado de poniente, ribeteadas de rosa por el sol próximo a salir, pero no había nada más que la vista pudiera captar. Parecía que Raen también escuchaba y olía el aire; sin embargo el único sonido lo producía el viento al zarandear los árboles y el único olor perceptible era el del tenue humo que exhalaban los restos de las hogueras encendidas al atardecer.
Elyas regresó con sus escasas pertenencias y Raen acabó de descender las escaleras.
—Debemos cambiar el rumbo de nuestro viaje, mi viejo amigo. —El Buscador volvió a escudriñar con inquietud la bóveda celeste—. Hoy tomaremos otra dirección, ¿Vendréis con nosotros? —Elyas sacudió la cabeza y Raen asintió como si ya hubiera presentido la respuesta—. Bien, cuídate, viejo amigo. Hoy flota algo en el aire… —Comenzó a escrutar de nuevo, pero volvió a bajar la mirada antes de que ésta sobrepasara la altura de los vehículos—. Creo que iremos hacia el este. Tal vez hasta la Columna Vertebral del Mundo. Quizás encontremos un stedding y nos quedemos un tiempo allí.
—Los stedding son lugares tranquilos —convino Elyas—. Aunque los Ogier no acogen con mucha amabilidad a los forasteros.
—Todo el mundo acoge bien al Pueblo Errante —arguyó Raen con una sonrisa—. Además, incluso los Ogier tienen ollas y objetos que arreglar. Venid, charlemos mientras desayunamos.
—No hay tiempo —repuso Elyas—. Nosotros también nos vamos hoy. Lo más pronto posible. Al parecer, ésta es una jornada para cambiar de rumbo.
Raen intentó convencerlo para que se que se quedara a tomar un bocado al menos y, cuando Ila apareció del interior del carromato con Egwene, añadió sus propios argumentos, sin bien no con tanto entusiasmo como su marido. Pronunció todas las palabras oportunas en tal situación, pero su amabilidad carecía de calor y era evidente que le alegraba la partida de Elyas.
Egwene no reparó en las miradas pesarosas que le dirigía de soslayo Ila. Preguntó qué sucedía y Perrin se preparó a escuchar de su boca que quería permanecer con los Tuatha’an; sin embargo, cuando Elyas respondió, la muchacha asintió, pensativa, y se apresuró a entrar en el vehículo para recoger sus cosas.
—De acuerdo —concedió al fin Raen—. No recuerdo ninguna ocasión en que haya permitido que un visitante abandone nuestro campamento sin ofrecerle una fiesta de despedida, pero… —Volvió a elevar, titubeante, la vista hacia el cielo—. Bien, creo que nosotros debemos madrugar hoy también. Tal vez comamos durante el trayecto. Pero, al menos, dejad que todos os digan adiós.
Elyas hizo ademán de protestar, pero Raen ya se apresuraba a caminar de un carromato a otro, golpeando las puertas para despertar a sus ocupantes. Cuando apareció un gitano conduciendo de la brida a Bela, todo el campamento se había convertido nuevamente en un amasijo de vivos colores que casi hacían palidecer el rojo y el amarillo de la vivienda de Raen e Ila.
Los grandes perros merodeaban entre la gente con las lenguas afuera, en busca de alguien que les rascase las orejas, mientras Perrin y sus dos compañeros soportaban un apretón de manos tras otro y abrazo tras abrazo. Las muchachas que habían danzado cada noche no se conformaron con estrecharle las manos a Perrin y sus abrazos hicieron que éste deseara de súbito quedarse con los gitanos…, hasta que recordó cuántas personas eran espectadores de la escena y su rostro se tiñó de arrebol.
Aram llevó a Egwene aparte. Perrin no alcanzaba a oír lo que decía entre el bullicio de la despedida, pero ella no paraba de sacudir la cabeza, lentamente al principio y con más firmeza después, cuando Aram comenzó a gesticular, implorante. Su rostro alternaba expresiones de súplica y de exigencia, pero Egwene siguió moviendo con obstinación la cabeza de derecha a izquierda hasta que Ila la rescató y riñó con dureza a su nieto. Con cara ceñuda, Aram se abrió paso entre el gentío y se desentendió de la despedida. Ila observó cómo se alejaba, reteniendo el impulso de llamarlo. «Ella también se siente aliviada», dedujo Perrin. «Aliviada porque él no quiere venir con nosotros…, con Egwene.»
Cuando hubo estrechado como mínimo una vez la mano a todos los gitanos y abrazado a todas las chicas dos veces al menos, la multitud congregada retrocedió, abriendo un pequeño círculo en torno a Raen, Ila y los tres visitantes.
—Vinisteis en son de paz —canturreó Raen, haciendo una reverencia con las manos en el pecho—. Partid en paz. Nuestras fogatas siempre os recibirán con la paz. La Filosofía de la Hoja es paz.
—Que la paz os acompañe siempre —respondió Elyas—, a vosotros y a todo vuestro pueblo. —Tras un segundo de vacilación, añadió—: Yo hallaré la canción o tal vez la halle otro, pero alguien la cantará el año próximo o en los años venideros. Como fue en un tiempo, será de nuevo en este mundo sin fin.
Raen parpadeó sorprendido e Ila mostró gran asombro en su semblante, pero los restantes Tuatha’an murmuraron la respuesta ritual:
—Mundo sin fin. El mundo y el tiempo que no cesan. —Raen y su mujer se apresuraron a repetir aquellas palabras después de los demás.
Entonces llegó el momento de la separación. Tras las últimas despedidas, recomendaciones de prudencia, sonrisas y guiños caminaron hacia la salida del campamento. Raen los acompañó hasta el linde de los árboles, con un par de Perros que retozaban a su lado.
—En verdad, amigo mío, debéis actuar con cautela. Este día…, la maldad anda suelta por el mundo, me temo, y, por mucho que tú finjas, no eres tan perverso como para que ésta no te engulla.
—Que la paz sea contigo —dijo Elyas.
—Y contigo —replicó tristemente Raen.
Cuando Raen se hubo ido, Elyas advirtió que los dos muchachos tenían la vista fija en él.
—Claro que yo no creo en su estúpida canción —gruñó—. No había ninguna necesidad de hacerlos sentir mal y echar a perder su ceremonia, ¿no es cierto? Ya os dije que a veces dan mucha importancia a las formalidades.
—Desde luego —acordó suavemente Egwene—. No había mucha necesidad.
Elyas volvió la cara murmurando para sí.
Moteado, Viento y Saltador salieron a recibir a Elyas en un digno encuentro de iguales que no guardaba ninguna relación con las muestras de alborozo de los canes de los Tuatha’an. Perrin captó los pensamientos que ocupaban sus mentes. «Ojos de fuego. Colmillo. Muerte. Colmillo que desgarra el corazón.» Perrin sabía a qué se referían. Al Oscuro. Estaban hablando del sueño que había padecido. Del sueño que habían padecido todos.
Se estremeció al tiempo que los lobos avanzaban para explorar la senda. Egwene cumplía su turno a lomos de Bela y él caminaba a su lado. Elyas iba en cabeza, como de costumbre, y caminaba a grandes zancadas.
Perrin no quería recordar aquella pesadilla. Había abrigado la creencia de que los lobos los guardaban del peligro. «No del todo. Acepta. Con todo el corazón. Con toda la conciencia. Todavía te debates. Sólo será total cuando aceptes.»
Se esforzó por apartar a los lobos de su mente y pestañeó sorprendido. No sabía que tenía la capacidad de hacerlo. Resolvió no dejarlos volver a ocupar su pensamiento. «¿Incluso en los sueños?» No estaba seguro de si aquella objeción era suya o de los animales.
Egwene todavía llevaba el collar de cuentas azules que le había regalado Aram y un pequeño ramito de hojas de un rojo intenso que adornaba sus cabellos, otro agasajo del joven Tuatha’an. Perrin tenía la certeza de que Aram había tratado de convencerla para que permaneciera con el Pueblo Errante. Él estaba contento de que ella no hubiera cedido a sus demandas, pero deseaba que no acariciara con tanto entusiasmo las cuentas.
—¿De qué hablabais durante todo el tiempo que pasabas con Ila? —preguntó por fin—. Cuando no bailabas con ese tipo de piernas largas estabas conversando con ella como si compartierais una especie de secreto.
—Ila me daba consejos sobre cómo ser una mujer —repuso distraídamente Egwene.
Perrin comenzó a