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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 86
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forzada. No obstante, las puertas en sí, las dos gruesas hojas de madera con barras de hierro negras, se hallaban abiertas. Los dos vigilantes, con cascos de acero y cotas de malla que cubrían unas chaquetas rojas con cuello blanco, miraban inquietos hacia la población. Uno de ellos observó brevemente a Rand y Mat, pero los muchachos no eran los únicos que pasaban de estampida por las puertas. Un flujo continuo, formado por jadeantes hombres que abrazaban a sus esposas, mujeres sollozantes que llevaban a sus hijos en brazos, artesanos de semblante pálido que vestían todavía sus delantales de trabajo, transponían también la salida.

Nadie sería capaz de dilucidar de qué lado se habían marchado, pensaba Rand mientras corría. «Thom. Oh, Luz, sálvame, Thom.»

Mat tropezó a su lado, recobró el equilibrio, y ambos prosiguieron su carrera hasta dejar atrás la multitud que huía y perder de vista la ciudad y el Puente Blanco.

Finalmente Rand se desplomó de rodillas en la tierra, respirando sin resuello. El camino que se extendía a sus espaldas se encontraba solitario hasta donde alcanzaban a percibirlo. Mat le tiró de la manga.

—Venga, vamos. —Mat jadeaba al hablar. Tenía el rostro cubierto de polvo y sudor y parecía a punto de desmoronarse—. Tenemos que continuar.

——Thom —dijo Rand. Apretó los brazos en torno al bulto que envolvía la capa del juglar, sintiendo la dureza de las fundas del arpa y la flauta—. Thom.

—Está muerto. Ya lo has visto y lo has oído. ¡Luz, Rand, está muerto!

——También crees que Egwene, Moraine y los demás están muertos. Si lo es ¿Por qué los persigue todavía el Myrddraal? Responde.

Mat se dejó caer de rodillas en el suelo junto a él.

—De acuerdo. Quizás estén vivos. Pero Thom… ¡Ya lo has visto! Rayos y truenos, Rand, a nosotros puede ocurrirnos lo mismo.

Rand asintió en silencio. No se aproximaba nadie por el camino. Había abrigado la tenue esperanza de ver aparecer a Thom, caminando a grandes zancadas y mesándose los bigotes para darles a entender los conflictos que le ocasionaban. La Bendición de la Reina, en Caemlyn. Se puso en pie y se colgó al hombro el hatillo de Thom, junto a su manta enrollada. Mat levantó una recelosa mirada hacia él.

—Vamos —indicó Rand, y comenzó a andar en dirección a Caemlyn. Oyó murmurar a Mat hasta que el cabo de un momento éste le dio alcance. Caminaron fatigados por el polvoriento camino, silenciosos y con las cabezas gachas. El viento alzaba tormentas de polvo que giraba en torbellino a su paso.

Rand miraba de vez en cuando hacia atrás, pero no había nadie a sus espaldas.

CAPÍTULO 27: Al abrigo de la tormenta

Para Perrin fueron insoportables los días que pasaron en compañía de los Tuatha’an, viajando hacia el sur a un ritmo en extremo lento. El Pueblo Errante nunca veía necesidad de apresurarse; aquélla era su idiosincrasia. Los coloridos carromatos no emprendían la marcha por la mañana hasta que el sol se hallaba bien alto en el horizonte y se detenían a media tarde si topaban con un lugar que les parecía idóneo para acampar. Los perros trotaban tranquilamente junto a los vehículos y, a menudo, los niños también. No tenían ninguna dificultad en seguir el paso. Cualquier sugerencia de que podían avanzar más deprisa o cubrir más camino era respondida con una carcajada y con una frase del tipo:

—Ah, pero ¿os avendríais a fatigar tanto a los pobres caballos?

Le sorprendía que Elyas no compartiera su impaciencia. Este no subía a los carromatos, pues prefería caminar, pero nunca dio muestras de tener prisa ni de querer partir por su cuenta.

El extraño individuo barbudo, ataviado con sus peculiares ropajes de pieles, era tan distinto de los apacibles Tuatha’an que su presencia destacaba en cualquier punto en que se hallara entre los carros. Incluso desde el otro lado del campamento no había posibilidad de confundirlo con uno de los miembros del pueblo y ello no se debía únicamente a su atuendo. Elyas se movía con la perezosa gracia de un lobo, enfatizada tan sólo por las pieles, irradiando el peligro con tanta naturalidad como el fuego desprendía calor, y el contraste con los gitanos era extremo. Viejos y jóvenes, los componentes de Pueblo Errante transmitían alegría al caminar. Su donaire no recordaba el riesgo, sólo alborozo. Sus hijos corrían como flechas a su alrededor, impelidos por el mero entusiasmo del movimiento, sin duda, pero las abuelas y los hombres de barba cana todavía andaban con ligereza, interpretando con sus pasos una majestuosa danza que no desmerecía en nada su dignidad. Toda la gente de aquel pueblo parecía siempre a punto de bailar, aun cuando estuviera parada e incluso en los escasos momentos en que no sonaba música en el campamento. Violines y flautas, dulzainas, cítaras y tambores expandían armonías y contrapuntos en torno a los carromatos a cualquier hora del día, ya fuera en movimiento o en los momentos de reposo. Canciones joviales, canciones jocosas, canciones divertidas y tristes; si había alguien dispuesto en el campamento, casi siempre había música.

Elyas recibía gestos amables y sonrisas en cualquiera de los vehículos junto a los que pasaba y una palabra amiga en todo fuego al que se aproximaba. Ése debía de ser el semblante que el Pueblo mostraba siempre a los de fuera: rostros abiertos y sonrientes. Sin embargo Perrin había descubierto que debajo de aquella superficie se ocultaba el recelo de un venado medio domesticado. En la antesala de las sonrisas dirigidas a los muchachos del Campo de Emond había una interrogación sobre su fiabilidad, un asomo de algo que sólo se difundió levemente en el transcurso de los días. Con Elyas la cautela era patente, al igual que el calor de un mediodía de verano que hacía vibrar de luz el aire, y no se mitigaba jamás. Cuando él no los miraba lo observaban fijamente como si no estuvieran seguros de cuál sería su próxima reacción. Cuando él caminaba entre ellos, los pies dispuestos para las danzas parecían asimismo prestos a la huida.

Ciertamente Elyas no se sentía más a gusto con su Filosofía de la Hoja que los gitanos con su presencia. Su boca siempre estaba plegada en un rictus cuando se hallaba entre los Tuatha’an. No se trataba de desdén ni tampoco de odio, pero indicaba a las claras que habría preferido hallarse en cualquier lugar menos en el que se encontraba. No obstante, en toda ocasión en que Perrin mencionaba el tema de abandonar su compañía, Elyas replicaba que era conveniente reposar, al menos durante unos días.

—No lo pasasteis nada bien antes de encontrarme —argumentó Elyas la tercera o cuarta vez en que le preguntó—y todavía os aguardan durezas peores, con los trollocs y los Semihombres pisándoos los talones y teniendo a las Aes Sedai por amigas.

Esbozó una mueca con la boca llena de un bocado de pastel de manzana preparado por Ila. A Perrin aún le desconcertaba su mirada de ojos amarillos, incluso cuando sonreía. Tal vez más cuando sus labios dibujaban una sonrisa, puesto que ésta nunca se traslucía en aquellos ojos de depredador. Elyas se recostó al lado de la fogata de Raen, rehusando como de costumbre sentarse en los troncos dispuestos a tal fin.

—No tengáis tanta prisa por caer en manos de las Aes Sedai —recomendó.

—¿Qué sucederá si los Fados descubren nuestro paradero? ¿Qué les impedirá hacerlo si nos limitamos a quedarnos sentados aquí, a la espera? Tres lobos no los contendrían y el Pueblo Errante no serviría de gran ayuda. Ni siquiera se defenderían a ellos mismos. Los trollocs los aniquilarán y será por nuestra culpa. De todas maneras, debemos separarnos de ellos tarde o temprano. Tanto da que sea ahora.

—Algo me dice que debemos aguardar. Sólo unos días.

—¡Algo!

—Tranquilízate, chico. Tómate la vida como viene. Corre cuando debas hacerlo, lucha cuando sea el momento y descansa cuando tengas ocasión.

—¿De qué estáis hablando con ese «algo»?

—Toma un poco de este pastel. Ila no me tiene simpatía, pero hay que reconocer que me alimenta bien cuando la visito. Siempre hay buena comida en los campamentos de los gitanos.

—¿Qué es ese «algo»? —insistió Perrin—. Si sabéis algo que no queréis compartir con nosotros…

Elyas miró ceñudo el pedazo de pastel que tenía en la mano y luego lo dejó a un lado.

—Algo —dijo al fin, encogido de hombros como si él mismo no acabara de comprenderlo del todo—. Algo me dice que hay que esperar. Unos cuanto días. No tengo presentimientos como éste a menudo, pero, cuando los siento, he aprendido a fiarme de ellos. Me han salvado la vida en más de una ocasión. Esta vez es algo distinto, pero importante, de alguna manera. No cabe duda de ello. Si quieres echar a correr, hazlo. Yo no lo haré.

Aquello era todo cuanto revelaba, por más veces que Perrin se lo preguntara. Pasaba horas en el suelo, ya hablara con Raen, ya durmiera una siesta con el sombrero sobre los ojos, y se negaba a hablar sobre su pronta partida. Algo le indicaba que debía aguardar. Cuando llegara el momento de marcharse, lo sabría. «Toma un poco de pastel, chico. No te atormentes. Prueba este estofado. Tranquilízate.»

Perrin no conseguía relajarse. Por la noche vagaba preocupado entre el arco iris de carromatos, inquieto por el hecho de que nadie aparte de él veía motivo de preocupación. Los Tuatha’an cantaban y bailaban, cocinaban y comían alrededor de sus fogatas —frutas y frutos secos, bayas y verduras; todo vegetales— y se entretenían en un sinfín de tareas domésticas como si nada en el mundo pudiera perturbarlos. Los niños corrían y jugaban por doquier, al escondite entre los carros, trepaban a los árboles próximos al campamento, reían y retozaban en el suelo con los perros. Nadie experimentaba el más mínimo desasosiego.

Al verlos, anhelaba irse. «Irnos, antes de que atraigamos sobre ellos a los monstruos. Ellos nos acogieron y nosotros pagamos su amabilidad poniéndolos en peligro. Al menos ellos tienen motivos para estar alegres. Nadie los persigue. Pero nosotros…»

Le resultaba difícil hablar con Egwene. O bien conversaba con Ila, con las cabezas pegadas de un modo que indicaba que aquél no era asunto en que pudieran intervenir los hombres, o bien bailaba con Aram, girando sin cesar al compás de las flautas y violines que interpretaban las melodías que los Tuatha’an habían recogido de las más diversas regiones del mundo o las agudas y excitantes canciones del propio Pueblo Errante, siempre agudas tanto si eran lentas como rápidas. Conocían infinidad de canciones, algunas de las cuales reconocía, aunque ellos solían darles otros nombres que los usados en Dos Ríos. A “Las tres muchachas en el prado”, por ejemplo, los gitanos la llamaban “La danza de las hermosas doncellas” y decían que “El viento del norte” se denominaba en algunas regiones “La lluvia que cae” y “La derrota de Berin” en otras. Cuando él solicitó, irreflexivamente, “El gitano tiene mis cazuelas”, todos se desternillaron de risa. Ellos la conocían, pero con el nombre de “Sacude las plumas”.

Comprendía su deseo de bailar con las canciones del Pueblo. En el Campo de Emond nadie lo consideraba más que un aceptable danzarín, pero aquellos ritmos lo impulsaban a mover los pies. Pensaba que jamás había bailado durante tanto tiempo, con tanto fervor ni tanto donaire en toda su vida. Aquel sonido hipnotizante le hacía latir la sangre en concordancia con el batir de los tambores.

Fue al atardecer del segundo día cuando Perrin vio por primera vez interpretar a las mujeres danzas de cadencia lenta.

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