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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 85
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vida, manteneos al margen de las Aes Sedai.

—Pensaba que os ibais a quedar con nosotros —objetó Rand.

—Y así es muchacho. Pero ahora están estrechando el cerco y sólo la Luz sabe lo que sucederá. Bien, no importa. Es probable que no pase nada. —Thom paró de hablar y posó la mirada en Mat—. Espero que ya no veas inconveniente en que permanezca con vosotros —dijo secamente.

Mat se encogió de hombros. Después miró a ambos y volvió a realizar el mismo gesto de indiferencia.

—Estoy demasiado nervioso y no puedo librarme de esta angustia. Cada vez que hacemos una pausa para respirar, ellos están ahí, persiguiéndonos. Siento como si alguien me espiara por la espalda continuamente. ¿Qué vamos a hacer?

Las risas volvieron a estallar en el otro lado de la estancia, interrumpida de nuevo por las protestas de Gelb, que trataba de convencer a los dos hombres de que estaba contando la verdad. Cuánto tiempo había de transcurrir, se preguntó nuevamente Rand. Tarde o temprano Bartim había de relacionarlos con los tres personajes de que hablaba Gelb.

Thom se levantó, pero permaneció encorvado, de manera que nadie que dirigiera la vista hacia el tabique desde el otro lado pudiera percibirlo. Les hizo señas de que lo siguieran y musitó:

—No hagáis ruido.

Las ventanas de ese lado de la sala daban a un callejón. Thom examinó con cuidado una de ellas antes de abrirla lo suficiente para que pudieran escabullirse por el entresijo. Apenas hicieron ruido alguno, en todo caso ninguno que pudiera ser escuchado a un metro de distancia entre las risas y la acalorada discusión que se libraba allí.

Una vez en la calleja, Mat comenzó a caminar de inmediato, pero Thom lo agarró por el brazo.

—No tan deprisa —le indicó el juglar—. Primero debemos tener claro lo que vamos a hacer. —Thom volvió a cerrar la ventana tan bien como pudo desde fuera y luego se volvió para observar el callejón.

Rand siguió su ejemplo. Aparte de media docena de barriles adosados a las paredes de la posada y de la casa contigua y de una sastrería, la vía se encontraba vacía.

—¿Por qué estáis haciendo esto? —volvió a inquirir Mat—. Estaríais más seguro si fuerais por vuestra cuenta. ¿Por qué permanecéis con nosotros?

Thom lo miró durante un largo momento.

—Yo tenía un sobrino, Owyn —refirió con tristeza. Mientras hablaba, dobló despacio su capa y colocó cuidadosamente las fundas de sus instrumentos sobre ella—. El único hijo de mi hermano y el único pariente que me quedaba vivo. Se involucró en asuntos de las Aes Sedai, pero yo estaba demasiado ocupado con… otros asuntos. No sé qué hubiera estado en mi mano hacer, pero, cuando finalmente lo intenté, ya era demasiado tarde. Owyn murió pocos años después. Podría afirmarse que las Aes Sedai lo mataron. —Se enderezó, sin mirarlos. Aunque su voz era firme, Rand advirtió lágrimas en sus ojos cuando volvió la cabeza—. Si consigo que vosotros dos no caigáis en las garras de Tar Valon, tal vez pueda dejar de pensar en Owyn. Esperad aquí.

Todavía evitaba mirarlos a los ojos; caminó aprisa hacia la boca del callejón y aminoró el paso antes de llegar allí. Después de mirar afuera, salió con aire despreocupado hacia la calle y lo perdieron de vista.

Mat estuvo a punto de levantarse para ir en pos del juglar y luego volvió a sentarse.

—No se irá sin esto —afirmó, tocando las fundas de cuero de los instrumentos—. ¿Crees que es cierto lo que ha contado?

Rand se puso en cuclillas entre los barriles.

—¿Qué demonios te pasa, Mat? Tú no eres así. Hace días que no te he oído reír.

—No me gusta que me quieran dar caza como a un conejo —espetó Mat. Tras suspirar, dejó reposar la cabeza contra la pared de ladrillos de la posada. Aun en aquella postura, su tensión era patente. Movía los ojos sin cesar—. Lo siento. Es esta huida y toda esta gente extraña y… todo. Me pone nervioso. Miro a alguien y no puedo evitar pensar que quizá nos delate a los Fados, nos engañe o nos robe, o… Luz… Rand, ¿a ti no te pone los nervios de punta?

Rand soltó una carcajada, que sonó más bien como un ladrido.

—Estoy demasiado asustado para eso.

—¿Qué crees que le hicieron las Aes Sedai a su sobrino?

—No lo sé —respondió, inquieto, Rand. Sólo había una manera de que un hombre se involucrara en los asuntos de las Aes Sedai—. No es el mismo caso que el nuestro, me imagino.

—No. No es el mismo.

Durante un rato permanecieron apoyados contra la pared, en silencio. Rand no estaba seguro de cuánto tiempo estuvieron así, a la espera de que Thom regresara, con la aprensión de que Gelb abriera la ventana y los denunciara como Amigos Siniestros. Unos minutos probablemente, que, sin embargo, se le antojaron horas. Entonces un hombre dobló la esquina del callejón y se adentró en él. Era un individuo alto con la capucha de la capa bajada para ocultar su rostro, una capa tan negra como la noche en medio de la luz de la calle.

Rand se puso en pie y aferró con firmeza la empuñadura de la espada de Tam. Por más que intentara tragar saliva, no lograba mitigar la sequedad de su boca. Mat se agazapó y se llevó una mano bajo la capa.

El hombre se acercaba y a Rand se le atenazaba más la garganta a cada paso. De pronto, se bajó la capucha. A Rand casi le cedieron las piernas. Era Thom.

—Bueno, si vosotros no me reconocéis —dijo, sonriente, el juglar—, supongo que será un buen disfraz para cruzar las puertas de la ciudad.

Thom se adelantó y comenzó a transferir sus pertenencias de la capa de colores a la nueva con tanta habilidad que Rand no alcanzó a distinguir con claridad ninguna de ellas. La nueva prenda era de color marrón oscuro, según advirtió entonces Rand. Respiró hondo. Mat todavía tenía la mano bajo la capa y observaba a Thom como si considerara la posibilidad de poner en acción su daga oculta.

Thom los miró de reojo y luego los observó con más severidad.

—Este no es momento para tornaros asustadizos. —Comenzó a componer diestramente un hatillo con su vieja capa, y colocó luego las cajas de instrumentos en su interior, de manera que los parches coloreados quedaran encubiertos—. Saldremos de aquí de uno en uno y mantendremos una distancia suficiente para no perdernos de vista. De ese modo no tienen por qué reparar en nosotros. ¿No puedes encorvarte un poco? —preguntó a Rand—. Esa estatura tuya es tan indiscreta como una marca. —Se echó el hatillo a la espalda y volvió a bajarse la capucha. No tenía en absoluto el aspecto de ser un juglar de pelo blanco. Era simplemente un viajero más, un hombre demasiado pobre para permitirse un caballo—. Vamos. Ya hemos perdido bastante tiempo.

Rand deseaba fervientemente hacerlo, pero aun así titubeó antes de salir de la calleja a la plaza. Ninguno de los escasos viandantes los miró más de un segundo —la mayoría ni siquiera posó una mirada en ellos—, pero tenía los hombros rígidos; temía escuchar en cualquier momento el grito de «Amigo Siniestro» que convertiría a aquella gente ordinaria en una turba asesina. Recorrió con los ojos el recinto, sobre las personas que se afanaban en sus quehaceres diarios, y cuando concluyó el giro había un Myrddraal en medio de la plaza.

No habría acertado a adivinar de dónde había salido el Fado, pero lo cierto era que ahora caminaba hacia ellos tres con una abrumadora lentitud, como la de una fiera pronta a caer sobre su presa. La gente retrocedía ante la silueta vestida de negro, evitando mirarla. La plaza comenzó a vaciarse.

El negro embozo paralizó a Rand. Intentó concentrarse en el vacío, pero era como querer asir el humo. La mirada velada del Fado lo horadaba hasta los huesos, convirtiéndole la médula en un gélido y rígido carámbano.

—No le miréis la cara —murmuró Thom. Su voz trémula indicaba el esfuerzo que le costaba articular las palabras—. ¡Que la Luz os fulmine, no le miréis la cara!

Rand apartó los ojos a punto de soltar un chillido, pues tuvo la misma impresión que si le arrancaran una sanguijuela del rostro. No obstante, aun con la vista clavada en las losas del suelo, veía al Myrddraal que se aproximaba, como un gato que jugara con un ratón y hallara diversión en sus débiles intentos de huida hasta que por fin cerrara bruscamente las mandíbulas. El Fado había cubierto la mitad del trecho que los separaba.

—¿Vamos a quedarnos aquí petrificados? —musitó—. Tenemos que correr…, escapar. —Sin embargo, no lograba mover los pies.

Mat había desenvainado la daga adornada con rubíes, la cual sostenía con mano temblorosa. Su boca mostraba la dentadura en un rictus de espanto.

—Piensas… —Thom se detuvo para tragar saliva, antes de proseguir con voz ronca—, piensas que puedes correr más que él, ¿eh, muchacho? —Comenzó a murmurar para sí; la única palabra que Rand alcanzó a distinguir fue «Owyn». De repente, Thom gruñó—: Nunca debí involucrarme con vosotros, chicos. Nunca debía hacerlo. —Se desprendió del hatillo con la capa del hombro y lo arrojó a Rand—. Cuida de esto. Cuando os diga que corráis, echad a correr y no paréis hasta llegar a Caemlyn. Id a la Bendición de la Reina, una posada. Recordadlo, por si… Recordadlo.

—No comprendo —dijo Rand.

El Myrddraal se encontraba ahora a menos de veinte pasos de distancia. Sentía los pies anclados en el suelo.

—¡Recordadlo! —tronó Thom—. La Bendición de la Reina. Ahora, ¡corred! Los empujó a ambos por la espalda para obligarlos a moverse y Rand emprendió a trompicones una desesperada carrera, acompañado de Mat. —¡Corred!

Thom también pasó a la acción, exhalando un largo rugido. No corría hacia ellos, sino hacia el Myrddraal. De sus manos, que agitaba como si estuviera realizando una de sus más grandiosas representaciones, brotaron varias dagas. Rand se detuvo, pero Mat lo empujó para que continuara avanzando.

El Fado quedó tan asombrado como los muchachos. Su andar tranquilo se interrumpió con vacilación. Llevó deprisa la mano a la empuñadura de la negra espada que pendía de su cintura, pero las largas piernas del juglar cubrieron con mayor velocidad la distancia que mediaba entre ellos. Thom se precipitó sobre el Myrddraal antes de que la hoja negra estuviera medio desenvainada y ambos cayeron al suelo entrelazados. Las pocas personas que quedaban en la plaza huyeron despavoridas.

—¡Corred!

El aire de la plaza despedía cegadores destellos azulados y Thom comenzó a soltar alaridos, pero incluso entre ellos, logró articular de nuevo:

—¡Corred!

Rand obedeció, perseguido por los gritos del juglar.

Con el hatillo de Thom apretado contra el pecho, corrió hasta el límite de sus fuerzas. El pánico se extendió de la plaza hacia el resto de la ciudad mientras Rand y Mat apretaban los talones en la cresta de la ola de terror. Los tenderos abandonaban sus mercancías cuando pasaban ellos. Los postigos se cerraban de golpe y en algunas ventanas aparecían rostros asustados que se retiraban al cabo de un segundo. Las personas que no se habían hallado lo bastante cerca para contemplar los hechos, corrían presas de pánico por las calles. Tropezaban entre sí y quienes caían derribados se levantaban de inmediato a riesgo de ser pisoteados por la desbandada. Puente Blanco hervía como un hormiguero.

Mientras se precipitaban hacia las puertas, Rand recordó de pronto las observaciones hechas por Thom acerca de su estatura. Sin aminorar la marcha, se encorvó como pudo, disimulando a la vez su postura

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