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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 82
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de color oro o escarlata. Los pasajeros que descendieron de ellos, hombres de rostro suave, ataviados con largas chaquetas de terciopelo, capas ribeteadas de seda y escarpines de tela, comenzaron a caminar con paso presuroso por las planchas seguidos por sus respectivos sirvientes, que les llevaban las cajas fuertes de hierro.

Se aproximaron al capitán Domon con sonrisas pintadas en los labios, las cuales se desvanecieron de golpe cuando éste gritó ante ellos:

—¡Tú!

Apuntó con el dedo más allá, deteniendo con su ademán a Floran Gelb, que se hallaba al otro lado del barco. La cicatriz que le había producido en la frente la bota de Rand había desaparecido ya, pero él todavía se llevaba de vez en cuando la mano allí como para recordarla.

—¡Esta ha sido la última vez que te duermes haciendo el turno de vigilancia en mi barco! le gritó—. ¡O en cualquier otro bajel, si mi opinión cuenta en algo! ¡Elige cualquiera de los costados, el puerto o el río, pero sal de mi barco ahora mismo!

Gelb hundió los hombros y sus ojos destellaron odio, dirigido a Rand y a sus amigos, a Rand en particular, en una mirada ponzoñosa. El delgado marino recorrió la cubierta con la vista en busca de apoyo, pero su mirada era desesperanzada. Uno a uno, todos los componentes de la tripulación abandonaron momentáneamente sus tareas y se enderezaron para devolverle frías miradas. Gelb perdió ánimos de manera visible, pero a poco la ferocidad retornó a sus ojos, doblemente reforzada. Tras susurrar una maldición, se alejó hacia los aposentos de la tripulación. Domon ordenó a dos de sus hombres que fueran tras él para vigilar que no provocara ningún desperfecto y lo despidió con un gruñido. Cuando el capitán se volvió hacia ellos, los mercaderes asumieron nuevamente sus sonrisas como si no hubiera mediado interrupción alguna.

A una indicación de Thom, Rand y Mat comenzaron a reunir su equipaje. Ninguno de ellos llevaba gran cosa aparte de la ropa. Rand tenía su manta, las alforjas y la espada de su padre. Retuvo un minuto el arma entre las manos y le sobrevino con tal intensidad la añoranza del hogar que le escocieron los ojos. .a Se preguntó si alguna vez volvería a ver a Tam. O su casa. Su casa… «Vas a pasarte el resto de tu vida huyendo, huyendo y sufriendo el temor a tus propios sueños.» Con un suspiro deslizó la correa sobre su cintura por encima de la chaqueta.

Gelb regresó a cubierta, seguido por el par de hombres que lo vigilaban. Pese a que no desvió la mirada, Rand percibió de nuevo el odio que emanaba de él. Con la espalda rígida y el semblante ensombrecido, Gelb caminó por la pasarela y se abrió paso con brusquedad entre la gente que merodeaba en el muelle. Al cabo de un minuto, había desaparecido de la vista, perdido más allá 4 de los carruajes de los mercaderes.

Las escasas personas que había en el puerto eran obreros, pescadores que remendaban las redes y algunos ciudadanos que habían acudido para contemplar el primer barco que aquel año descendía por el río desde Saldaea. Ninguna de las muchachas era Egwene y nadie se parecía en lo más mínimo a Moraine, Lan ni a ninguno de los conocidos que Rand abrigaba la esperanza de ver.

—Quizá no hayan venido al muelle —dijo.

—Quizá —repitió lacónico Thom, que ordenaba con cuidado las cajas de sus instrumentos musicales—. Tenéis que estar alerta por lo que se refiere a Gelb. Intentará causarnos contratiempos. Recordad que debemos pasar tan discretamente por Puente Blanco como para que nadie recuerde que hemos estado aquí cinco minutos después de nuestra partida.

Sus capas ondeaban al viento mientras caminaban por la pasarela. Mat llevaba el arco cruzado delante del pecho. Incluso después de tantos días de viajar con ellos, aún despertó algunas miradas de recelo entre la tripulación.

El capitán Domon abandonó a los comerciantes para interceptarles el paso.

—¿Vais a dejarme ahora, juglar? ¿No es posible que prosigáis viaje? Voy a ir a Illian, donde la gente profesa especial simpatía a los juglares. No hay un lugar mejor en el mundo para los artistas. Os llevaría allí justo a tiempo para mejor las fiestas de Sefan. Los concursos, ya sabéis. Otorgan cien monedas de oro al relato de La Gran Cacería del Cuerno.

—Un buen premio, capitán —repuso Thom con una elaborada reverencia y revuelo de capa que hizo danzar todos los parches de colores—, y unos magníficos concursos, que reúnen allí a todos los juglares de la tierra. Pero —añadió secamente— me temo que no podría permitirme el pago de las tarifas que exigís.

—Ah, bueno, respecto a eso… —El capitán sacó una bolsa de cuero del bolsillo de su chaqueta y la entregó a Thom, produciendo un tintineo metálico—.Os devuelvo vuestros pasajes, con un poco de dinero de más. Los daños no fueron tan serios como pensé y os habéis ganado de sobra el viaje con vuestras historias y el arpa. Tal vez os proporcionaría la misma cantidad si os quedarais a bordo hasta el Mar de las Tormentas. Y os dejaría en tierra en Illian. Un buen juglar puede labrarse fortuna allí, incluso sin concursos. Thom vaciló, sopesando el portamonedas en la palma de su mano, pero Rand se apresuró a responder.

—Hemos de encontrarnos con unos amigos aquí, capitán, y después iremos juntos a Caemlyn. Tendremos que visitar Illian en otra ocasión. Thom arqueó los labios en un rictus amargo; luego se atusó los largos bigotes y se introdujo el dinero en el bolsillo.

—Tal vez si la gente con quien debemos reunirnos no se halla aquí, capitán.

—Vaya —dijo, apesadumbrado, Domon—. Pensadlo. Es una lástima que no pueda conservar a Gelb a bordo para centrar en él las iras de la tripulación, pero yo cumplo lo prometido. Supongo que deberé conformarme, aunque ello represente que tarde el doble de tiempo en llegar a Illian del que debería. Bueno, tal vez esos trollocs iban detrás de vosotros.

Rand parpadeó pero guardó silencio; sin embargo, Mat no fue tan prudente.

—¿Y qué os hace pensar lo contrario? —preguntó—. Iban detrás del mismo tesoro que buscábamos nosotros.

—A lo mejor —gruñó el capitán con poca convicción. Se peinó la barba con sus gruesos dedos y después señaló el bolsillo donde Thom había introducido la bolsa—. Recibiréis el doble de esa cantidad si regresáis para distraer las mentes de los marinos de la dureza del trabajo. Pensad en ello. Soltaré amarras con las primeras luces del alba. —Giró sobres sus talones y se dirigió de nuevo hacia los mercaderes con los brazos abiertos, comenzando a presentarles sus disculpas por haberlos hecho esperar.

Thom todavía titubeaba, pero Rand lo obligó a bajar a tierra sin darle ocasión de protestar. Un murmullo cruzó la multitud congregada en el muelle a la vista de la capa multicolor de Thom. Algunos elevaron la voz para inquirir dónde iba a dar sus representaciones. «Y nosotros que queríamos pasar inadvertidos», pensó Rand, consternado. Al anochecer, todo Puente Blanco estaría al corriente de que había un juglar en la ciudad. Impelió a Thom a caminar aprisa y éste, sumido en un melancólico silencio, no intentó siquiera aminorar el paso para pavonearse ante los espectadores.

Los conductores de los carruajes miraron con interés a Thom desde los altos pescantes, pero al parecer la dignidad de su posición les impedía llamarlo a gritos. Sin una idea exacta de adónde habían de encaminarse, Rand tomó la calle que discurría junto al río para doblar bajo el puente.

—Tenemos que encontrar a Moraine y a los otros —afirmó—. Y lo más rápido posible. Habríamos debido pensar en cambiar la capa de Thom.

El juglar se estremeció de pronto y se detuvo.

—Un posadero podrá informarnos si están aquí o si han pasado por aquí. Un posadero adecuado. Los posaderos conocen todas las novedades y chismorreos. Si no se encuentran aquí… —Miró primero a Rand y luego a Mat—. Debemos mantener una conversación los tres.

Con la capa revoloteándole en torno a los tobillos, se alejó del río en dirección a la ciudad a tal velocidad que Rand y Mat debieron afanarse para no quedarse atrás.

El gran arco blanco que confería su nombre a la urbe dominaba Puente Blanco con igual majestuosidad de cerca que de lejos, si bien, una vez que se hallaron en sus calles, Rand se percató de que aquella ciudad era tan grande como Baerlon, aun cuando no estuviera tan atestada de gente. Por las calles circulaban algunos carros, tirados por caballos, bueyes, asnos o personas, pero no se veía ningún carruaje. Probablemente estos vehículos eran privilegio exclusivo de los mercaderes, que se encontraban ahora reunidos en el muelle.

Las callejas estaban flanqueadas por tiendas de toda clase, cuyos propietarios trabajaban en su mayoría delante de los establecimientos, bajo los rótulos que oscilaban azotados por el viento. Pasaron delante de un hombre que arreglaba cazuelas y de un sastre que mostraba sus telas a un cliente a la luz del día. Un zapatero, sentado en el umbral, golpeaba con el martillo el tacón de una bota. Los vendedores ambulantes ofrecían a voz en grito sus servicios como afiladores de cuchillos y tijeras o trataban de llamar la atención de los viandantes sobre sus escasas bandejas de frutas o verduras, pero apenas lograban atraer su interés. Las tiendas de comestibles mostraban las mismas deplorables mercancías que Rand recordaba haber visto en Baerlon. Incluso los pescaderos ofertaban sólo pequeñas cantidades de peces escuálidos, a pesar del número de barcas que había en el río.

La situación todavía no era desastrosa, pero no era difícil pronosticar lo que se avecinaba si el tiempo no experimentaba una pronta mejoría, y aquellos rostros que no estaban velados por arrugas de preocupación parecían contemplar algo invisible, que distaba de ser de su complacencia.

En el punto en que el Puente Blanco descendía en medio de la ciudad había una gran plaza, pavimentada con losas desgastadas por generaciones de pies y ruedas de carromatos. El espacio se hallaba rodeado de posadas, tiendas y altas casas de ladrillos rojos con rótulos en las fachadas que anunciaban los mismos nombres que Rand había leído en los carruajes del puerto. Fue en una de aquellas posadas, al parecer elegida al azar, adonde se dirigió Thom. En el letrero que colgaba sobre la puerta y se balanceaba con el viento, había pintado un hombre con un hatillo en la espalda a un lado y el mismo hombre con la cabeza sobre una almohada en el otro, y proclamaba ser el Reposo del Caminante.

La sala principal estaba vacía, a excepción del obeso posadero que trasvasaba cerveza de una barrica y de dos hombres vestidos con bastos ropajes de obreros que miraban melancólicamente sus jarras, ante una mesa situada al fondo. Sólo el propietario del establecimiento levantó la vista cuando ellos entraron. La estancia estaba dividida por un tabique de algo más de un metro de altura en dos recintos que disponían de una chimenea y mesas por separado. Rand se preguntó vagamente si todos los posaderos serían gordos y calvos.

Thom se frotó las manos con vigor y, tras comentar al posadero el fresco que hacía, encargó vino caliente aromatizado con especias y luego añadió en voz baja: —¿Disponéis de algún lugar donde podamos conversar en privado mis amigos y yo?

El posadero indicó con la cabeza la pared.

—El otro lado es lo mejor que puedo ofreceros a menos que queráis tomar habitación. Esto está ideado para cuando los marineros regresan del río. Se diría que la

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