que aguardarán para disputarse tu cadáver?
—Déjalo, Ila —dijo en tono apaciguador Raen, como si escuchara aquello por centésima vez—. Le hemos dado la bienvenida a nuestro fuego, esposa mía.
Ila desistió, pero sin presentar excusas, según advirtió Perrin. En su lugar, miró a Elyas y sacudió con tristeza la cabeza; después se secó las manos y comenzó a sacar cucharas y escudillas de barro de un baúl rojo adosado al carromato.
—Mi viejo amigo —protestó Raen, en respuesta a Elyas—, ¿cuántas veces debo decirte que no intentamos convertir a nadie? Cuando la gente de los pueblos siente curiosidad por nuestro modo de vida, no hacemos más que responder a sus preguntas. Si bien es cierto que los que nos interrogan con más frecuencia son los jóvenes y que de tanto en tanto alguno de ellos se une a nosotros cuando reemprendemos viaje, lo hacen siempre por propia voluntad.
—Prueba a explicarle esto a alguna campesina que se haya encontrado en el caso de que su hijo o su hija se ha escapado con los gitanos —replicó con ironía Elyas—. Ésa es la razón por la que no se os permite ni siquiera acampar en las afueras de las ciudades. Los de los pueblos os toleran porque les arregláis los cacharros, pero los de las ciudades no os necesitan y no les gusta qué instéis a sus retoños a fugarse.
—Desconozco qué permiten exactamente en las ciudades. —La paciencia de Raen parecía inagotable. No daba ni la más leve muestra de enfado—. Siempre hay hombres violentos allí. De todas maneras, no creo que encontremos la canción en un gran burgo.
—No es mi intención ofenderos, Buscador —intervino Perrin—, pero… Bueno, no soy amigo de usar la violencia. Me parece que no he luchado con nadie hace años excepto en las competiciones festivas. Sin embargo, si alguien me atacara, yo no me quedaría quieto. De lo contrario, sería animarlo para que la emprendiera conmigo cuando quisiera. Algunas personas se creen con derecho a abusar de los demás, y, si no se les paran los pies, irán por el mundo tiranizando a todo aquel que sea más débil que ellos.
—Alguna gente —reconoció Aram con tristeza—es incapaz de superar los más bajos instintos. —La mirada que dirigió a Perrin mientras hablaba dejó bien claro que no se refería a los desalmados que él había puesto por ejemplo.
—Apuesto a que os debe tocar correr a menudo —aventuró Perrin.
El rostro del joven gitano adoptó una tensa expresión que no guardaba ninguna relación con la Filosofía de la Hoja.
—Encuentro interesante —dijo Egwene, mirando con dureza a Perrin—conocer a alguien que no confíe en resolver todos sus problemas con la sola fuerza de sus músculos.
Aram recobró enseguida su bien humor y se levantó, ofreciendo con una sonrisa sus manos a la muchacha.
—Deja que te enseñe nuestro campamento. Hay baile.
—Me encantará —respondió ésta.
Ila se enderezó, abandonando por un momento la tarea de sacar panecillos del horno.
—Pero la cena está lista, Aram.
—Comeré con mi madre —respondió Aram, mientras se alejaba del carromato con Egwene de la mano—. Los dos comeremos con ella.
Entonces dedicó una sonrisa de triunfo a Perrin. Egwene reía mientras corrían.
Perrin se puso en pie y luego se detuvo. No podría sucederle nada a su amiga, si era cierto que aquella gente vivía de acuerdo a la Filosofía de la Hoja que profesaba Raen.
—Excusadme. Soy un invitado y no debiera haber… —se disculpó ante Raen e Ila, que miraban con desazón a su nieto.
—No seas estúpido —replicó con calma Ila—. Es él quien se ha comportado como no debe. Siéntate y come.
—Aram es un joven conflictivo —agregó, afligido, Raen—. Es un buen muchacho, pero a veces pienso que le cuesta ajustarse a la Filosofía de la Hoja. Me temo que no es el único que experimenta esa dificultad. Mi fuego es tuyo. Te ruego que tengas a bien compartirlo con nosotros.
Perrin volvió a sentarse lentamente, sin desprenderse de la sensación de que había actuado con torpeza.
—¿Qué ocurre con los que no son capaces de seguir esa filosofía? —preguntó—. Me refiero a los gitanos.
Raen e Ila cruzaron una mirada angustiada antes de que el Buscador respondiera:
—Nos abandonan. Los Renegados van a vivir a los pueblos.
—Los Renegados no pueden encontrar la felicidad —sentenció Ila, suspirando, con la mirada perdida en la dirección en que se había alejado su nieto.
No obstante, su cara había recobrado la placidez un instante después, cuando repartía cucharas y escudillas. Perrin hundió la cabeza entre los hombros, arrepentido de haber formulado aquella pregunta, y la conversación cesó al tiempo que Ila llenaba los cuencos con un espeso cocido de verduras y les daba unas gruesas rebanadas de pan crujiente. El guiso estaba delicioso y Perrin tomó tres escudillas seguidas, mientras que Elyas, observó con una sonrisa, dio cuenta de cuatro.
Después de la comida, Raen cargó su pipa y Elyas sacó la suya, la cual llenó con el tabaco de Raen. Una vez que hubieron efectuado el ritual de encendido, se arrellanaron en silencio. Ila se puso a hacer calceta. El sol era ya sólo un aro rojizo en el cielo de poniente. El campamento se disponía a pasar la noche, pero el bullicio no había remitido. Otros músicos habían sustituido a los que tocaban a su llegada y ahora había aún más gente que danzaba alrededor de las fogatas y proyectaba su sombra sobre los carromatos. En algún punto, se elevó un coro de voces masculinas. Perrin comenzó a dormitar.
—¿Has visitado a algún Tuatha’an desde que te separaste de nosotros la pasada primavera? —preguntó Raen a Elyas al cabo de un rato.
Perrin abrió los ojos, para entrecerrarlos casi instantáneamente.
—No —repuso Elyas, con la pipa entre los labios—. No me gusta estar rodeado de demasiada gente.
Raen rió entre dientes.
—Especialmente de gente que tiene una ideología tan distinta de la tuya, ¿eh? No, mi viejo amigo, no te inquietes. Ya abandoné hace años la esperanza de que te sumaras a la Filosofía. Sin embargo, nos han contado algo que, si no ha llegado aún a tus oídos, puede interesarte. Para mí conserva su interés, a pesar de que lo he escuchado ya en múltiples ocasiones, cada vez que nos cruzamos con otros miembros de nuestro pueblo.
—Te escucho.
—La historia comienza en la primavera de hace dos años, cuando un clan del Pueblo cruzaba el Yermo por la ruta norte.
—¿El Yermo? —dijo Perrin, con los ojos repentinamente abiertos—. ¿El Yermo de Aiel? ¿Estaban atravesando el Yermo de Aiel?
—Algunas personas pueden entrar en el Yermo sin hacer frente a ninguna oposición explicó Elyas—. Los juglares, los buhoneros, si son honestos. Los Tuatha’an lo atraviesan incesantemente. Los mercaderes de Cairhien solían hacerlo, antes de la Guerra de Aiel.
—Los Aiel rehúyen nuestro contacto —comenzó con tristeza Raen—, a pesar de nuestros repetidos intentos de hablar con ellos. Nos observan a distancia, sin aproximarse ni permitir que nosotros nos acerquemos a ellos. A veces me asalta la idea de que tal vez ellos conozcan la canción, aunque supongo que es harto improbable. Los hombres Aiel no cantan nunca. ¡Qué extraño! Desde el momento en que un chico de esa raza llega a la edad adulta sólo entona cánticos de guerra, o el canto fúnebre por los caídos; los he oído cantar ante los cadáveres de los suyos y de quienes han recibido muerte a manos de ellos. Aquella endecha es capaz de conmover hasta las propias piedras.
Ila realizó un gesto afirmativo para corroborarlo.
Perrin reconsideró rápidamente sus conceptos. Siempre había creído que los gitanos vivían atemorizados, pues, según los rumores, su vida era una constante huida, pero alguien amedrentado no osaría jamás adentrarse en el Yermo de Aiel. Por lo que había oído, nadie que estuviera en su sano juicio intentaría cruzar aquellas tierras.
—Si ésta es una historia sobre una canción —comenzó a reprochar Elyas, pero se detuvo al advertir el gesto negativo de Raen.
—No, mi viejo amigo, no versa sobre una canción. No estoy seguro de saber cuál es su sentido. —Se volvió hacia Perrin—. Los jóvenes Aiel viajan a menudo a la Llaga. Algunos van solos; por algún motivo se creen en la obligación de acabar con el Oscuro, pero la mayoría va en pequeños grupos. A cazar trollocs. —Raen sacudió la cabeza con aflicción y, cuando prosiguió, su voz sonó como un lamento—. Dos años atrás, un clan del Pueblo que atravesaba el Yermo aproximadamente a un kilómetro al sur de la Llaga encontró a uno de esos grupos.
—Eran mujeres jóvenes —intervino Ila, tan apesadumbrada como su marido—. Casi unas muchachas.
Perrin soltó una exclamación y Elyas esbozó una mueca sarcástica.
—Las hembras Aiel no deben ocuparse de la casa ni de la cocina si no quieren hacerlo, muchacho. Las que quieren convertirse en guerreras se inscriben en una de las asociaciones militares, las Far Dareis Mai, las Doncellas Lanceras, y luchan codo a codo con los hombres.
Perrin pareció perplejo y Elyas rió entre dientes al percibir su expresión.
Raen retomó el relato, con voz en la que se entremezclaban la contrariedad y el estupor.
—Las jóvenes estaban todas muertas, a excepción de una, que se encontraba agonizante. Esta se arrastró hasta los carromatos. No había duda de que sabía que eran de Tuatha’an. Su aversión era patente aun entre el dolor, pero era depositaria de un mensaje tan importante que debía transmitirlo a alguien, incluso a nosotros, antes de fallecer. Los hombres fueron a ver si podían asistir a alguna de sus compañeras (había un claro rastro de sangre que ella había dejado), pero todas estaban muertas y entre sus cuerpos había un número de cadáveres de trollocs tres veces superior al de ellas.
Elyas se levantó, con la pipa casi a punto de caerse de la boca.
—¿A cien kilómetros en el interior del Yermo? ¡Imposible! Djevik K’Shar, así es como llaman los trollocs al Yermo: la Tierra de la Muerte. No recorrerían cien kilómetros en esa región ni arrastrados por todos los Myrddraal de la Llaga.
—Sabéis muchas cosas sobre trollocs —comentó Perrin.
—Continuad con vuestra historia —indicó bruscamente Elyas a Raen.
—A juzgar por los trofeos que acarreaban las Aiel, era evidente que venían de la Llaga. Los trollocs las habían seguido, pero, por las huellas, pocos vivieron para regresar después de enfrentarse a ellas. En cuanto a la muchacha, no permitió que nadie la tocara, ni siquiera para curar sus heridas. Sin embargo, agarró por el cuello al Buscador de aquel clan y le dijo literalmente estas palabras: «El Marchitador de las Hojas tiene planeado cegar el Ojo del Mundo, Renegado. Quiere matar a la Gran Serpiente. Avisa al pueblo, Renegado. El Cegador de la Vista está próximo a aparecer. Diles que permanezcan alerta ante el que despierta con el crepúsculo. Diles…». Y entonces pereció.
»Marchitador de las Hojas y Cegador de la Vista son los nombres que dan los Aiel al Oscuro —informó Raen a Perrin—, pero, aparte de eso, no comprendo gran cosa. No obstante, ella lo consideró tan importante como para acercarse a quienes detestaba, para revelarlo con su último aliento. ¿Pero a quién? Nosotros formamos una comunidad aparte, el Pueblo Errante, pero me parece que no se refería a nosotros. ¿A los Aiel, tal vez? No nos dejarían explicárselo aunque lo intentáramos. —Suspiró profundamente—. Nos llamó Renegados. No sospechaba que nos detestaran hasta ese punto.
Ila depositó las agujas en el regazo y le acarició con dulzura la cabeza.
—Sería algo que averiguó en la Llaga —musitó Elyas—. Aunque no tiene sentido. ¿Matar a la Gran Serpiente? ¿Acabar con el propio tiempo? ¿Y cegar el Ojo del Mundo? Es como