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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 8
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puede desear más? ¿A quién le preocupan los fuegos de artificio?

—¿Un juglar? —inquirió Ewin con voz repentinamente excitada.

—Vamos, Rand —prosiguió Mat, haciendo caso omiso del chaval—. Ya hemos terminado. Tienes que ver a ese tipo.

Se plantó de un salto en las escaleras, seguido de Ewin que preguntaba tras él:

—¿De veras habrá un juglar, Mat? No será como aquello de las apariciones fantasmagóricas ¿eh? ¿O como lo de las ranas?

Rand se detuvo para apagar la lámpara antes de apresurarse en pos de ellos.

En la sala, Rowan Hurn y Samel Crawe se habían sumado al grupo situado junto al fuego, de modo que la totalidad del Consejo del Pueblo se hallaba reunida allí. Bran al’Vere hablaba entonces, con su habitualmente atronadora voz modulada en un tono tan bajo que únicamente un apagado murmullo llegaba más allá de las sillas apiñadas entre sí. El alcalde daba énfasis a su discurso con golpes de su grueso dedo índice contra la palma de la otra mano y clavaba consecutivamente la mirada en cada uno de los presentes. Todos respondían con gestos de asentimiento a su mensaje, si bien Cenn más a regañadientes que el resto.

La manera como se apretaban unos contra otros los hombres era claro indicio de que, fuese cual fuese el tema que estaban debatiendo, solamente concernía al Consejo del Pueblo, al menos en aquel momento. No verían con buenos ojos que Rand intentara escuchar. Dicha consideración lo indujo a alejarse a su pesar. De todas maneras había el juglar… y los forasteros.

Afuera, Bela y la carreta habían desaparecido, llevadas sin duda por Hu o Tad al establo. Mat y Ewin permanecían observándose mutuamente con fijeza a escasos pasos de la puerta de entrada, con las capas ondulando al viento.

—Por última vez —rugió Mat—. No te estoy gastando ninguna broma. Hay un juglar. Ahora lárgate. Rand, ¿vas a decirle a este cabeza de chorlito que lo que le digo es verdad, para que me deje en paz de una vez?

Rand se arrebujó en la capa y avanzó dispuesto a apoyar a Mat, pero las palabras se desvanecieron al tiempo que se le ponía de punta el vello de la nuca: alguien lo observaba. No era la misma sensación que le había producido el jinete encapuchado, pero de todos modos no era algo agradable, y menos después de haber tenido aquel encuentro.

Dirigió una rápida mirada alrededor del Prado y vio sólo lo que ya había allí antes: niños que jugaban, gente que se preparaba para la fiesta… y ninguno de ellos miraba hacia donde él estaba. La Viga de Primavera se alzaba solitaria ahora, aguardando. Las calles laterales se hallaban a merced de los gritos infantiles. Todo estaba en orden, con excepción de que alguien estaba observándolo.

Entonces algo lo indujo a alzar la vista. En el alero del tejado de la posada se asomaba un enorme cuervo, balanceándose levemente con las rachas de viento procedentes de la montañas. Tenía la cabeza inclinada a un lado y un ojo pequeño y negro centrado… en él, pensó. Tragó saliva y, de pronto, se vio invadido de una vehemente furia.

—Asqueroso animal carroñero —murmuró.

—Estoy harto de que me miren —gruñó Mat, y Rand se dio cuenta de que su amigo se había acercado a él y contemplaba preocupado al pájaro.

Intercambiaron una mirada y luego se agacharon simultáneamente a recoger piedras.

Los dos tiros fueron certeros… y el cuervo se hizo a un lado; las piedras silbaron al atravesar el aire en el lugar que había ocupado el animal. Después de batir las alas, volvió a inclinar la cabeza y clavó en ellos un mortífero ojo negro, impávido, con si nada hubiera ocurrido.

Rand observó consternado al pajarraco.

—¿Habías visto alguna vez un cuervo que hiciera eso? —preguntó en voz baja. Mat sacudió la cabeza sin apartar la mirada del animal. —Nunca. Ni ningún otro pájaro.

—Un pájaro abyecto —dijo tras de ellos una voz femenina, melodiosa a pesar de la repulsión expresada—, del que hay que desconfiar incluso en la ocasión más propicia.

Emitiendo un agudo graznido, el cuervo alzó el vuelo con tal violencia que dos de sus negras plumas cayeron ondeando desde el borde del tejado.

Asombrados, Rand y Mat giraron la cabeza para seguir el rápido vuelo del ave, por encima del Prado, en dirección a las brumosas Montañas de la Niebla, más allá del Bosque del Oeste, hasta convertirse en una mota antes de desaparecer de su vista.

Rand posó la mirada en la mujer que había hablado. Ella también había estado contemplando el vuelo de cuervo, pero entonces se volvió y sus ojos se encontraron con los suyos. No podía dejar de mirarla. Aquélla debía de ser lady Moraine. En verdad poseía toda la donosura que Mat había alabado, si no más.

Al oír que había llamado niña a Nynaeve, la había imaginado entrada en edad, pero no así. Al menos, él no podía decidir cuántos años tendría. Al principio había creído que era igual de joven que Nynaeve; sin embargo, cuando la contemplaba, más crecía su certeza de que era mayor. Sus grandes ojos oscuros delataban una madurez, un indicio de sabiduría que nadie era capaz de adquirir en la juventud. Por espacio de un instante, pensó que aquellos ojos eran profundos estanques dispuestos a engullirlo. Era asimismo evidente la razón por la que Mat y Ewin la habían asemejado a una dama de un cuento de hadas. Tenía un porte tan airoso y tan imperativo a un tiempo que a su lado él se sentía torpe y desmañado. No era alta; apenas su cabeza le habría llegado al pecho, pero su presencia tenía tal peso que su talla parecía la adecuada y él, con su altura, un desgarbado.

Toda su persona era distinta de cuantas había conocido antes. La amplia capucha de su capa enmarcaba su rostro y su oscuro cabello, que caía en suaves bucles. Jamás había visto una mujer en edad adulta llevar el pelo sin trenzar; todas las muchachas de Dos Ríos esperaban ansiosas el momento en que el Círculo de mujeres de su pueblo decidiera que ya eran bastante mayores para llevar trenza. Su atuendo era igualmente insólito. La capa era de terciopelo azul cielo, con profusos bordados en seda que representaban hojas, vides y flores en los bordes. El vestido, de un azul más oscuro que la capa, con acuchillados color crema, destellaba ligeramente cuando se movía. Un collar de oro macizo le pendía del cuello y otra cadena de oro, que rodeaba delicadamente el cabello, soportaba una pequeña y resplandeciente piedra azul suspendida en medio de la frente. Un ancho cinturón de oro entrelazado circundaba su cintura y el anular de la mano izquierda lucía un anillo, también de oro, con forma de serpiente que se mordía la cola. Por cierto, no había visto nunca un anillo igual, aun cuando reconociera en él la Gran Serpiente, una simbología de la eternidad aún más antigua que la propia Rueda del Tiempo.

Más elegante que todos los vestidos de fiesta vistos hasta entonces, había dicho Ewin, y estaba en lo cierto. No había nadie en Dos Ríos que usara tales ropajes, en ninguna ocasión.

—Buenos días, señora… ah… lady Moraine —saludó Rand con semblante acalorado y lengua entorpecida.

—Buenos días, lady Moraine —repitió Mat con más soltura, aunque no mucha más.

La dama sonrió y Rand se halló de pronto preguntándose si habría algún servicio que él pudiera prestarle, algo que le proporcionara una excusa para permanecer junto a ella. Sabía que la sonrisa iba dirigida a todos ellos, pero parecía como si estuviera dedicada exclusivamente a él. Era en verdad como tener materializado ante sí el relato de un juglar. Mat lucía una sonrisa bobalicona en el rostro.

—Conocéis mi nombre —dijo, al parecer encantada. ¡Como si su presencia, por más breve que fuera, no estuviera destinada a constituir la comidilla del Pueblo durante un año!—. Pero debéis llamarme Moraine, no lady. ¿Y cómo os llamáis vosotros?

Ewin se adelantó antes de que los otros pudieran articular palabra.

—Mi nombre es Ewin Finngar, mi señora. Yo les he dicho cómo os llamabais, por eso lo saben. Oí cómo Lan os llamaba así, pero de modo casual, no por indiscreción. Nunca hasta ahora había venido alguien como vos al Campo de Emond. También habrá un juglar en el pueblo para Bel Tine. Y esta noche es la Noche de Invierno. ¿Vendréis a mi casa? Mi madre ha preparado pasteles de manzana.

—Tendré que pensarlo —respondió, poniendo una mano en el hombro de Ewin. Sus relucientes ojos traicionaban la diversión, si bien ningún otro rasgo de su cara la demostraba—. No veo de qué manera podría competir yo con un juglar, Ewin. Pero tienes que llamarme Moraine. Entonces miró expectante a Rand y a Mat.

—Yo soy Matrim Cauthon, lad… ah… Moraine —se presentó Mat.

Y, tras dedicarle una rígida y espasmódica reverencia, se enderezó, mostrando su semblante teñido de rubor.

Rand había estado considerando la posibilidad de realizar un gesto semejante, al igual lo hacían los personajes de los relatos, pero, ante el éxito de Mat, se limitó a pronunciar su nombre. Como mínimo, aquella vez no tartamudeó en absoluto.

Moraine los observó alternativamente. Rand pensó que su sonrisa, una mera curva en las comisuras de sus labios, era ahora igual a la que esbozaba Egwene cuando guardaba algún secreto.

—Seguramente necesitaré que alguien efectúe algunos recados para mí de vez en cuando durante mi estancia en el Campo de Emond —dijo—. ¿Tal vez querríais prestarme vuestra ayuda? —Lanzó una carcajada al oír el unánime y precipitado asentimiento—. Aquí tenéis —añadió.

Ante la sorpresa de Rand, depositó una moneda en la palma de su mano, que cerró después con firmeza con las suyas.

—No es necesario —comenzó a decir, pero ella acalló con un gesto su protesta mientras entregaba otra moneda a Ewin, antes de oprimir la mano de Mat del mismo modo como lo había hecho con la suya.

—Desde luego que lo es —arguyó—. Nadie puede esperar que trabajéis sin recibir nada a cambio. Consideradlo como algo simbólico y llevadlo con vosotros; así recordaréis que habéis accedido a acudir a mi llamada. Ahora existe un vínculo entre nosotros.

—Nunca lo olvidaré —aseguró con voz chillona Ewin.

—Después hemos de conversar —dijo la dama—, y deberéis contarme cosas sobre vosotros mismos.

—¿Lady…, quiero decir, Moraine? —inquirió titubeante Rand al volverse la mujer. Esta se detuvo y miró hacia atrás, haciéndole tragar saliva para poder continuar—. ¿Por qué habéis venido al Campo de Emond? —La expresión de su semblante no se modificó, pero él deseó de repente no haber efectuado la pregunta, aun cuando ignoraba qué lo había impulsado a hacerlo. De todas maneras, se apresuró a dar explicaciones—Disculpad, no era mi intención hablaros con rudeza. Es sólo que nadie viene a Dos Ríos, aparte de los mercaderes y buhoneros, cuando no hay demasiada nieve para llegar desde Baerlon. Casi nadie. En todo caso, nadie como vos. Los guardas de los mercaderes dicen a veces que esto es el extremo del mundo, y supongo que igual debe de considerarlo la gente que no es de aquí. Sólo sentía curiosidad.

La sonrisa de la dama se desvaneció entonces, lentamente, como si algo hubiera acudido a su mente. Durante un momento se limitó a mirarlo.

—Soy una estudiante de historia —dijo por fin—y me dedico a recopilar viejas historias. Siempre he sentido interés por este lugar al que llamáis Dos Ríos. A veces analizo los relatos de lo que acaeció aquí hace mucho tiempo, aquí y en otros sitios.

—¿Historias? —inquirió Rand—. ¿Qué ocurrió en Dos Ríos capaz de atraer

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