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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 79
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las formalidades. De modo que actuad según lo haga yo. Y guardad vuestros secretos. No es preciso dar explicaciones a todo el mundo.

Los mastines los siguieron moviendo la cola mientras se adentraron en la foresta con Elyas en cabeza. Perrin notó cómo los lobos aminoraban la marcha, consciente de que no entrarían. Los perros no les inspiraban temor sino desprecio por haber cambiado la libertad por el derecho a yacer junto al fuego. Era a las personas a quienes evitaban.

Elyas se encaminó con paso seguro, como si conociera el camino, hacia el centro del bosquecillo, donde, en efecto, aparecieron los carromatos de los gitanos, diseminados entre los robles y fresnos.

Al igual que los demás habitantes del Campo de Emond, Perrin había oído hablar mucho de los gitanos aunque nunca hubiera visto ninguno, por lo que, al ver el campamento, ya tenía formada una idea sobre su aspecto, y éste se ajustó a sus expectativas. Los carromatos eran pequeñas casas sobre ruedas, altas cajas de maderas lacadas y pintadas con colores vivos, rojos, azules, amarillos y verdes y algunos matices a los que no supo atribuir un nombre. El Pueblo Errante se hallaba ocupado en las decepcionantes e inevitables tareas diarias: cocinar, coser, cuidar a los niños, recomponer arneses… Su vestimenta tenían un colorido aún más chocante que el de sus carruajes, el cual, según todos los indicios, había sido elegido al azar, formando unas combinaciones tan abigarradas que casi dañaban la vista y les daban el aspecto de una bandada de mariposas revoloteando sobre un campo de flores.

Cuatro o cinco hombres tocaban violines y flautas en diferentes puntos del asentamiento y algunos danzaban como colibríes adornados con toda la gama del arco iris. Los chiquillos y los perros corrían y jugueteaban entre las fogatas. Los canes eran mastines como los que se habían encarado a los viajeros, pero los niños les tiraban de las orejas y de la cola y subían a sus espaldas, con la paciente aceptación de los imponentes animales. Los tres que acompañaban a Elyas dirigieron cariñosamente la mirada hacia un hombre barbudo. Perrin sacudió la cabeza, cavilando que, a pesar de todo, eran muy capaces de llegar hasta la garganta de un hombre sin separar apenas las patas delanteras del suelo.

Cuando la música cesó de repente, cayó en la cuenta de que los gitanos estaban mirándolos. Los propios niños y los perros se quedaron quietos y expectantes, como si se aprestaran a huir.

Durante un momento no se oyó el más leve sonido; después un hombre enjuto de baja estatura y pelo cano se adelantó y dedicó una grave reverencia a Elyas. Llevaba una chaqueta roja de cuello alto y unos holgados pantalones de color verde chillón metidos en unas botas de caña alta.

—Bienvenidos a nuestras fogatas. ¿Conocéis la canción?

Elyas se inclinó del mismo modo, con ambas manos apoyadas sobre el pecho.

—Vuestra acogida calienta mi espíritu, Mahdi, así como vuestras fogatas calientan el cuerpo, pero no conozco la canción.

—Entonces seguiremos buscando —canturreó el hombre de cabellos grises—. Como era en un principio, así seguirá siendo, con tal que conservemos la memoria para buscar y encontrar. —Alargó el brazo hacia las hogueras y su voz adoptó una tonalidad alegre—. La comida está casi preparada. Os ruego que la compartáis con nosotros.

Como si aquello hubiera sido una señal, la música dejó oír de nuevo sus sones y los chiquillos volvieron a correr y a reír con los perros. Todos retomaron sus labores como si los recién llegados fueran amigos de toda la vida.

El hombre de pelo cano vaciló, sin embargo, mirando a Elyas.

—Vuestros…, los otros amigos vuestros deben permanecer alejados. Asustan demasiado a los pobres perros.

—No se acercarán, Raen. —La expresión de Elyas contenía un asomo de desdén—. Ya deberíais saber que se quedan siempre en su lugar.

El interpelado extendió las manos, dando a entender que nadie podía abrigar certeza absoluta respecto a algo. Cuando se volvió para conducirlos al campamento, Egwene desmontó y se aproximó a Elyas.

—¿Sois amigos?

Un sonriente gitano se presentó para hacerse cargo de Bela. Egwene accedió de mala gana, después de que Elyas exhalara un sarcástico resoplido.

—Somos conocidos —respondió lacónicamente el hombre arropado con pieles.

—¿Se llama Mahdi? —inquirió Perrin.

Elyas soltó un gruñido antes de responder.

—Su nombre es Raen. Mahdi es su título: el Buscador. Es el jefe de este clan. Podéis llamarlo Buscador si el otro os suena raro. A él no le molestará.

—¿Qué era eso sobre una canción? —preguntó Egwene.

—Este es el motivo por el que viajan —respondió Elyas—, o al menos eso es lo que dicen ellos. Van en busca de una canción, y el Mahdi es el encargado de efectuar las indagaciones. Cuentan que la perdieron durante el Desmembramiento del Mundo y que, si la hallaran de nuevo, volvería a hacerse realidad el paraíso de la Era de Leyenda. —Recorrió con la mirada el campamento y emitió un bufido—. Ni siquiera saben qué canción es aunque, según ellos, la reconocerán cuando la encuentren. Tampoco saben de qué manera haría retornar el paraíso, pero llevan casi tres milenios buscándola, desde que se produjo el Desmembramiento. Supongo que continuarán haciéndolo hasta que la Rueda deje de girar.

Entonces llegaron al carromato de Raen, situado en el centro del poblado. Estaba pintado con manchas rojas sobre fondo amarillo y los radios de sus altas ruedas alternaban asimismo el amarillo y el rojo. Una mujer regordeta, tan canosa como el propio Raen pero con la mejillas aún tersas, salió del vehículo y se detuvo en los escalones, cubriéndose los hombros con un chal de flecos azules. Llevaba una blusa amarilla y una falda encarnada de tonos vivos. Aquella combinación hizo parpadear a Perrin, al tiempo que provocó una exclamación contenida en Egwene.

Al ver a las personas que acompañaban a Raen, la mujer descendió con una calurosa sonrisa en el rostro. Era Ila, la esposa de Raen, a quien sobrepasaba un palmo en estatura. Perrin pronto olvidó el colorido de su atuendo ante la actitud acogedora de que dio muestras, lo que le recordó a la señora al’Vere y lo hizo sentirse a gusto desde el primer momento.

Ila saludó a Elyas como a un viejo conocido, pero con un aire distante que parecía mortificar a Raen. Elyas le respondió con una tensa sonrisa y una leve inclinación de cabeza. Perrin y Egwene se presentaron y la mujer les estrechó la mano dando prueba de mayor afecto que el que había expresado a Elyas; incluso abrazó a Egwene.

—Vaya, eres preciosa, hija —señaló, y acarició sonriente la barbilla de Egwene—. Y estás helada, me parece. Siéntate junto al fuego, Egwene. Sentaos todos. La cena está casi lista.

En torno a la fogata había unos troncos a modo de asiento. Elyas rehusó incluso aquella rudimentaria concesión a la civilización y se sentó en el suelo. Había dos ollas apoyadas en trípodes de hierro sobre las llamas y un horno junto a las brasas, los cuales atendía Ila.

Cuando estaban acomodándose, un esbelto joven con ropajes de rayas verdes se acercó al fuego y dio un abrazo a Raen y un beso a Ila, pero miró con frialdad a Elyas y a los dos muchachos. Tenía aproximadamente la edad de Perrin y sus movimientos inducían a pensar que iba a iniciar una danza de un momento a otro.

—Y bien, Aram —dijo Ila con una amable sonrisa—, ¿has decidido cenar con tus abuelos, para variar? —Su sonrisa se trasladó a Egwene mientras se encorvaba para remover la olla—. Me pregunto cuál será el motivo…

Aram se puso de cuclillas con los brazos en torno a las rodillas, en frente de Egwene.

—Soy Aram —informó a la muchacha con voz segura, olvidado, al parecer, de la presencia de los demás—. He estado aguardando la primera rosa de primavera y ahora la encuentro junto al fuego de mis abuelos.

Perrin esperaba que Egwene reaccionara con una risita; cuando vio que ella estaba mirando a Aram, observó con más detenimiento al gitano. Debía admitir que Aram era un joven atractivo. Un minuto después, Perrin descubrió a quién le recordaba: a Wil al’Seen, que levantaba un revuelo de cuchicheos entre las chicas siempre que visitaba el Campo de Emond, procedente de Deven Ride. Wil cortejaba a todas las muchachas que se le presentaban y lograba convencer a cada una de ellas que sólo se mostraba educado con las demás.

—Esos perros vuestros —comentó en voz alta Perrin, sobresaltando a Egwene—son tan grandes como osos. Me sorprende que dejéis jugar a los niños con ellos.

La sonrisa se desvaneció de inmediato del rostro de Aram, pero, después de mirar a Perrin, volvió a adoptarla aún con más resolución que antes.

—No te harán ningún daño. Se muestran feroces para intimidar a posibles atacantes y para avisarnos, pero están educados de acuerdo con la Filosofía de la Hoja.

—¿La Filosofía de la Hoja? —inquirió Egwene—. ¿Qué es eso?

Aram señaló con un gesto los árboles, sin apartar la vista de ella.

—La hoja vive el tiempo que le ha tocado en suerte y no lucha contra el viento que la hace volar en sus alas. La hoja no agrede y, cuando al final cae; lo hace para nutrir nuevos brotes. Así deberían obrar todos los hombres. Y mujeres.

Egwene le devolvió la mirada, con un leve rubor en las mejillas.

—¿Pero qué significa? —quiso saber Perrin, con lo cual se hizo acreedor de una irritada mirada por parte de Aram.

Fue Raen, sin embargo, quien le respondió.

—Significa que ningún hombre debe herir a otro bajo ningún motivo. —Los ojos del Buscador se posaron momentáneamente en Elyas—. Nada sirve de excusa a la violencia. Jamás.

—¿Y qué hacéis cuando alguien os ataca? —arguyó Perrin—. ¿Cómo reaccionáis cuando alguien os golpea o intenta robaros o mataros?

Raen suspiró con paciencia, como si Perrin no percibiera algo del todo evidente.

—Si alguien me pegara, le preguntaría qué lo induce a obrar de ese modo. Y, si persistiera en su actitud, me alejaría de él, lo cual haría también en caso de que intentara robarme o matarme. Sería preferible dejar que tomara lo que quiere, mi vida incluso, a que yo le respondiera con una agresión. Y lo haría con la esperanza de que no saliera demasiado malparado.

—Pero si habéis dicho que no le haríais nada —objetó Perrin.

—En efecto, pero la violencia tiene un efecto negativo tanto en el agresor como en la víctima. —Perrin parecía escéptico—. Supongamos que abates un árbol con tu hacha —propuso Raen—. El hacha agrede el árbol y sale intacta de ese acto. ¿Es así como lo ves tú? La madera es blanda comparada con el acero, pero, a medida que vas cortando, el filo del acero pierde su agudeza y la savia del árbol la oxida. La poderosa hacha violenta el árbol indefenso, pero éste la deteriora. Lo mismo sucede con los hombres, si bien el daño se centra en el espíritu.

—Pero…

—Basta —gruñó Elyas, interrumpiendo a Perrin—. Raen, ya te trae bastantes problemas dondequiera que vas tu afición a convertir a los mozos de los pueblos. No te he traído a éstos aquí para que trates de aleccionarlos, así que es mejor que no insistas.

—¿Y, que los deje a tu merced? —replicó Ila, machacando entre las palmas de sus manos unas hierbas que luego dejaba caer en la cazuela. Su voz era calmada, pero frotaba con furia las hierbas—. ¿Les enseñarás a seguir tu estilo de vida, matar o morir? ¿Vas a conducirlos al mismo destino que te estás labrando, morir solo con la única compañía de los cuervos y de tus…, tus amigos

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