mano, de un metro de altura, que sobresale de la cima de una colina, sosteniendo una esfera de cristal tan grande como este barco. Tiene que haber un tesoro debajo de esa colina, si lo hay en algún sitio, pero la gente de la isla no permite excavar allí y los Marinos no se ocupan de nada más que de navegar en busca de Coramoor, su mesías.
—Yo excavaría —afirmó Mat—. ¿Dónde está esa… Tremalking? —Un grupo de árboles ocultaba ahora la torre resplandeciente, pero él miraba como si aún la viera.
—No, chico —respondió el capitán Domon, sacudiendo la cabeza—, no hay ningún tesoro equiparable a ver mundo. Encontrar un puñado de oro o las joyas de un rey muerto, no está mal, pero es lo exótico lo que te arrastra hacia nuevos horizontes. En Tanchico, que es un puerto en el Océano Aricio, parte del palacio de Panarch fue construido en la Era de Leyenda, según dice la gente. Hay una pared con un friso en el que las pinturas muestran animales que no conoce ningún hombre vivo.
—Cualquier niño puede dibujar animales que nadie ha visto —restó importancia Rand.
—Sí, chico, claro que sí. ¿Pero es capaz un niño de componer los huesos de estos animales? En Tanchico los tienen, unidos entre sí como los tenía el animal. Están en una sala del palacio de Panarch, donde todo del mundo puede contemplarlos. El Desmembramiento dejó tras de sí grandes maravillas, y desde entonces se han formado más de doce imperios, algunos tan portentosos como el de Artur Hawkwing, de los cuales han quedado muchas cosas por ver y descubrir. Varas luminosas, navajas en forma de lazo, corazones de piedra, un enrejado de cristal que cubre una isla y que produce un zumbido al salir la luna, una montaña vaciada como un cuenco en cuyo centro se alza una pica de plata de cien palmos de altura y, si cualquiera se acerca a más de un kilómetro, muere. Ruinas oxidadas, pedazos rotos y objetos encontrados en el fondo del mar, que no describen ni los libros más antiguos. Yo he reunido unos cuantos, que nunca habéis ni soñado, en más lugares de los que podríais recorrer en diez vidas. Eso es lo insólito, lo que induce a viajar.
—Nosotros desenterramos a veces huesos en las Colinas de Arena —comentó lentamente Rand—, unos huesos extraños. Había un pedazo de un pez, me parece que era un pez, tan grande como esta embarcación. Algunos decían que traía mala suerte excavar en las colinas.
—¿Ya estás pensando en el hogar, muchacho, y sólo acabas de salir a ver el mundo? inquirió el capitán mirándolo con astucia—. El mundo te clavará su anzuelo en la lengua. Saldrás a cazar las puestas del sol, ya lo verás… y, si alguna vez regresas, tu pueblo será demasiado pequeño para tus ansias.
—¡No! —protestó, sobrecogido, preguntándose cuánto tiempo llevaba sin acordarse del Campo de Emond ni de Tam. Tenía la sensación de que habían pasado meses desde la última vez que lo hizo—. Volveré a casa algún día, cuando pueda. Y criaré corderos, como…, como mi padre, y, si vuelvo a marcharme, será mucho tiempo después. ¿No es cierto, Mat? Cuando podamos volveremos al pueblo y olvidaremos que existe todo esto.
Con visible esfuerzo, Mat apartó la vista del horizonte que dejaba atrás, donde se había desvanecido la torre de metal.
—¿Qué? Oh, sí. Claro. Volveremos a casa. Desde luego.
Mientras se volvía para alejarse, Rand lo oyó murmurar algo entre dientes.
—Apuesto a que no quiere que nadie más vaya en busca del tesoro.
Al parecer, no advirtió que había hablado en voz alta.
Cuatro días después, mientras el barco discurría río abajo, Rand se encontraba en lo alto del mástil, sentado en la punta con las piernas enroscadas en las traversas. El Spray se mecía suavemente sobre el agua, pero a catorce metros de la superficie el balanceo hacía oscilar el mástil de forma notable. Echó atrás la cabeza y lanzó una carcajada al viento que acariciaba su rostro.
Con los remos en acción, el navío tenía desde allí la apariencia de una espada gigante que se deslizaba por el Arinelle. Había estado suspendido a tal altura en otras ocasiones, en los árboles de Dos Ríos, pero ahora no había ramas que le taparan la vista. Todo lo que se movía en cubierta —los hombres que frotaban de rodillas las planchas, los que arreglaban cabos y escotillas—tenían un aspecto tan raro visto desde arriba, achaparrado y empequeñecido, que había pasado una hora absorto en su contemplación, mientras reía para sí.
Reía cada vez que miraba a las personas que se afanaban allá abajo, pero ahora se dedicaba a contemplar las riberas que se sucedían ante él. Aquélla era la impresión que le producían: como si él, con excepción del vaivén del palo, claro estaba, estuviera inmóvil, y el terreno, con sus árboles y colinas, avanzara con lentitud a ambos lados. Él permanecía quieto y la totalidad del mundo discurría ante su vista.
Con un impulso repentino separó las piernas de las traversas que sostenían el mástil y las extendió a ambos lados; luego hizo lo mismo con los brazos, equilibrando con ellos el balanceo. Durante tres vaivenes completos, mantuvo la estabilidad de aquel modo, pero luego la perdió de golpe. Entonces, agitando las extremidades, cayó hacia adelante y se aferró al estay del trinquete. Con las piernas extendidas a ambos costados del mástil, sin nada que lo sostuviera aparte de las manos agarradas al cabo, echó a reír. Inspiraba con avidez las ráfagas de aire fresco y reía exultante.
—Muchacho —lo llamó la voz de Thom—. Muchacho, si intentas romperte la crisma, por lo menos no caigas encima de mí.
Rand miró hacia abajo. Thom asía el flechaste justo debajo de él y observaba inseguro los centímetros que los separaban.
—Thom —respondió, encantado—. Thom, ¿cuándo ha subido?
—Cuando no te has dignado escuchar a los que gritábamos desde abajo. Demonios, chico, todos han llegado a la conclusión de que te has vuelto loco.
Al dirigir la vista a cubierta, advirtió con sorpresa que todos lo miraban. El único que no le prestaba atención era Mat, que estaba sentado en proa de espaldas al mástil. Incluso los remeros levantaban la cabeza hacia él, bogando con ritmo desacompasado. Y, curiosamente, nadie los reprendía por ello. Rand agachó la cabeza para mirar la proa por debajo del brazo. El capitán Domon estaba de pie, en jarras, junto al remo de dirección, también con la vista fija en él. Se volvió y dedicó una sonrisa a Thom.
—¿Queréis que baje, entonces?
—Me alegraría sobremanera —respondió Thom, asintiendo vigorosamente con la cabeza.
—De acuerdo.
Se alejó de la cumbre del mástil, cambiando de asidero en el estay del trinquete. Oyó una imprecación de Thom cuando se colgó de nuevo de la traversa con las manos y puso así freno a su caída. El juglar lo miró ceñudo con una mano tendida para cogerlo.
—Allá voy.
Levantó las piernas, flexionó una rodilla sobre el grueso cabo que iba del palo a la popa, que rodeó después con el pliegue del codo y soltó las manos. Despacio primero y luego a velocidad creciente, se deslizó hacia abajo. A pocos centímetros de popa se dejó caer de pie justo enfrente de Mat, dio un paso para recomponer tal equilibrio y se volvió para encararse a la tripulación con los brazos extendidos, a la manera como lo hacía Thom después de un ejercicio de acrobacia.
Sonaron algunos aplausos, pero él se detuvo a mirar a Mat con asombro, y a lo que éste tenía en las manos y ocultaba con su cuerpo a las miradas ajenas. Era una daga curvada con una funda de oro labrada con extraños símbolos, empuñadura de oro fino, rematada con un rubí de un tamaño superior a la uña del pulgar de Rand, y adornada con serpientes que descubrían unos grandes colmillos.
Rand se puso de cuclillas y abrazó sus rodillas con las manos.
—¿De dónde la has sacado?
Mat guardó silencio y desvió deprisa la mirada para cerciorarse de que no había nadie cerca. Estaban solos por completo.
—¿No la cogerías en Shadar Logoth?
—Fue por tu culpa, y la de Perrin. Los dos me hicisteis salir a rastras de la cámara del tesoro cuando la tenía en la mano. Mordeth no me la dio, yo la cogí, de modo que el aviso de Moraine sobre los presentes no tiene efecto. No se lo cuentes a nadie, Rand. Intentarían robármela.
—No se lo diré a nadie —prometió Rand—. Creo que el capitán Domon es una persona honesta, pero no me atrevería a decir lo mismo de los demás, en particular de Gelb.
—A nadie —insistió Mat—. Ni a Domon, ni a Thom, ni a nadie. Somos los únicos que quedamos del Campo de Emond. No podemos permitirnos depositar la confianza en otra gente.
—Egwene y Perrin están vivos, Mat. Sé que lo están. —Mat pareció avergonzarse—. Guardaré tu secreto, no obstante. Ahora no tendremos que preocupamos por el dinero al menos. Podemos venderla y viajar hasta Tar Valon tratados a cuerpo de rey.
—Por supuesto —aprobó Mat un minuto después—. Si tenemos necesidad de hacerlo. Pero no se lo cuentes a nadie hasta que yo te lo diga.
—Ya te he asegurado que no lo haré. Escucha, ¿has tenido más sueños desde que embarcamos? Ésta es la primera ocasión que he tenido de preguntártelo sin que hubiera seis personas alrededor.
Mat volvió la cabeza hacia otro lado y lo miró de soslayo.
—Quizá.
—¿Qué significa eso? ¿Los has tenido o no los has tenido?
—De acuerdo, de acuerdo. Sí. No quiero hablar de eso, ni siquiera pensar en ello. No sirve de nada.
Antes de que pudieran añadir palabra, Thom se aproximó a grandes zancadas, con el blanco cabello alborotado por el viento y el bigote casi erizado.
—He logrado convencer el capitán de que no has perdido los cabales —anunció—, de que aquello formaba parte de tu aprendizaje. —Agarró el estay y lo zarandeó—. Esa alocada pirueta final, al bajar por la cuerda, ha contribuido a hacérselo creer, pero tienes suerte de no haberte roto la crisma.
Rand posó los ojos en la traversa del trinquete y la recorrió en toda su longitud hasta el mástil, con la boca abierta. Él se había deslizado por ella. Y había estado sentado en lo alto de…
De pronto se vio allá arriba, con los brazos y piernas extendidos y a duras penas logró mantener la postura en que se hallaba. Thom lo miraba con aire pensativo.
—No sabía que tuvieras tanto coraje para la acrobacia. Podríamos sacar partido de ello en Illian o Ebou Dar, e incluso en Tear. A la gente de las ciudades sureñas le entusiasman los equilibristas.
—Vamos a ir a…
En el último minuto, Rand recobró la cautela para mirar a su alrededor. Algunos marineros los observaban, incluso Gelb, con su mala catadura habitual, pero ninguno se encontraba lo bastante cerca para oírlo.
—A Tar Valon —finalizó.
Mat se encogió de hombros, como si le fuera indiferente el rumbo a tomar.
—Por ahora, muchacho —puntualizó Thom mientras tomaba asiento a su lado—; pero mañana… ¿quién sabe? Ése es el modo de vida de un juglar. —Sacó un puñado de bolas coloreadas de una de sus holgadas mangas—. Ya que has descendido de los aires, practicaremos el paso triple.
Rand dejó vagar la mirada hasta la cumbre del mástil y sintió un escalofrío. «¿Qué es lo que me ocurre? Luz, ¿qué me pasa?» Debía averiguarlo. Debía llegar a Tar Valon antes de que enloqueciera de veras.
CAPÍTULO 25: El Pueblo Errante
Bela caminaba apaciblemente bajo los débiles rayos de