Ahora! Libro gratis para leer en línea ✅
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
Advanced
Sign in Sign up
  • Home
  • Todos los libros
    • Libros más populares
    • Libros de tendencia
    • Libro mejor calificado
  • BLOG
  • Adult
  • Bestseller
  • Romanticas
  • Fantasía
  • Ciencia ficción
  • Thriller
  1. Home
  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 76
Prev
Next

lo envolvía, cercenada sólo levemente por una pálida luz. Casi sin resuello, movió apenas la mirada. Una tosca manta lo cubría hasta los hombros y tenía la cabeza acurrucada entre sus brazos. Sintió los listones de madera bajo sus manos. Era el entarimado de una cubierta. La jarcia crujió en la noche. Dejó escapar una exhalación de alivio. Estaba en el Spray. La pesadilla había concluido. Al menos por aquella noche…

Se llevó de modo inconsciente el dedo a la boca. El sabor de la sangre lo hizo contener la respiración. Lentamente se acercó la mano a la cara para observarla a la mortecina luz de la luna, para mirar la sangre que manaba de la punta de su dedo. Vio el pinchazo producido por una espina.

El Spray descendía despacio por el cauce del Arinelle. El fuerte viento soplaba en una dirección que impedía hacer uso de las velas. A pesar de las exigencias de velocidad expresadas por el capitán Domon, el bajel se deslizaba cansinamente. Por la noche, de hombre apostado en la proa escrutaba el lecho con una linterna e informaba de la profundidad al timonel, mientras la corriente empujaba al navío río abajo sin la ayuda de los remos. Si bien no había que temer la presencia de rocas en el Arinelle, eran frecuentes los bajíos, los cuales podían hacer embarrancar un barco e inmovilizarlo hasta que alguien viniera a tirar de él. Durante el día, los remos batían del alba al crepúsculo, luchando contra el viento, que parecía querer hacerlos remontar el cauce.

No atracaron en la orilla ni una sola vez. Bayle Domon dirigía con mano firme el barco y la tripulación por igual, denostando los vientos contrarios y maldiciendo la lentitud del avance. Censuraba la holgazanería de los remeros y despellejaba verbalmente a cualquiera que cometiera el más mínimo error para pintar a continuación con voz queda escenas en que unos trollocs de proporciones descomunales abordaban la embarcación y los degollaban a todos. Cuando la conmoción ocasionada por el ataque de los trollocs comenzó a disiparse, la tripulación empezó a murmurar acerca de la necesidad de ir a estirar las piernas en tierra y de lo arriesgado que era navegar de noche.

Los hombres se guardaban de expresar directamente sus quejas al capitán Domon, mirando de reojo para cerciorarse de que éste no se hallaba cerca para oírlas, pero él parecía percibir todo cuanto sucedía en su barco. Cada vez que daban alguna muestra de descontento, él llevaba a su presencia la larga espada con forma de cimitarra y el hacha terminada en un horrible gancho que habían hallado a bordo después del ataque. Entonces las dejaba colgadas por espacio de una hora en el mástil, y los heridos señalaban sus vendajes y los murmullos disminuían… durante un día aproximadamente, hasta que uno de los tripulantes volvía a opinar que por aquel entonces ya habían dejado atrás a los trollocs, con lo cual se reiniciaba el ciclo.

Rand advirtió que Thom Merrilin se alejaba de los marineros siempre que éstos comenzaban a susurrar con caras ceñudas, a pesar de que habitualmente palmeaba hombros, contaba chistes y bromeaba con todos de un modo que conseguía hacer esbozar una sonrisa hasta al más rudo de ellos. Thom observaba aquellos conciliábulos secretos con ojo atento, aunque cuando lo hacía simulaba hallarse absorto en encender la pipa, en afinar el arpa o en cualquier otra actividad. Rand no comprendía qué lo inducía obrar de aquel modo, ya que los recelos de la tripulación no se centraban en ellos, que habían embarcado huyendo de los trollocs, sino en Floran Gelb.

A lo largo de los dos primeros días, el huesudo Gelb se dedicó a abordar a todo aquel que podía arrinconar, para explicarle su versión de lo acaecido la noche en que habían subido ellos a bordo. Sus ademanes alternaban la bravuconería y la queja y sus labios siempre se fruncían cuando señalaba hacia Thom, Mat o, en particular, hacia Rand, tratando de hacerlos responsables del suceso.

—Son extranjeros —argumentaba en voz queda Gelb, vigilando que no hiciese aparición el capitán—. ¿Qué sabemos de ellos? Lo único que sabemos es que los trollocs vinieron tras ellos. Son sus aliados.

—¡Por la Fortuna, Gelb, cierra el pico! —gruñó un hombre con el cabello recogido en una cola y una pequeña estrella azul tatuada en la mejilla que no había dirigido ni una sola vez la mirada a Gelb mientras enroscaba una cuerda, ayudándose con sus pies desnudos. Todos los marineros iban descalzos a pesar del frío, ya que las botas podían resbalar en una cubierta mojada—. Serías capaz de acusar de Amigo Siniestro a tu propia madre con tal de no trabajar. ¡Lárgate de aquí! —Escupió con desprecio a los pies de Gelb antes de retomar sus tareas.

Toda la tripulación recordaba que Gelb no se había mantenido en guardia aquella noche, y la respuesta del hombre de la cola fue una de las más suaves que recibió. Nadie quería ni siquiera trabajar con él. El hombre se vio relegado a trabajos que había de realizar a solas, en su totalidad desagradables, como rascar la grasa de las cazuelas o arrastrarse en el interior de las sentinas para detectar vías de agua entre el lodo que los años habían depositado. Al poco tiempo dejó de hablar con sus compañeros; sus hombros estaban encogidos en ademán defensivo de forma permanente y nada le hacía abandonar su silenciosa actitud de agravio, pese a que los demás apenas reaccionaban ante ella con un gruñido. Cuando posaba sus ojos en Rand, Mat o Thom, sin embargo, un ansia asesina iluminaba su semblante.

Cuando Rand comentó a Mat que Gelb les causaría problemas tarde o temprano, éste miró en torno a sí antes de responder.

—¿Acaso podemos fiamos de alguno? ¿De uno de ellos siquiera?

Después se alejó en busca de un lugar donde pudiera estar solo, en la medida en que ello era factible en un barco que medía menos de treinta pasos de proa a popa. Mat se había mostrado excesivamente solitario desde la noche en que huyeron de Shadar Logoth y parecía rumiar algo siempre.

—Los problemas no vendrán por parte de Gelb —opinó Thom—en caso de que debamos afrontar alguno. Al menos, no por ahora. Ninguno de los marinos lo apoyaría y él carece del coraje para iniciar una acción por su cuenta.

¿Pero los otros? Según parece, Domon cree que los trollocs lo persiguen a él en particular, pero los demás consideran que ya ha pasado el peligro y tal vez lleguen a un punto de exasperación que, en mi opinión, no tardará en producirse. —Se palpó su capa multicolor y Rand tuvo la impresión de que estaba tentando los cuchillos que llevaba debajo: su segunda colección de primera calidad—. Si se amotinan, hijo, no dejarán pasajeros con vida para contarlo. Las leyes reales no deben de tener mucho peso a esta distancia de Caemlyn, pero cualquier alcalde tomaría medidas de represalia contra un acto de este tipo.

A partir de aquel momento Rand también comenzó a procurar pasar inadvertido entre la tripulación.

Thom, por su parte, se esforzaba en disipar, mediante la diversión, las tentaciones de amotinamiento. Cada mañana y cada noche relataba historias con su mejor estilo interpretativo y se avenía a cantar cuantas canciones le eran solicitadas a lo largo de la jornada. Para dar verosimilitud a la pretensión de que Rand y Mat querían ser aprendices de juglar, dispuso un espacio diario para impartirles sus conocimientos, lo cual se convirtió en un entretenimiento adicional para los marinos. No los dejaba tocar el arpa, por supuesto, y sus sesiones con la flauta producían muecas de dolor, en especial en los comienzos, y un torrente de risas entre la tripulación, incluso cuando los observaban con las orejas tapadas.

También enseñó a los muchachos algunos relatos sencillos, un poco de acrobacia y, desde luego, juegos malabares. Mat se quejaba de lo mucho que les exigía Thom, pero éste se mesaba los bigotes y le asestaba una mirada feroz.

—No sé cómo jugar a enseñar, chico. O enseño una cosa o no la enseño. ¡Vamos! Hasta un patán de pueblo debería ser capaz de hacer el pino. Ala, sube.

Los marineros, que no siempre trabajaban, componían un círculo en torno a ellos tres. Algunos incluso probaban seguir las enseñanzas de Thom y se reían de su propia torpeza. Gelb permanecía a solas; los miraba sombrío con un odio que abarcaba a todos por igual.

Rand pasaba una parte el tiempo acodado en la barandilla, observando las riberas. No abrigaba expectativas de ver aparecer de repente a Egwene o alguno de los demás en la orilla, pero el barco navegaba con tanta lentitud que en ocasiones creía que dicha posibilidad no era descabellada. Podrían darles alcance aun sin cabalgar a rienda suelta. En el supuesto de que no los hubieran hecho prisioneros, o de que todavía estuvieran vivos.

El río fluía sin que se avistaran desde él señales de vida, ni de cualquier embarcación a excepción del Spray. Sin embargo, aquello no significaba que no pasaran parajes dignos de ver y de admirar. A mediodía del primer día, el Arinelle discurría entre altos acantilados que se extendían a lo largo de medio kilómetro en ambas orillas y en todo aquel trecho la roca estaba labrada en tallas que representaban figuras de hombres y mujeres de descomunales proporciones, con coronas que proclamaban su condición de soberanos.

No había dos formas iguales en aquella procesión real, encabezada por esculturas creadas en épocas muy distantes de las últimas. El viento y la lluvia habían gastado las del extremo norte, suavizando sus rasgos, mientras que los rostros y los detalles se tornaban más precisos a medida que avanzaban hacia el sur. El río lamía los pies de las estatuas, convertidos en muñones en su mayoría, cuando no disueltos del todo. «¿Durante cuánto tiempo se habrán erguido aquí?», se preguntaba Rand. «Cuánto tardará el río en desgastar tal cantidad de piedra?» Ningún miembro de la tripulación levantó siquiera la cabeza hacia aquellas antiguas esculturas, de tantas veces como las habían visto ya.

En otra ocasión, cuando la ribera oriental era otra vez tierra llana de pastos, interrumpidos a veces por algún bosquecillo, el sol reflejó algo en el horizonte.

—¿Qué será eso? —preguntó Rand en voz alta—. Parece metal.

El capitán Domon, que pasaba por allí, se detuvo para observar el destello.

—Y es metal —Confirmó, con su misma pronunciación precipitada que Rand había aprendido a interpretar instantáneamente—. Una torre de metal. La he visto de cerca y por eso lo sé. Los navegantes de río la utilizan como una marca indicativa. Ahora nos encontramos a diez días de Puente Blanco, a la velocidad que vamos.

—¿Una torre de metal? —repitió Rand con extrañeza.

Mat, sentado con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en una barrica, abandonó por un momento sus cavilaciones y se levantó para escuchar.

—Sí —asintió el capitán—, de reluciente acero, por su aspecto; no tiene ni una mancha de herrumbre. De cincuenta metros de altura y con un perímetro como el de una casa, sin ninguna inscripción ni un agujero de acceso al interior.

—Apuesto a que hay un tesoro ahí adentro —apuntó Mat, que se había acercado a observar la lejana torre—. Una cosa así tiene que haber sido construida para esconder algo de valor.

—A lo mejor, muchacho —dijo con voz cavernosa el capitán—. Pero en el mundo hay fenómenos más extraños que éste. En Tremalking, una de las islas de los Marinos, hay una piedra con forma de

Prev
Next

YOU MAY ALSO LIKE

El corazón del invierno
El corazón del invierno
August 3, 2020
Conan el invencible
Conan el invencible
August 3, 2020
El Dragón Renacido
El Dragón Renacido
August 3, 2020
El Despertar de los Heroes
El Despertar de los Heroes
August 3, 2020
  • Privacy Policy
  • About Us
  • Contact Us
  • Copyright
  • DMCA Notice

© 2020 Copyright por el autor de los libros. All rights reserved.