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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 74
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la certeza de que una declaración inocente no iba a llegar a oídos de un Fado? Habían ido elaborando día a día su versión; habían articulado sus partes y tratado de darle verosimilitud. Y habían acordado que fuera Egwene la encargada de referirla, dado que ella era más hábil con las palabras y, además, pretendía que siempre detectaba cuándo Perrin contaba una mentira.

Egwene comenzó enseguida su exposición. Procedían del norte, de Saldaea, de unas granjas colindantes a un pequeño pueblo. Ninguno de los dos se había alejado más de dos kilómetros de su hogar antes de aquello. Sin embargo, habían escuchado las historias de los juglares y los relatos de los mercaderes, y tenían deseos de ver mundo, Caemlyn e Illian, el Mar de las Tormentas y tal vez incluso las fabulosas islas de los Marinos.

Perrin escuchaba con satisfacción. Ni siquiera Thom Merrilin habría sido capaz de inventar una historia mejor, teniendo en cuenta lo poco que conocían ellos de las regiones que se extendían más allá de Dos Ríos, ni más apropiada a sus necesidades.

—¿De Saldaea, eh? —inquirió Elyas cuando la muchacha hubo finalizado.

Perrin asintió con la cabeza.

—En efecto. Primero pensábamos ir a Maradon. Me gustaría mucho ver al rey. Pero la capital sería el primer sitio adonde irían a buscarnos nuestros padres.

Él había ya representado su parte, que consistía en dejar bien claro que no había visitado nunca Maradon. De aquel modo nadie supondría que debían de conocer la ciudad, por si acaso topaban con alguien que hubiera estado allí. Todo aquello se encontraba muy lejos del Campo de Emond y de lo sucedido la Noche de Invierno. A nadie que escuchara aquella invención, se le ocurriría relacionarlos con Tal Valon ni con las Aes Sedai.

—Toda una historia —asintió Elyas—. Contiene algunos detalles inconexos, pero lo principal es que Moteado dice que es una sarta de mentiras.

—¡Mentiras! —exclamó Egwene—. ¿Por qué habríamos de mentiros?

Los cuatro lobos no se habían movido, pero ya no daban la impresión de yacer apacibles junto al fuego; se habían agazapado y sus ojos amarillos observaban a los dos muchachos sin pestañear.

Perrin no dijo nada, pero su mano se dirigió hacia el hacha. Al ponerse los cuatro animales en pie con velocidad vertiginosa, su ademán quedó paralizado. A pesar de que no emitían ningún sonido intimidatorio, la espesa pelambre de sus cuellos estaba erizada. Uno de sus compañeros apostados en el bosque exhaló un amenazador gruñido, que fue respondido rápidamente por una veintena de aullidos que restallaron en la oscuridad. De pronto, todo retornó a la calma. Perrin tenía el rostro empapado de sudor frío.

—Si creéis… —Egwene se detuvo para tragar saliva. A pesar del frío, su cara también estaba bañada en sudor—. Si creéis que mentimos, quizá prefiráis que acampemos por nuestra cuenta esta noche, en otro sitio.

—Normalmente ése sería mi deseo, muchacha. Pero ahora quiero saber más detalles sobre los trollocs. Y los Semihombres, —Perrin se esforzó por mostrar un semblante impasible, confiando obtener mejores logros que Egwene. Elyas continuó, con aire conversador—. Moteado dice que ha olido Semihombres y trollocs en vuestras mentes mientras contabais esa alocada historia. Todos han captado lo mismo, y, entremezclado con los trollocs, también estaba el de Cuencas Vacías. Los lobos odian a los trollocs y los Semihombres con más violencia que un incendio en el bosque, más que a nada, al igual que yo mismo.

»Quemado quiere acabar con vosotros. Fueron los trollocs quienes le dejaron esa marca cuando era un cachorro. Su argumento es que la caza es escasa y que estáis más cebado que cualquiera de los venados que ha visto en los últimos meses, por lo cual deberíamos dar cuenta de vosotros. Pero Quemado siempre se muestra impaciente. ¿Por qué no os, sinceráis conmigo? Espero que no seáis Amigos Siniestros. Detesto matar a la gente a quien he dado de comer. Habéis de recordar, no obstante, que detectarán cualquier embuste y que incluso Moteado está casi tan molesto como Quemado.

Sus ojos, tan amarillos como los de las fieras, no parpadeaban tampoco. «Son ojos de lobo», pensó Perrin.

Advirtió que Egwene lo miraba, aguardando a que él decidiera el curso de los acontecimientos. «Luz, otra vez soy yo el responsable.» Habían decidido de entrada que no veía posibilidades de escapar de allí, ni aun cuando pudiera empuñar nuevamente el hacha…

Moteado emitió un profundo gruñido gutural, que repitieron sus tres compañeros situados junto a la hoguera, y después los que estaban sumidos en la oscuridad. Aquel amenazador ruido sordo poblaba la noche.

—De acuerdo —se apresuró a acceder Perrin—. ¡De acuerdo! —Los gruñidos quedaron atajados súbitamente y Egwene asintió mudamente—. Todo comenzó unos días antes de la Noche de Invierno —inició su explicación Perrin—, cuando nuestro amigo Mat vio a un hombre vestido con una capa negra.

Elyas no mudó de expresión, pero allí, tendido en el suelo, su forma de ladear la cabeza recordaba la manera como erguían los animales las orejas. Las cuatro fieras se recostaron mientras Perrin hablaba; tenía la sensación de que ellas también le prestaban oídos. Su exposición fue larga y prolija. No obstante, omitió el sueño que él y sus amigos habían tenido en Baerlon. Esperaba que los lobos dieran indicios de haber percibido la omisión, pero éstos se limitaron a observarlo. Moteado se mostraba amistoso, Quemado, furioso. Cuando terminó de hablar, su voz había enronquecido.

—…y, si no nos encuentra en Caemlyn, iremos a Tar Valon. No tenemos más remedio que aceptar la ayuda de las Aes Sedai.

—Trollocs y Semihombres en tierras tan al sur —musitó Elyas—. En verdad es algo sorprendente. —Tanteó tras de sí y tendió una cantimplora de cuero a Perrin, sin mirarlo. Parecía sumido en cavilaciones. Aguardó a que Perrin hubiera bebido y tapó el odre antes de seguir hablando—. No les tengo simpatía a las Aes Sedai. Las del Ajah Rojo, esas que se complacen en perseguir a los hombres que se inmiscuyen en el uso del Poder Único, intentaron amaestrarme en una ocasión. Yo les dije a la cara que eran del Ajah Negro, que servían al Oscuro, y aquello no les hizo ninguna gracia. Pero no pudieron darme caza una vez que me hube adentrado en los bosques, aunque lo intentaron. Por supuesto que sí. Por cierto que dudo mucho que cualquier Aes Sedai se comporte amablemente conmigo después de aquello. El Ajah Rojo perdió un par de Guardianes. Mala cosa, matar Guardianes. Detesto hacerlo.

—Esto de hablar con los lobos —dijo, titubeando, Perrin—, ¿Guarda…, guarda relación con el Poder?

—Desde luego que no —gruñó Elyas—. No habrían logrado apaciguarme, pero me enfureció el hecho de que lo intentaran. Éste es un fenómeno muy antiguo, muchacho, anterior a las Aes Sedai, a cualquier poseedor del Poder único, que se remonta al tiempo de la aparición de la especie humana, y de los lobos. A las Aes Sedai no les hace ninguna gracia, tampoco, que las viejas conexiones surjan de nuevo. Yo no soy el único. Hay otros fenómenos, otras personas. Eso enfurece a las Aes Sedai, las hace murmurar acerca de la debilitación de antiguas barreras. Las cosas están desmoronándose, opinan. Lo que pasa es que tienen miedo de que el Oscuro escape de su prisión.

»Cualquiera pensaría que yo tengo algo que reprocharme, según me enjuiciaron ellas. Las del Ajah Rojo, en todo caso; pero algunas otras también compartían su punto de vista. La Sede Amyrlin… ¡Ahhh! Yo me mantengo casi siempre al margen de ellos, y de los amigos de las Aes Sedai. Y tú harás lo mismo, si eres inteligente.

—Nada anhelo con más fuerza que permanecer al margen de las Aes Sedai —contestó Perrin.

Egwene lo miró con dureza. Temió que, en su impulso, declarase que ella quería ser una Aes Sedai; pero guardó silencio, con los labios fruncidos, mientras Perrin proseguía.

—La realidad es que no podemos elegir. Hemos aguantado la persecución de trollocs, Fados y Draghkar. De toda suerte de criaturas, con excepción de los Amigos Siniestros. No podemos escondernos ni enfrentarnos a ellos por nuestra cuenta. Entonces, ¿quién va a ayudarnos? ¿Quién tiene más fortaleza que las Aes Sedai?

Elyas permaneció callado un momento; miraba a los animales, en particular a Moteado y a Quemado. Al observarlos, a Perrin se le antojó que casi podía oír las palabras que intercambiaban Elyas y los lobos. Aun cuando no tuviera nada que ver con el Poder, no quería participar de aquello. «Seguro que bromeaba. Yo no puedo hablar con los lobos.» Uno de ellos, Saltador, lo miraba con lo que le pareció una sonrisa. Se preguntó cómo había recordado su nombre.

—Podríais quedaros conmigo —propuso por fin Elyas—, con nosotros. —Egwene arqueó desmesuradamente las cejas y Perrin se quedó boquiabierto—. Bien, ¿qué otra cosa podría ofreceros mayor seguridad? —los retó Elyas—. Los trollocs no pierden ocasión de procurar dar muerte a un lobo cuando lo encuentran solo, pero siempre se desvían varios kilómetros para evitar a una manada. Y tampoco tendríais que preocuparos por las Aes Sedai. No vienen a menudo a estos bosques.

—No sé. —Perrin esquivó las miradas de los animales que lo flanqueaban. Uno de ellos eran Moteado y tenía los ojos clavados en él—. Los trollocs no son el único problema.

Elyas rió entre dientes.

—He visto cómo una manada abatía a uno de los de Cuencas Vacías. La mitad de ellos pereció, pero no cejaron una vez que hubieron percibido su olor. Los trollocs y los Myrddraal con una misma cosa para los lobos. Es a ti a quien quieren, muchacho. Habían oído hablar de hombres capaces de comunicarse con ellos, pero tú eres el primero que conocen después de mí. Sin embargo, también aceptarán a tu amiga y aquí estaréis más protegidos que en cualquier ciudad. En las poblaciones hay Amigos Siniestros.

—Escuchad —dijo Perrin con urgencia—. Desearía que paraseis de decir eso. Yo no puedo… hacer lo que vos hacéis.

—Como prefieras, muchacho. Niega la evidencia, si quieres. ¿No deseas sentirte a salvo?

—No estoy engañándome. No hay nada que tenga que ocultarme a mí mismo. Lo que queremos…

—Es ir a Caemlyn —intervino Egwene con firmeza—. Y luego a Tar Valon.

Perrin cerró la boca y respondió a la airada mirada de la muchacha con una de cosecha propia. Sabía muy bien que ella le permitía tomar el mando únicamente cuando ella quería, pero al menos habría podido dejarlo contestar por sí mismo.

—¿Y qué opina Perrin? —preguntó sin esperar respuesta—. ¿Yo? Bien, deja que lo piense. Sí. Sí, creo que continuaré el viaje. —Dedicó una sonrisa a Egwene—. Bueno, en eso estamos de acuerdo. Supongo que iré contigo. Está bien hablar de estas cosas antes de tomar una decisión, ¿no?

La muchacha se ruborizó, sin suavizar, no obstante, su expresión resuelta.

—Moteado ha dicho que decidirías esto. A su juicio, la muchacha está integrada por completo en el mundo humano, mientras que tú permaneces a medio camino. Teniendo en cuenta las circunstancias, opino que será mejor que os acompañemos hacia el sur. De lo contrario, probablemente moriríais de hambre u os perderíais o…

Quemado se levantó de pronto y Elyas volvió a la cabeza para mirar al enorme lobo. Un momento después Moteado se puso asimismo en pie y se acercó a Elyas para hacer frente también a la mirada de Quemado. Todos permanecieron inmóviles por espacio de unos minutos, tras los cuales Quemado giró sobre sí y se desvaneció en la noche. Moteado sacudió el cuerpo y después retomó su lugar, echándose como si nada hubiera ocurrido.

—Moteado es el jefe de esta manada —aclaró Elyas al advertir su desconcierto—Algunos de

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