cerrados, al parecer dormido, pero Perrin no abandonó su escondrijo. Sobre el fuego había seis estacas, con un conejo ensartado en cada una de ellas, con un color ya dorado, rezumando jugo de tanto en tanto sobre las llamas. Su aroma tan próximo le hacía la boca agua.
—¿Ya has terminado de babear? —El hombre abrió un ojo y lo fijó en el lugar donde se ocultaba Perrin—. Podéis venir tú y tu amiga a sentaros y tomar un bocado. No os he visto comer gran cosa estos dos últimos días.
Tras un instante de vacilación, Perrin se puso de pie; aferraba todavía el hacha.
—¿Me habéis espiado durante dos días?
El hombre rió entre dientes.
—Sí, he estado espiándote, a ti y a esa preciosa muchacha. Te domina como un gallito, ¿eh? A decir verdad, os he escuchado mayormente. El caballo es el único de vosotros que no hace ruido al caminar como para que lo oigan a cinco kilómetros a la redonda. ¿Vas a decirle que venga o piensas comerte tú todos los conejos?
Perrin se puso furioso. Estaba seguro de que no hacía tanto ruido; de lo contrario no habría podido acercarse tanto a los conejos en el Bosque del Oeste para abatirlos con una piedra. No obstante, el olor del asado le hacía recordar que Egwene también estaba hambrienta, por no mencionar la incertidumbre en que debía hallarse, sin saber si habían topado con un campamento de trollocs.
Deslizó el mango del hacha en la correa y gritó:
—¡Egwene! ¡Todo va bien! ¡Es conejo! —Tendiendo la mano, agregó en voz más baja—: Me llamo Perrin, Perrin Aybara.
El desconocido le observó la mano antes de estrechársela con torpeza, como si no estuviera familiarizado con aquel gesto.
—A mí me llaman Elyas —dijo, levantando la mirada—. Elyas Machera.
Perrin se quedó boquiabierto y a punto estuvo de dejar caer la mano del hombre. Tenía los ojos amarillos, como el oro bruñido. Un rastro de memoria centelleó en lo más recóndito de la mente de Perrin, para desaparecer en un instante. Lo único que acertó a pensar en aquellos momentos era que todos los trollocs que había visto tenían el iris casi negro.
Egwene se acercó, llevando prudentemente a Bela de las riendas. Después de atarla a una de las ramas bajas del roble, pronunció unas frases de cortesía al ser presentada a Elyas, sin apartar apenas la mirada de los conejos. Cuando Elyas les señaló la comida, la muchacha se dirigió a ella sin tardanza y Perrin sólo titubeó un minuto antes de imitar su ejemplo.
Elyas aguardó en silencio mientras comían. Perrin tenía tanta hambre que desgajaba pedazos de carne tan caliente que había de hacerlos saltar de una mano a otra para poder llevárselos a la boca. Incluso Egwene mostraba escasas huellas de su pulcritud habitual y dejaba que el grasiento jugo le corriera por la barbilla. El día dio paso al crepúsculo cuando todavía masticaban con avidez. La oscuridad de una noche sin luna iba estrechando su cerco en torno al fuego cuando Elyas tomó de nuevo la palabra.
—¿Qué estáis haciendo por aquí? No hay ninguna casa a cincuenta kilómetros a la redonda.
—Vamos a Caemlyn —respondió Egwene—. Tal vez vos…
Sus cejas se arquearon airadamente al ver que Elyas echaba la cabeza hacia atrás y prorrumpía en carcajadas. Perrin se quedó mirándolo, con una pata de conejo a medio camino de la boca.
—¿Caemlyn? —repitió resollando Elyas cuando pudo volver a hablar—. Por la senda que vais siguiendo y la dirección que habéis mantenido estos dos días, saldréis a más de doscientos kilómetros al norte de Caemlyn.
—Íbamos a preguntar a alguien —replicó Egwene a la defensiva—. Lo que ocurre es que no hemos encontrado ningún pueblo ni granja todavía.
—Ni los vais a encontrar —afirmó Elyas, riendo entre dientes—. Por el camino que vais, podríais viajar hasta la Columna Vertebral del Mundo sin encontrar un alma viviente. Claro que, si consiguierais franquear la Columna, lo cual es factible en algunos, puntos, hallaríais gente en el Yermo de Aiel, pero no os gustaría nada esa región. Os asaríais de día y os helaríais de noche, si no moríais antes de sed. Para detectar agua en el Yermo, hay que pertenecer al pueblo Aiel, y no les gustan mucho los forasteros. Nada, diría yo. —Sufrió un nuevo acceso de risa, más violento esta vez, que lo hizo revolcarse en el suelo—. Nada de nada.
Perrin se revolvió, incómodo. «¿Estaremos comiendo con un loco?»
Egwene frunció el entrecejo, pero esperó a que Elyas retornara a la calma.
—Quizá vos podríais indicarnos el camino —dijo entonces—. Según parece, conocéis más mundo que nosotros.
Elyas dejó de reír y, después de levantar la cabeza, se puso su sombrero redondo de piel, que había caído, y los observó con cejas abatidas.
—No tengo en gran aprecio a las personas —anunció con voz neutra—. Las ciudades están llenas de gente. No me acerco a los pueblos, ni siquiera a las granjas, con frecuencia. No os habría ayudado si no hubierais estado dando tumbos por ahí, tan inocentes e indefensos como cachorros recién nacidos.
—Pero como mínimo podréis decirnos qué dirección hemos de tomar —insistió Egwene—. Si nos indicáis dónde está el próximo pueblo, aunque se encuentre a cincuenta kilómetros de distancia, allí podrán informarnos sobre cómo llegar a Caemlyn.
—No os mováis —ordenó Elyas—. Ahora vienen mis amigos.
Bela comenzó a relinchar empavorecida, forcejeando para librarse de las riendas. Perrin se incorporó mientras aparecían en torno a ellos unas sombras procedentes del bosque en penumbra. Bela se encabritó.
—Calmad a la yegua —recomendó Elyas—. No le harán nada. Ni a vosotros tampoco, si os quedáis quietos.
Cuatro lobos de pelo enmarañado penetraron en el círculo iluminado. Eran unas formas cuya talla alcanzaba el pecho de un hombre y cuya dentadura era capaz de quebrarle una pierna a cualquiera. Entonces se acercaron al fuego, sin hacer caso de la presencia humana, y se echaron junto a él. La luz de la fogata reflejaba, en la oscuridad de la arboleda, los ojos de innumerables lobos que los rodeaban.
«Ojos amarillos», pensó Perrin. Como los de Elyas. Aquello era lo que había estado tratando de recordar. Mirando cauteloso los lobos que yacían a su lado, alargó fa mano hacia el hacha.
—Yo no haría eso —le aconsejó Elyas—. Si creen que vas a hacerles daño, dejarán de mostrarse amistosos.
Aquellas cuatro fieras estaban mirándolo a él, observó Perrin. Tenía la sensación de que todos los animales apostados entre los árboles fijaban sus miradas en él. Se le erizó la piel. Apartó prudentemente las manos del hacha. Imaginó que sentía cómo disminuía la tensión entre los lobos. Volvió a sentarse lentamente; se aferró las rodillas para detener el temblor de sus manos. Egwene estaba completamente rígida. Un lobo, de color casi negro con una mancha gris en la cara, se hallaba recostado junto a ella, casi a punto de tocarla.
Bela había dejado de relinchar y debatirse y, en su lugar, permanecía de pie y temblaba y se volvía sin cesar como si no quisiera perder de vista a ninguna de las fieras, dando coces, en ocasiones, para mostrarles que estaba dispuesta a vender cara su vida. Los lobos parecían no hacer caso de su presencia, al igual que de las de los demás. Sus lenguas colgaban mientras aguardaban tranquilamente.
—Eso es —aprobó Elyas—. Así está mejor.
—¿Son mansos? —preguntó Egwene, con un asomo de esperanza—. ¿Están… domesticados?
—Los lobos no se domestican, muchacha, ni siquiera como los hombres. Son mis amigos. Nos hacemos compañía, cazamos juntos, conversamos. Como hacen los amigos, ¿no es cierto, Moteado?
Un lobo, cuyo pelaje cubría todo el espectro del gris, volvió la cabeza hacia él.
—¿Habláis con ellos? —preguntó, maravillado, Perrin.
—No es hablar, exactamente —repuso Elyas—. Las palabras no cuentan, y además tampoco son exactas. Éste se llama Moteado. Su nombre tiene que ver con la manera como juegan las sombras en una charca del bosque en un crepúsculo invernal, con la superficie agitada por la brisa, el sabor del hielo cuando el agua roza la lengua, y un augurio de nevada en el aire que precede a la llegada de la noche. Todo eso no se puede expresar con palabras. Está relacionado con una sensación. Ésa es la manera que tienen de hablar los lobos. Los otros son Quemado, Saltador y Viento.
Quemado tenía una vieja cicatriz en la espalda que tal vez había dado origen a su nombre, pero en sus otros dos compañero no se advertía ningún indicio que explicara los suyos.
A pesar de la brusquedad de Elyas, Perrin tenía la impresión de que le complacía disponer de la ocasión de hablar con otros seres humanos. Al menos mostraba buena disposición a hacerlo. Perrin miró de soslayo los dientes de los animales que relucían con la luz del fuego y concluyó que era aconsejable inducirlo a mantener la conversación.
—¿Cómo…, cómo aprendisteis a hablar con los lobos, Elyas?
—Ellos lo descubrieron —respondió Elyas—. No fui yo al principio. Siempre sucede así, según tengo entendido. Las fieras inician el contacto con el hombre y no a la inversa. Algunas personas pensaban que tenían, tratos con el Oscuro porque empezaron a aparecer lobos dondequiera que fuese. Admito que en ocasiones yo también llegué a creerlo. La mayoría de la gente de bien comenzó a evitarme y los que venían a mí no eran el tipo de individuos cuya compañía me interesase. Después advertí que a veces los animales parecían captar mis pensamientos y dar respuesta a ellos. Aquello fue el verdadero inicio. Sentían curiosidad por mí. Normalmente los lobos pueden detectar las actitudes de los humanos, pero no de este modo. Fue una alegría para ellos conocerme. Dicen que ha transcurrido mucho tiempo desde que cazaban con los hombres, y cuando dicen mucho tiempo lo que yo percibo es un gélido viento que ha venido aullando desde el Primer Día.
—Nunca había oído hablar de que los hombres cazaban con los lobos —comentó Egwene, con voz algo insegura.
—Estos animales recuerdan las cosas de manera distinta a la nuestra —continuó explicando Elyas, sin acusar, al parecer, la objeción de Egwene. Sus extraños ojos se centraron en la lejanía, como si estuvieran vagando en el propio flujo de la memoria—. Cada lobo recuerda la historia de todos sus congéneres, o al menos los rasgos esenciales. Como ya os he dicho, es difícil expresarlo en palabras. Recuerdan haber abatido presas codo a codo con los hombres, pero aquello fue en un tiempo tan remoto que ahora es más bien la sombra de una sombra que una parte tangible de la memoria.
—Es muy interesante —apreció Egwene. Elyas la miró con dureza—. No, de veras, es una opinión sincera. —Se mojó los labios—. ¿Podríais… ah podríais enseñarnos a hablar con ellos?
Elyas emitió un bufido.
—No es algo que pueda enseñarse. Hay personas que poseen esa capacidad y otras que no. Ellos dicen que él puede hacerlo —afirmó, señalando a Perrin.
Perrin miró el dedo de Elyas como si se tratara de un puñal. «Realmente está loco.» Los lobos estaban mirándolo. Se sentía muy incómodo.
—Habéis dicho que ibais a Caemlyn —cambió de tema Elyas—. Pero eso no explica el hecho de que os encontréis en estos parajes, a varias jornadas de camino de la civilización.
Después echó hacia atrás su capa de pieles y se recostó de lado, apoyado en un codo, con actitud expectante.
Perrin dirigió una mirada a Egwene. Hacía días que habían ideado una historia para contarla a quienes encontrasen, informándoles del lugar adonde iban sin levantar sospechas. Y sin dejar entrever de dónde venían ni cuál era su destino final. ¿Quién podía tener