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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 72
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insistencia de Egwene en que montaran a Bela por turnos. No sabía cuánto trecho habían de recorrer, decía su compañera, pero en todo caso lo consideraba demasiado prolongado para que fuese ella la única que iba a caballo. Con la mandíbula comprimida, lo miraba fijo, sin pestañear.

—Soy demasiado alto para montar a Bela —arguyó—. Estoy acostumbrado a caminar y lo prefiero a cabalgar.

—¿Y yo no estoy habituada a caminar? —espetó secamente Egwene.

—No era eso lo que…

—¿Entonces es que yo soy la única que va a quedar magullada de tanto ir sentada en la silla? Y cuando tengas los pies tan llagados como para no poder seguir, esperarás a que sea yo quien te cuide.

—Como quieras —musitó, antes de que ella volviera a la carga—. De todas maneras tú montarás primero. —El rostro de Egwene expresó una tozudez aún más acusada, pero él se negó a dejarla llevar la contraria en aquel punto—. Si no subes al caballo, te auparé yo.

Lo miró con estupor, comenzando a esbozar una tenue sonrisa.

—En ese caso… —Parecía que estaba a punto de echarse a reír, pero montó a lomos de Bela.

Egwene no cejó en su determinación y, siempre que él intentaba posponer el relevo, su insistencia lo vencía. El oficio de herrero no propiciaba una figura esbelta y Bela no tenía el tamaño de la mayoría de monturas. Cada vez que ponía el pie en el estribo, la peluda yegua lo miraba con lo que él interpretaba como un reproche. Aquéllos eran detalles insignificantes, que no dejaban, sin embargo, de irritarlo. Al poco tiempo, sentía un impulso de retroceder cada vez que Egwene le decía:

—Te toca a ti, Perrin.

En las historias, los dirigentes no se arredraban nunca ni aceptaban la tiranía de nadie. Claro que tampoco —reflexionaba Perrin—tenían que tratar con Egwene.

La otra cuestión era que las raciones de pan y queso eran muy exiguas y, además, al final de la primera jornada ya habían dado cuenta de ellos. Perrin dispuso lazos en lo que parecían senderos de conejos, que, aunque no presentaban rastros recientes, bien valía la pena tentar, mientras Egwene preparaba el fuego. Cuando hubo finalizado, se dispuso a intentar cobrar alguna pieza con la honda. No había visto ningún ser viviente en todo el camino, pero…, para su sorpresa, un flaco conejo saltó delante de él. Su asombro fue tal que, al salir de estampida de debajo de un matorral que había junto a sus pies, casi lo dejó escapar, sin bien lo alcanzó a cuarenta pasos, cuando corría a esconderse tras un árbol.

Al regresar al lugar de acampada con su presa, Egwene había dispuesto ramas en círculo para formar una fogata, pero estaba arrodillada al lado del montón de leña con los ojos cerrados.

—¿Qué estás haciendo? El fuego no puede encenderse sólo con desearlo.

Egwene se sobresaltó al oír las primeras palabras y se volvió para mirarlo, llevándose una mano a la garganta.

—Me…, me has asustado.

—Ha habido suerte —anunció, mostrando el conejo—. Saca el pedernal. Esta noche vamos a comer bien, al menos.

—No tengo pedernal —respondió lentamente Egwene—. Lo llevaba en el bolsillo y lo perdí en el río.

—¿Entonces cómo…?

—Fue tan fácil allí. De la manera como me enseñó Moraine Sedai. Sólo tuve que alargar la mano y… —Hizo un gesto, como si asiera algo, y luego dejó caer la mano con un suspiro—. Ahora no lo consigo.

Perrin se mordió los labios con embarazo.

—¿El…. el Poder?

La muchacha asintió y él la observó estupefacto.

—¿Estás loca? Quiero decir… ¡el Poder Único! No puedes andar jugando con algo así.

—Fue tan fácil, Perrin. Sé cómo hacerlo. Soy capaz de canalizar el Poder.

—Lo encenderé frotando la leña, Egwene. Prométeme que no probarás a hacer… esta… cosa otra vez.

—No voy a prometerlo. —Su mandíbula se afianzó de un modo que le hizo exhalar un suspiro—. ¿Renunciarías tú a llevar esa hacha, Perrin Aybara? ¿Te avendrías a caminar con una mano atada a la espalda? ¡Yo no!

—Voy a encender el fuego —dijo, fatigado—. Por lo menos, no trates de hacerlo esta noche, por favor.

Egwene aceptó de mala gana, e, incluso cuando el conejo estaba asándose sobre las llamas, tenía la impresión de que ella sentía que podría haberlo hecho. Tampoco renunció a intentarlo, cada noche, aun cuando su resultado más logrado consistiera en un tenue hilillo de humo que se esfumaba casi de inmediato. Sus ojos lo retaban a emitir algún juicio, lo cual se guardaba muy bien de hacer él.

Después de aquella primera cena caliente, subsistieron con tubérculos silvestres y alguno que otro brote tierno. Debido al retraso de la primavera, éstos eran raquíticos e insípidos. Ninguno de los dos pronunció queja alguna, pero sus comidas siempre estaban presididas por suspiros, que ambos sabían causados por la añoranza de un pedazo de queso o incluso del aroma del pan. El día que encontraron setas comestibles en una parte umbría del bosque, se regalaron con lo que les pareció un auténtico festín. Las engulleron entre risas y hablaron con locuacidad de las anécdotas acaecidas en el Campo de Emond, comenzando siempre la exposición con la fórmula: «¿Te acuerdas de aquel día en que…?». Sin embargo, las setas no duraron mucho, ni tampoco su alborozo, pues el hambre no propiciaba la alegría.

El que iba a pie llevaba la honda, dispuesta a disparar cuando apareciera un conejo o una ardilla, pero únicamente arrojaban alguna piedra para descargar su frustración. Los lazos que disponían con tanto cuidado cada atardecer estaban vacíos al alba, y no se atrevían a quedarse un día entero en un lugar para dejar allí las trampas. Ninguno de los dos sabía a qué distancia se hallaba Caemlyn y la sensación de peligro no los abandonaría hasta llegar allí. Perrin comenzó a preguntarse si no se le encogería tanto el estómago como para dibujar una oquedad bajo sus costillas.

Avanzaban a buen paso, según le parecía a él, pero, a medida que se alejaban del Arinelle sin encontrar ningún pueblo, ni siquiera una granja donde poder preguntar si iban en buen camino, aumentaban sus dudas acerca del acierto de su estrategia. Aunque Egwene continuaba mostrándose tan confiada como al principio, estaba seguro de que tarde o temprano le diría que habría sido mejor arriesgarse a tener un encuentro con los trollocs que vagar perdidos durante el resto de sus días. La muchacha no expresaba tales ideas, pero él esperaba que llegaría el día en que lo hiciera.

A dos jornadas de camino del río, el terreno se transformó en colinas cubiertas de espesos bosques, tan sumidos en las tardías garras del invierno como los paisajes precedentes, y un día después las colinas cedieron paso a nuevos llanos, cuya arboleda se abría intermitentemente en claros que abarcaban a menudo más de un kilómetro. En las zonas umbrías todavía había restos de nieve y el aire era fresco por la mañana y el soplo del viento invariablemente frío. No vieron en ninguna parte un camino, un campo labrado, el humo de una chimenea en el horizonte ni ningún indicio de poblamiento humano de moradas todavía habitadas.

En una ocasión divisaron las ruinas de una muralla que rodeaba la cima de una colina, en cuyo interior se alzaban casas de piedra con tejados abatidos. El bosque había vuelto a ganar el terreno; los árboles crecían por doquier y la urdimbre de las lianas envolvía los grandes bloques de piedra. En otra, llegaron a una torre de almedas rotas, cubierta con el color parduzco del musgo seco, inclinada sobre un descomunal roble, cuyas raíces estaban derribándola paulatinamente. Sin embargo, no hallaron ningún lugar en que hubiera rastro de personas vivas. El recuerdo de Shadar Logoth los hacía alejarse de las ruinas y los inducía a apresurar el paso hasta encontrarse de nuevo en las profundidades de la espesura que no parecía haber sido testigo de la presencia humana.

Las pesadillas torturaban a Perrin. Eran sueños en los que Ba’alzemon lo perseguía a través de laberintos, lo acosaba sin que él lo vislumbrase nunca de frente. El viaje había sido especialmente propiciatorio de malos sueños. Egwene se quejaba de sufrir pesadillas presididas por Shadar Logoth, sobre todo las dos noches posteriores al encuentro de la torre abandonada. Perrin ocultaba sus pensamientos, aun en los momentos en que se despertaba sudoroso, tembloroso en la oscuridad. Ella confiaba en que él la condujera sana y salva hasta Caemlyn y no tenía sentido hacerla partícipe de preocupaciones sobre las que no podía intervenir.

Caminaba delante de Bela, preguntándose si encontrarían algo que llevarse a la boca aquella tarde, cuando percibió por primera vez el olor. La yegua abrió las fosas nasales y un segundo después agitó la cabeza. Perrin agarró la brida antes de que se encabritara.

—Es humo —dijo excitada Egwene, que inspiró profundamente, inclinándose en la silla—. Están asando algo para cenar. Conejo.

—Tal vez —repuso Perrin con cautela.

La sonrisa se desvaneció en el rostro de la muchacha. Perrin sustituyó la honda por la media luna del hacha. Sus manos se cerraban y se abrían con incertidumbre sobre el mango. Era un arma, pero ni sus prácticas a hurtadillas detrás de la forja ni las enseñanzas de Lan lo habían preparado en realidad para hacer uso de ella. Incluso la batalla anterior a su llegada a Shadar Logoth permanecía demasiado confusa en su mente para conferirle un mínimo de confianza. Además, nunca llegaría a dominar el vacío de que hablaban Rand y el Guardián.

El sol inclinaba sus rayos entre la floresta, convertida en una inmóvil masa de sombras moteadas. El tenue olor a leña quemada acudía hacia ellos, mezclado con el aroma a comida puesta en el asador. «Podría ser conejo», concluyó, hambriento. Y también podría ser otra cosa, se recordó a sí mismo. Miró a Egwene: ella también lo observaba. Era una gran responsabilidad disponer del liderazgo.

—Espera aquí —dijo. Ella frunció el rostro, pero él atajó su inminente protesta—. ¡Y no hagas ruido! Aún no sabemos quién es.

Aunque de mala gana, la muchacha asintió. Perrin se preguntó por qué no funcionaría aquella estrategia cuando intentaba hacerle tomar el relevo a lomos de la yegua. Después de inspirar profundamente, se encaminó hacia el lugar de donde emanaba aquel olor.

Él no había pasado tanto tiempo en los bosques de los aledaños del Campo de Emond como Rand y Mat, pero había cazado conejos con cierta frecuencia. Se deslizó entre los árboles sin quebrar siquiera una ramita. A poco se asomó por el tronco de un alto roble cuyas largas y frondosas ramas se inclinaban para rozar la tierra y levantarse después. A corta distancia ardía una fogata, a unos pasos de la cual un delgado hombre de piel atezada se apoyaba en uno de los ramales del gran árbol.

Al menos no era un trolloc, si bien era el individuo más extraño que Perrin había visto en su vida. En primer lugar, toda su ropa parecía estar hecha con pieles de animales, con el pelaje todavía en ellas, incluso las botas y el insólito sombrero plano que llevaba en la cabeza. Su capa era una extraña mezcla de conejo y ardilla; los pantalones tenían aspecto de proceder del cuero de una cabra blanca y marrón. El pelo, recogido con un cordel en la nuca, le llegaba hasta la cintura y una poblada barba pendía hasta la mitad de su pecho. Además, tenía un largo cuchillo, casi una espada, prendido en el cinturón y un arco y un carcaj apoyados en una rama, al alcance de su mano.

El desconocido se echó atrás con los ojos

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