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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 70
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reloj. Un año, dos años. Conozco a una mujer que duró cinco años. De cada cuatro poseedoras de la capacidad innata que poseéis vos y Egwene, tres mueren si no las localizamos nosotras y les aportamos nuestra guía. No es una muerte tan horrible como la que padecen los hombres, pero tampoco agradable, suponiendo que algún tipo de muerte pueda describirse como tal. Convulsiones, gritos… El proceso dura varios días y una vez que se ha iniciado no hay nada que pueda atajarlo, ni los esfuerzos conjuntos de todas las Aes Sedai de Tar Valon.

—Estáis mintiendo. Todas estas preguntas que formulasteis en el Campo de Emond os dieron información sobre el receso de la fiebre de Egwene y sobre la fiebre y los escalofríos que tuve yo. Todo esto es una invención basada en esas averiguaciones.

—Sabéis bien que no es cierto —replicó con suavidad Moraine.

Con más reluctancia de la que había experimentado en todo el transcurso de su vida para hacer algo, Nynaeve asintió con la cabeza. Había realizado un último y obstinado esfuerzo para negar lo que era evidente, y aquello no conducía a nada, por más enojoso que fuera reconocerlo. La primera aprendiza de la señora Barran había fallecido de la manera descrita por la Aes Sedai cuando Nynaeve todavía jugaba a las muñecas y lo mismo le había ocurrido a una mujer de Deven Ride hacía pocos años. Ella también había sido una aprendiza de Zahorí, una de las elegidas que podían interpretar la voz del viento.

—Vos disponéis de un gran potencial, en mi opinión —prosiguió Moraine—. Con una formación adecuada podríais llegar a poseer mayor poder que Egwene, y creo que ella puede convertirse en una de las Aes Sedai más poderosas que han existido en los últimos siglos.

Nynaeve se apartó de la Aes Sedai como lo hubiera hecho de una serpiente.

—¡No! Yo no tengo nada que ver con… —«¿Con qué? ¿Conmigo misma?». Su ánimo decayó de pronto y su voz se tomó vacilante—. Quisiera pediros que no habléis con nadie de esto, por favor. —Aquella palabra casi se le atragantó. Habría preferido ver aparecer a los trollocs a verse en la necesidad de rogar a aquella mujer. Sin embargo, Moraine se limitó a asentir con aire ausente, lo cual le devolvió parte de su arrojo. —Esto no explica, en todo caso, qué es lo que queréis de Rand, Mat y Perrin.

—El Oscuro quiere hacerse con ellos —respondió Moraine—. Yo opongo resistencia a cualquier designio del Oscuro. ¿Existe acaso una razón más simple, o mejor? —Terminó el té, mirando a Nynaeve por encima de la taza—. Lan, debemos partir. Hacia el sur, creo. Me temo que la Zahorí no nos acompañará.

Nynaeve frunció los labios al advertir la manera como pronunció la Aes Sedai la palabra «Zahorí», una manera que daba a entender que estaba dando la espalda a grandes obras por algo mezquino. «No quiere que vaya con ellos. Procura acorralarme para que regrese a casa y no interfiera en su manipulación de los muchachos.»

—Oh, sí, iré con vosotros. No podéis impedírmelo.

—Nadie intentará hacerlo —replicó Lan al reunirse con ellas. Después vació el cazo sobre el fuego y removió las cenizas con un palo—. ¿Una parte del Entramado? —preguntó a Moraine.

—Tal vez sí —repuso ésta, pensativa—. Debí haber hablado de nuevo con Min.

—Como podéis ver, Nynaeve, vuestra compañía es bien recibida.

Hubo un leve titubeo en el modo como Lan expresó su nombre, un indicio del aditamento «Sedai» que no llegó a franquear sus labios.

Nynaeve se enfureció, tomándolo como una burla, e igual enojo le produjo la forma en que los dos hablaban delante de ella —de cosas de las que no comprendía nada—sin tener la cortesía de brindarle la más mínima explicación. No obstante, no estaba dispuesta a darles la satisfacción de preguntar. El Guardián continuó con los preparativos de la partida, con movimientos tan concretos, seguros y rápidos que al poco las albardas, las mantas y todo el equipaje se hallaban ya detrás de las sillas de Mandarb y Aldieb.

—Iré a buscar vuestro caballo —dijo a Nynaeve, una vez que hubo terminado.

Se encaminó hacia la ribera, mientras Nynaeve esbozaba una tenue sonrisa. Después de que ella hubiera estado observándolo sin haberlo advertido, quería encontrar su caballo sin que ella le diera ninguna referencia. Ya se daría cuenta del poco rastro que dejaba ella cuando caminaba furtivamente. Sería un placer verlo aparecer con las manos vacías.

—¿Por qué en dirección sur? —preguntó a Moraine—. He oído que decíais que uno de los chicos está al otro lado del río. ¿Cómo lo sabéis?

—Les di un objeto simbólico a cada uno de ellos, el cual crea una especie de vínculo entre ellos y yo. Mientras permanezcan con vida o conserven esas monedas en su poder, estaré en condiciones de localizarlos. —Nynaeve volvió la vista hacia el lugar por donde se había alejado el Guardián—. No es lo mismo. Eso sólo me permite descubrir si están vivos y encontrarlos en caso de separación. Una muestra de prudencia, bajo las presentes circunstancias, ¿no os parece?

—Desapruebo cualquier cosa que os conecte con la gente del Campo de Emond —contestó Nynaeve—. Pero, si va a servir para buscarlos…

—Servirá. Iría primero en busca del joven que está al otro lado del río, si pudiera. —Por un momento, la frustración se hizo patente en la voz de la Aes Sedai—. Se encuentra a pocos kilómetros de distancia. Él encontrará a buen seguro la manera de llegar a Puente Blanco, ahora que se han marchado los trollocs. Los otros dos que se fueron río abajo necesitan con más urgencia mi ayuda. Han perdido las monedas, y puede que los Myrddraal estén persiguiéndolos si no han decidido interceptamos el paso en Puente Blanco. —Exhaló un suspiro—. Primero debo atender a quien más lo necesita.

—Los Myrddraal podrían…, podrían haberlos matado —apuntó Nynaeve.

Moraine sacudió levemente la cabeza, rechazando la sugerencia como si fuera algo demasiado trivial para tenerla en cuenta. Nynaeve apretó los labios con fuerza.

—¿Y dónde está Egwene? Aún no la habéis mencionado.

—No lo sé —admitió Moraine—, pero confío en que esté a buen recaudo.

—¿Que no lo sabéis? ¿Que simplemente confiáis? ¡Tanto hablar de que la llevabais a Tar Valon para salvarle la vida y ahora mismo podría estar muerta!

—Si la buscara a ella ahora, no haría más que regalar un tiempo preciso a los Myrddraal antes de prestar mi asistencia a los dos muchachos que han ido hacia el sur. Es a ellos a quienes quiere el Oscuro, no a Egwene. No se preocuparán de atrapar a Egwene mientras su verdadera presa conserve la libertad.

Nynaeve recordó su encuentro con los trollocs, pero se negó, no obstante, a otorgar la razón a la Aes Sedai.

—De modo que lo más halagüeño que podéis afirmar es que, con suerte, tal vez esté viva, y quizá sola, asustada, incluso herida, a días de camino desde el pueblo más cercano y sin nadie que pueda socorrerla aparte de nosotros. Y tenéis la desfachatez de abandonarla a su suerte.

—Cabe la posibilidad de que esté con el chico que se halla en la otra orilla, o dirigiéndose a Puente Blanco en compañía de los otros dos. De todas maneras, ahora ya no hay trollocs aquí y ella es fuerte, inteligente y está perfectamente capacitada para viajar hasta Puente Blanco a solas, en caso necesario. ¿Preferís que nos quedemos basándonos en la posibilidad de que ella necesite ayuda, o que vayamos a atender a los que sabemos con certeza enfrentados a un peligro? ¿Querríais que fuera en su busca, dejando que se alejen los muchachos, y los Myrddraal que sin duda los acosan? A pesar de mis fervientes deseos de que Egwene se encuentre a salvo, Nynaeve, yo libro un combate con el Oscuro, y por el momento eso es lo que dicta mis actos.

Moraine no abandonó en ningún momento la calma mientras iba desgranando aquellas horribles alternativas. Nynaeve sentía ganas de gritar. Parpadeaba para contener las lágrimas, y volvió la cabeza para ocultar su turbación. «Oh, Luz, una Zahorí debe cuidar de toda la gente que depende de ella. ¿Por qué tengo yo que elegir de esta manera?»

—Ahí viene Lan —anunció Moraine, y se puso en pie.

Para Nynaeve sólo fue una imagen borrosa la del Guardián cuando salía de la arboleda conduciendo a su caballo. Sus mandíbulas se contrajeron cuando éste le tendió las riendas. Habría representado un estímulo para ella percibir aunque sólo fuera la más leve traza de triunfo en su semblante en lugar de aquella pétrea e insufrible impavidez. El Guardián abrió los ojos al mirarla a la cara y ella se volvió para enjugar las lágrimas que le corrían por las mejillas. «¡Cómo se atreve a mofarse de mi llanto!»

—¿Vais a venir, Zahorí? —inquirió con frialdad Moraine.

Después de hacer un lento recorrido con la mirada por el bosque, preguntándose si Egwene estaría todavía allí, montó con tristeza. Lan y Moraine ya hacían girar grupas a sus caballos. La Aes Sedai demostraba gran confianza en su poder y en sus planes, caviló, pero, si no encontraban a Egwene y a los muchachos, a todos, vivos e ilesos, ni su propio poder bastaría para protegerla. Ni todo el Poder. «¡Yo puedo utilizarlo, mujer! Tú misma lo has dicho. ¡Puedo utilizarlo contra ti!»

CAPÍTULO 22: La senda elegida

En una pequeña agrupación de árboles, bajo un montón de ramas de cedro rudamente cortadas en la oscuridad, Perrin durmió hasta bien entrado el día. Fueron las agujas del cedro, que le atravesaban las ropas aún mojadas, las que lo hicieron despertar finalmente a pesar de su extenuación. Abrió los ojos con la mente todavía habitada por un sueño en el que se hallaba en el Campo de Emond, trabajando en la herrería de maese Luhhan, y, aún confuso, miró el ramaje de olor dulce que le cubría la cara, a través del cual se filtraban los rayos del sol.

La mayoría de las ramas cayeron cuando se sentó, perplejo, pero algunas permanecieron colgadas de su espalda e incluso de su cabeza, confiriéndole un aspecto arbóreo. El Campo de Emond se difuminó al recobrar la memoria del tiempo reciente, de una manera tan vívida que por un instante la noche anterior le pareció más real que todo cuanto lo rodeaba.

Angustiado y sin aliento, recogió el hacha y la aferró con ambas manos, al tiempo que escrutaba minuciosamente el entorno, conteniendo la respiración. Todo estaba inmóvil. La mañana era fría y plácida. Suponiendo que hubiera trollocs en la ribera este del Arinelle, no parecían estar en las proximidades. Inspiró profundamente, bajó el hacha, y aguardó un momento a que su corazón dejara de latir con tanto apremio.

El bosquecillo de árboles de hoja perenne que lo circundaba era el primer resguardo que había encontrado la noche anterior. Su espesura no era suficiente para disimular su presencia si se levantaba. Tras deshacerse del resto de su espinosa manta, avanzó a gatas hasta la linde del soto, donde permaneció tumbado, examinando las márgenes del río mientras se rascaba los puntos que habían soportado los pinchazos de las agujas.

Las ráfagas de viento de la víspera habían cedido paso a una silenciosa brisa que apenas agitaba la superficie del agua. El río fluía, apacible y solitario. Y amplio. A buen seguro demasiado ancho y profundo para que lo hubieran atravesado los Fados. La otra orilla estaba profundamente poblada de árboles hasta donde alcanzaba su vista. Sin lugar a dudas, no había allí nada que se moviera.

No estaba seguro de alegrarse de ello. Podía prescindir

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