hombro de Rand—. Me parece que sospecha que yo fui el que… —Interrumpió bruscamente sus palabras al surgir de improviso la señora al’Vere de la cocina, acompañada del aroma del pan recién horneado.
La bandeja que llevaba en las manos contenía algunas de las crujientes hogazas que le habían otorgado renombre en toda la zona del Campo de Emond, así como platos con encurtidos y queso. La comida hizo recordar de pronto a Rand que sólo había comido un pedazo de pan antes de abandonar la granja de mañana. El ruido de su estómago denunció su hambre a su pesar.
La señora al’Vere, una mujer esbelta, con una gruesa trenza de cabellos canosos peinada hacia un lado, les sonrió acogedora a ambos.
—Hay más pan en la cocina, si tenéis apetito, y nunca he conocido a ningún chico de vuestra edad que no lo tuviera. O de cualquier otra edad, a decir verdad. Si lo preferís, estoy cociendo pastelillos de miel esta mañana.
Era una de las pocas mujeres casadas de la comarca que no intentaba nunca buscarle pareja a Tam. Respecto a Rand su solicitud se concretaba en cálidas sonrisas y un rápido tentempié siempre que iba a la posada, pero ella ofrecía lo mismo a todos los jóvenes del lugar y, si en alguna ocasión lo miraba como si quisiera llevar más lejos su acogida, al menos no pasaba a la acción, lo cual le agradecía inmensamente Rand.
Sin esperar respuesta, la mujer prosiguió hasta la sala. Inmediatamente se oyó el ruido de sillas al levantarse los hombres y exclamaciones propiciadas por el olor del pan. Era, con ventaja, la mejor cocinera del Campo de Emond y no había hombre en varios kilómetros a la redonda que no se sintiera exultante ante una ocasión de sentarse a su mesa.
—¡Pasteles de miel! —exclamó Mat, relamiéndose.
—Después —lo contuvo con firmeza Rand—, o no acabaremos nunca.
Una lámpara pendía por encima de las escaleras de la bodega, justo al lado de la puerta de la cocina, y otra similar iluminaba la habitación de paredes de piedra ubicada debajo de la posada, dejando sólo una leve penumbra en los rincones más alejados. Toda la estancia estaba flanqueada de anaqueles de madera que sostenían toneles de licor y sidra, y grandes barriles de cerveza y de vino, algunos con espitas clavadas. Muchos de los barriles de vino tenían inscripciones con tiza realizadas por maese al’Vere, en las que constaba el año en que se habían comprado, el buhonero que los había traído y la ciudad donde habían sido elaborados, pero la totalidad de la cerveza y el licor eran producto de los campesinos de Dos Ríos, cuando no del propio Tam. Los buhoneros e incluso los mercaderes vendían a veces licor o cerveza de afuera, pero no eran tan buenos y además costaban un ojo de la cara, por lo cual nadie los probaba más de una vez.
—Cuéntame —dijo Rand después de dejar el barril en un estante—, ¿Qué has hecho para tener que esconderte de maese Luhhan?
—Nada, de verdad —respondió Mat con un encogimiento de hombros—. Le dije a Adan al’Caar y a algunos de los mocosos de sus amigos, Ewin Finngar y Dag Coplin, que algunos granjeros habían visto apariciones fantasmales, que soltaban fuego por la boca y corrían por el bosque. Se lo tragaron como si fuera un pastel de crema.
—¿Y maese Luhhan está furioso contigo por eso? —inquirió dubitativo Rand.
—No exactamente. —Mat hizo una pausa y luego sacudió la cabeza—. El caso es que rebocé a dos de sus perros con harina para que se vieran blancos y después los solté cerca de la casa de Dag. ¿Cómo iba a suponer que se echarían a correr directamente hasta su casa? Yo no tengo la culpa. Si la señora Luhhan no hubiera dejado la puerta abierta no habrían entrado. Yo no tenía ninguna intención de que se le pusiera toda la casa perdida de harina. —Soltó una carcajada—. Me han dicho que iba persiguiendo al viejo Luhhan y a los perros con una escoba en la mano.
Rand puso cara de disgusto al tiempo que reía.
—Yo que tú, me guardaría más de Alsbet Luhhan que del herrero. Ella es casi igual de fuerte y tiene peor genio. Da igual. Si caminas rápido, quizá no se dé cuenta de que estás aquí. —La expresión de Mat indicaba a las claras que no le divertía nada lo que Rand acababa de decirle.
Cuando atravesaron de regreso la sala, no obstante, no fue preciso que Mat aligerara el paso. Los seis hombres habían juntado las sillas en un impenetrable corro junto al fuego. De espaldas a la chimenea, Tam hablaba en voz baja y el resto se inclinaba para escucharlo, prestándole tanta atención que no se habrían percatado ni de un rebaño de ovejas que hubiera irrumpido en la habitación. Rand deseaba aproximarse para oír de qué hablaban, pero Mat le tiró de la manga con ojos angustiados. Con un suspiro, se dirigió hacia el carro detrás de Mat.
De vuelta, se encontraron con una bandeja en el escalón superior y el dulce aroma de los pastelillos que impregnaba el rellano. También había dos vasos y una jarra llena de humeante sidra caliente. Pese a su decisión de esperar hasta más tarde, Rand efectuó los últimos dos viajes entre la carreta y la bodega haciendo malabarismos para sostener al mismo tiempo un tonel y un pastel ardiente en las manos.
Después de depositar el último barril en los estantes, se limpió las migas de la boca, mientras Mat se deshacía de su carga, y luego dijo:
—Ahora, a ver al jugl…
Un repiqueteo de pies resonó en las escaleras y Ewin Finngar estuvo en un tris de caer en la bodega en su atolondramiento. Su rostro gordinflón relucía con el ansia de contar la noticia.
—Hay forasteros en el pueblo. —Contuvo el aliento y dirigió a un tiempo una sonrisa irónica a Mat—. No he visto ninguna aparición fantasmal, pero me han contado que alguien enharinó los perros de maese Luhhan. Tengo entendido que la señora Luhhan también tiene alguna pista sobre quién es el responsable.
Los años que mediaban entre Rand y Mat y Ewin, quien sólo tenía catorce, eran por lo general motivo para que no prestaran nunca atención a lo que tenía que decir. En aquella ocasión, sin embargo, intercambiaron una mirada estupefacta y luego se pusieron a hablar al unísono.
—¿En el pueblo? —inquirió Rand—. ¿No será en el bosque?
—¿Llevaba una capa negra? —añadió Mat sin mediar tregua—¿Le has visto la cara?
Ewin los observaba indeciso hasta que Mat avanzó amenazador.
—Claro que he podido verle la cara. Y su capa es verde, o tal vez gris. Cambia de color. Parece como si se fundiera con cualquier cosa que esté detrás. A veces uno no lo ve ni aun si lo mira fijo, a menos que se mueva. Y la de ella es azul, del mismo color que el cielo, y diez veces más elegante que todos los vestidos de fiesta que he visto jamás. También es diez veces más hermosa que cualquier persona que haya contemplado. Es una dama de alta alcurnia, como las de los cuentos. No puede ser de otro modo.
—¿Ella? —inquirió Rand— ¿De quién estás hablando? —Dirigió la mirada hacia Mat, que se había llevado las manos a la cabeza y se restregaba los ojos.
—Son los forasteros de los que quería hablarte —murmuró Mat—, antes de que comenzaras a… Se detuvo de súbito, abriendo los ojos para fijarlos con dureza en Ewin—. Llegaron ayer tarde prosiguió—y alquilaron habitaciones en la posada. Los vi cuando entraban en el pueblo. ¡Qué caballos, Rand! Nunca había visto caballos tan altos ni tan lustrosos. Parecía como si pudieran correr sin parar jamás. Creo que él trabaja para ella.
—A su servicio —intervino Ewin—. En las historias lo llaman estar al servicio de alguien.
Mat continuó como si Ewin no hubiera abierto la boca.
—Sea como sea, él la trata con deferencia y hace lo que ella dice. Lo que ocurre es que no es como un criado. Un soldado, puede que sea, por la manera como lleva la espada, como si fuera parte de sí, como una mano o un pie. A su lado los guardas de los mercaderes parecerían perros falderos. Y ella, Rand… Nunca había imaginado a alguien así. Es como salida de un cuento de hadas Es como…, como… —Se detuvo para asestar una agria mirada a Ewin… como una dama de alta alcurnia —concluyó en un suspiro.
—¿Pero quiénes son? —preguntó Rand.
A excepción de los mercaderes, que acudían un par de veces al año a comprar tabaco y lana, y los buhoneros, nunca llegaban forasteros a Dos Ríos, o casi nunca. Tal vez al Embarcadero de Taren, pero no hasta parajes situados más al sur. La mayoría de los mercaderes y buhoneros visitaban la región año tras año, por lo que no eran considerados como extraños, sino como simples forasteros. Habían pasado cinco años como mínimo desde la última vez en que un extraño propiamente dicho hizo su aparición en el Campo de Emond, y aquél había ido allí para huir de algún contratiempo que había tenido en Baerlon y cuya naturaleza no acabó de comprender ninguno de los habitantes del pueblo. Se había quedado poco tiempo.
—¿A qué han venido?
—Extraños, Mat, y una gente con la que no te hubieras atrevido a soñar. ¡Piénsalo!
Rand abrió la boca, y la cerró de nuevo sin pronunciar palabra. El jinete de la capa negra lo había puesto más nervioso que un gato perseguido por un perro. Se le antojaba una terrible coincidencia que hubiera al mismo tiempo tres extraños en el lugar. Tres si la capa de ese tipo que cambiaba de colores no se volvía nunca negra.
—Ella se llama Moraine —anunció Ewin tras un momentáneo silencio—. Oí a él llamarla así: Moraine, lady Moraine. Él se llama Lan. Aunque a la Zahorí no le guste ella, a mí sí me gusta.
—¿Qué te hace pensar que a Nynaeve no le cae bien? —inquirió Rand.
—Le ha preguntado algunas cosas a la Zahorí esta mañana —respondió Ewin—y la ha llamado «niña». —Rand y Mat silbaron quedamente entre dientes, a Ewin se le atragantaban las palabras con la prisa por explicar—. Lady Moraine no sabía que era la Zahorí. Entonces se disculpó al enterarse. Y le hizo algunas preguntas sobre hierbas y sobre quién es quién en el pueblo, con tanto respeto como lo habría hecho cualquier otra mujer del pueblo…. más que algunas de ellas. Siempre está haciendo preguntas, acerca de la edad de la gente, de cuánto tiempo hace que viven aquí y… oh, no sé qué más. Lo cierto es que Nynaeve le ha respondido como si hubiera mordido una manzana ácida. Después, cuando lady Moraine se hubo marchado, Nynaeve la miró como si…, bueno, no como a una amiga, os lo aseguro.
—¿Eso es todo? —dijo Rand—. Ya conoces el mal genio de Nynaeve. Cuando Cenn Buie la llamó el año pasado, le golpeó la cabeza con su vara, y él está en el Consejo del Pueblo y es tan viejo que hasta podría ser su abuelo. Monta en cólera por cualquier cosa y se le pasa el enfado cuando da media vuelta.
—Eso ya es demasiado complicado para mí —murmuró Ewin.
—A mí no me importa a quién le dé palos Nynaeve —dijo riéndose Mat—, siempre que no me toque a mí. Éste va a ser el mejor Bel Tine de que hayamos disfrutado nunca. Un juglar, una dama… ¿Quién