joven. Al rozar la luz del sol los párpados del animal, éste abrió los ojos, irguió la cabeza y tiró de las riendas. Nynaeve se despertó sobresaltada.
Por un momento fijó la vista; ignoraba dónde se hallaba; después miró con más vehemencia a su alrededor al recordarlo. No obstante, allí sólo había árboles, el caballo y un tapiz de hojas secas en el fondo de la depresión. En la parte más umbría, algunas setas componían anillos en el tronco de un árbol abatido.
—Que la Luz te proteja, mujer —murmuró, sobrecogida—, si no eres capaz de permanecer en vela ni una noche. —Desató las riendas y se frotó la muñeca mientras se incorporaba—. Podrías haberte despertado en una guarida de trollocs.
Las hojas muertas crujían bajo sus pies cuando trepó hacia la boca de la hondonada. Unos cuantos fresnos se alzaban entre ella y el río, con una corteza resquebrajada y un ramaje desnudo que les daba un aspecto de ser muerto. Tras ellos discurrían las aguas verdosas. Allí no había nadie, nadie. En la otra ribera crecían algunos sauces y abetos, pero la arboleda aparecía más clara que en el margen donde se encontraba. Si Moraine o alguno de los muchachos estaban allí, se habrían ocultado cuidadosamente. No había ningún motivo específico, por supuesto, para que hubieran debido cruzar, o intentado hacerlo, en un lugar que pudiera distinguirse desde donde se hallaba ella. Podían estar a diez kilómetros de distancia, río arriba o abajo. «Suponiendo que estén vivos, después de lo de anoche.»
Furiosa consigo misma por admitir aquella posibilidad, volvió a bajar al hondón. Ni la Noche de Invierno ni la batalla anterior a la llegada a Shadar Logoth la habían preparado para lo vivido la noche pasada, para aquel ser, Mashadar; aquel frenético galope, en la ignorancia de si era la única superviviente y la incertidumbre de si habría de topar frente a frente con un Fado, o con los trollocs. Había oído los gruñidos y los gritos de los trollocs en la lejanía y el estremecedor graznido de sus cuernos, que la habían helado con más furia de la que era capaz el viento, pero, aparte de aquel primer encuentro en las ruinas, únicamente los había visto en una ocasión, y sólo por espacio de unos minutos. Más de una decena de ellos habían aparecido como escupidos por la tierra a veinte palmos y se habían abalanzado de inmediato hacia ella, entre gritos y aullidos, blandiendo sus barras rematadas de ganchos. No obstante, cuando volvía grupas, guardaron silencio, enderezando los hocicos para husmear el aire. Contempló, demasiado perpleja para echar a correr, cómo se volvían y se desvanecían en la noche. Y aquello había sido lo que le había infundido más pavor.
—Reconocen el olor de la persona a quien buscan —dijo para así, de pie en la depresión—y yo no soy esa persona. La Aes Sedai está en lo cierto, al parecer, tenga a bien el Pastor de la Noche engullirla en sus fauces.
Tras haber tomado una decisión, se dirigió al río, llevando al caballo del ronzal. Caminaba lentamente, escudriñando con cautela el bosque que la rodeaba; el hecho de que los trollocs no hubieran querido atraparla anoche no representaba que fueran a dejarla marchar si topaba de nuevo con ellos. Igual atención que al ramaje dedicaba al suelo que se extendía ante sus ojos, ya que, si los otros habían pasado cerca de ella de noche, podría advertir sus huellas, las cuales no distinguiría a caballo. Cabía la posibilidad, incluso, de que los encontrara dormidos. Y, si no lograba averiguar nada, el río la llevaría al cabo hasta Puente Blanco, de donde partía un camino hacia Caemlyn, y también podía proseguir hasta Tar Valon si fuera necesario.
Aquella perspectiva no estaba lejos de desalentarla. Anteriormente no había viajado a más distancia del Campo de Emond que los chicos. El Embarcadero de Taren le había parecido un lugar extraño; Baerlon la habría inducido a contemplarla extasiada si no hubiera estado tan decidida a encontrar a Egwene y a los demás. Sin embargo, no permitió que nada de ello le debilitara el ánimo. Tarde o temprano se reuniría con Egwene y los muchachos, o hallaría la manera de obligar a la Aes Sedai a dar cuenta de lo que les había ocurrido. Una de dos, se juró a sí misma.
A intervalos percibía huellas, cantidad de ellas, pero, por lo general, a pesar de sus esfuerzos, no conseguía descubrir si eran de exploradores, perseguidores o perseguidos. Algunas eran marcas de botas que tanto habrían podido ser de humanos como de trollocs. Otras eran de pezuñas, similares a las de las cabras y bueyes, las cuales eran, sin duda, el rastro dejado por los trollocs. Pero no halló ningún indicio del que pudiera extraer la conclusión de que allí habían estado las personas que buscaba.
Habría andado unos cuatro kilómetros cuando el viento acarreó hasta ella el olor de leña quemada. Éste procedía de un punto no muy alejado, en la misma dirección que el curso de la corriente, a su juicio. Titubeó sólo un momento antes de atar el caballo a un abeto de un bosquecillo de árboles de hoja perenne, a cierta distancia del río, que escondería la presencia del animal. El humo podía indicar la proximidad de trollocs, pero no había modo de averiguarlo desde allí. Procuró no pensar en la utilización que podían dar los trollocs a una fogata.
Encorvada, se deslizó entre los árboles; maldijo las faldas que debía arremangarse para no tropezar. Los vestidos no estaban hechos para moverse con eficacia. El sonido de los cascos de un caballo la hizo detenerse y, cuando se asomó cautelosa tras el tronco de un fresno, el Guardián desmontaba de su semental negro en un pequeño claro de la ribera. La Aes Sedai estaba sentada en un tronco junto a una pequeña hoguera donde comenzaba a hervir el agua en un cazo. Su yegua blanca pacía a sus espaldas la escasa hierba. Nynaeve se quedó quieta.
—Han desaparecido todos —anunció sombríamente Lan—. Cuatro Semihombres partieron rumbo sur antes del alba, por lo que he podido distinguir del borroso rastro que dejan, pero los trollocs se han esfumado. Incluso los muertos, aunque los trollocs no tienen precisamente fama de llevarse los cadáveres de sus compañeros. A menos que estén hambrientos.
Moraine arrojó un puñado de hierbas al agua.
—Siempre cabe pensar que han regresado en masa a Shadar Logoth y que sus ruinas se los han tragado, pero eso sería desear demasiado:
El delicioso olor del té llegó hasta Nynaeve. «Luz, no permitas que me ruja el estómago.»
—No había ningún rastro claro de los muchachos ni de los demás. Las huellas están demasiado confusas para sacar conclusión alguna. —Nynaeve sonrió en su escondrijo; tomaba como una justificación propia el fracaso del Guardián—. Pero esto es importante —continuó Lan, frunciendo el entrecejo. Después rehusó con un gesto el té que le ofrecía la Aes Sedai y empezó a caminar de arriba abajo con una mano en el puño de la espada; producía un viraje de colores en su capa cada vez que daba la vuelta—. Puedo comprender que los trollocs fueran a Dos Ríos, incluso que hubiera un centenar. ¿Pero esto? Ayer debían de ser un millar en pos de nosotros.
—Fuimos afortunados de que no se quedaran todos para registrar Shadar Logoth. Los Myrddraal no debían de creer que nos hubiéramos refugiado allí, pero temían regresar a Shayol Ghul sin haber agotado hasta las más mínimas posibilidades. El Oscuro no ha sido nunca un amo condescendiente.
—No intentes esquivar la cuestión. Sabes muy bien a qué me refiero. Si querían mandar a ese millar de trollocs a Dos Ríos, ¿por qué no lo hicieron? Sólo existe una respuesta, los enviaron después de que atravesásemos el Taren, cuando resultó evidente que un Myrddraal y cien trollocs no eran suficientes. ¿Cómo? ¿Cómo lograron hacerlos llegar hasta aquí? Si es posible trasladar a una centena de trollocs a tanta distancia de la Llaga y con tanta rapidez, inadvertidos, por no mencionar el viaje de regreso, ¿es factible hacer que un millar de ellos llegue al corazón de Saldaea, Arafel o Shienar? Las tierras fronterizas podrían verse desbordadas en espacio de un año.
—La totalidad del mundo se verá desbordada en un lustro si no encontramos a esos chicos —respondió simplemente Moraine—. La misma pregunta me inquieta a mí, pero no dispongo de respuesta a ella. Los Atajos están cerrados y no ha habido ninguna Aes Sedai tan poderosa para aventurarse en ellos desde la Época de Locura. A menos que alguno de los Renegados ande suelto, lo cual no quiera que suceda jamás la Luz, no existe nadie que pueda viajar a través de ellos. Sea como sea, no creo que ni todos los Renegados juntos fueran capaces de transportar a un millar de trollocs. Ahora debemos ocuparnos del problema inmediato; lo demás deberá aguardar.
—Los muchachos —fue la constatación del Guardián.
—No he perdido el tiempo mientras estabas ausente. Uno está al otro lado del río, vivo. Respecto a los otros, había un leve rastro río abajo, pero se desvaneció nada más hallarlo. El vínculo se había quebrado horas antes de que yo iniciara la búsqueda.
Agazapada tras el árbol, Nynaeve estaba desconcertada.
—¿Opinas que los Semihombres que iban hacia el sur los han apresado? —inquirió Lan.
—Tal vez. —Moraine se sirvió una taza de té antes de proseguir—. Pero no admitiré la posibilidad de que estén muertos. No quiero ni oso hacerlo. Sabes bien lo que está en juego. Debo encontrarlos. Estoy segura de que los moradores de Shayol Ghul irán tras ellos. Es posible que haya de sufrir contratiempos con la Torre Blanca, incluso con la Sede Amyrlin. Siempre hay Aes Sedai que sólo aceptan una solución, pero… —Súbitamente, depositó la taza en el suelo y se enderezó con una mueca—. Si concentras demasiado tu atención en el lobo murmuró—, el ratón te morderá el tobillo. —Entonces dirigió directamente la mirada al árbol tras el que se escondía Nynaeve—. Señora al’Meara, podéis salir de ahí, si lo deseáis.
Nynaeve se incorporó y sacudió deprisa las hojas secas que se habían adherido al vestido. Lan se había girado hacia el árbol tan pronto como Moraine hubo movido los ojos y antes de que hubiera terminado de pronunciar el apellido de Nynaeve, ya tenía la espada en la mano. Ahora la envainó con más fuerza de la que era estrictamente necesaria. Su rostro estaba tan inexpresivo como siempre, pero Nynaeve creyó advertir un asomo de pesar en la línea de sus labios. Sintió un acceso de satisfacción; al menos el Guardián no había detectado su presencia.
Su satisfacción fue breve, no obstante. Clavó los ojos en Moraine y caminó hacia ella. Quería guardar la calma, pero su voz tembló de rabia.
—¿En qué embrollo habéis metido a Egwene y a los chicos? ¿Qué detestable urdimbre de Aes Sedai estáis planeando para utilizarlos?
La Aes Sedai asió la taza y tomó tranquilamente un sorbo de té. Sin embargo, cuando Nynaeve se halló bastante cerca, Lan alargó un brazo para contenerla. La joven trató de apartar el obstáculo y quedó sorprendida al advertir que el brazo del Guardián permanecía igual de inflexible que la rama de un roble.
Ella no era frágil, pero los músculos del hombre poseían la misma dureza del hierro.
—¿Té? —ofreció Moraine.
—No, no quiero té. No bebería vuestro té aunque estuviera muriéndome de sed. No vais a utilizar a ningún lugareño del Campo de Emond en vuestras sucias artimañas.
—No estáis en buenas