avanzaba a gran velocidad río abajo.
—Capitán —dijo Rand—, hemos dejado a algunos amigos atrás. Si regresáis para recogerlos, estoy seguro de que os recompensarán largamente.
El rostro redondeado del capitán se volvió hacia Rand, y, cuando aparecieron Thom y Mat los incluyó también en el campo que abarcaba su mirada inexpresiva.
—Capitán —comenzó a hablar Thom, dibujando una reverencia—, permitidme…
—Venid abajo —lo interrumpió el capitán Domon—, adonde pueda ver qué especie de personas han venido a mi cubierta. Venid. ¡Que la fortuna me valga, que alguien ate de una vez esa maldita botavara!
Mientras los marineros se apresuraban a cumplir su orden, comenzó a caminar hacia popa. Rand y sus compañeros lo siguieron.
El capitán Domon disponía de una ordenada cabina, a la que se llegaba tras bajar un breve tramo de escaleras y en donde todo daba la impresión de encontrarse en el lugar adecuado, incluso las chaquetas y capas que pendían de los ganchos de la puerta. El recinto, que atravesaba el barco a lo ancho, contenía una amplia cama a un lado y una maciza mesa en el otro. Había una sola silla, con un alto respaldo y robustos brazos, en la cual tomó asiento el capitán, tras lo cual indicó con gestos a los otros que se acomodaran en los diversos arcones y bancos que componían el resto del mobiliario. Un ruidoso carraspeo contuvo a Mat cuando se disponía a sentarse en la cama.
—Bien —dijo el capitán cuando estuvieron todos sentados—. Mi nombre es Bayle Domon, capitán y propietario del Spray, que es este barco. ¿Y vosotros quiénes sois, de dónde salís de repente y por qué motivo no debería tiraros por la borda por los problemas que me habéis causado?
Rand todavía tenía dificultad para comprender la rápida habla de Domon. Cuando por fin dilucidó la última parte de lo expresado por el capitán, parpadeó perplejo. «¿Tirarnos por la borda?»
—No era ésa nuestra intención —se apresuró a responder Mat—. Íbamos de camino a Caemlyn y entonces…
—Y adonde nos llevara el viento —lo interrumpió suavemente Thom—. Ése es el modo de viajar de los juglares, como hojas arrastradas por el viento. Como podéis ver, soy un juglar. Me llamo Thom Merrilin. —Movió su capa para agitar los parches multicolores, como si el capitán no hubiera reparado en ellos—. Éstos son dos palurdos campesinos que quieren ser mis aprendices, aunque aún no estoy del todo seguro si son de mi conveniencia.
Rand miró a Mat, quien esbozaba una mueca de disgusto.
—Eso está muy bien —objetó con placidez el capitán Domon—, pero no me dice nada, menos que nada. Que la fortuna me pinche con su aguijón si este lugar está en camino hacia Caemlyn desde algún sitio del que tenga noticia.
—Ésta es una larga historia —explicó Thom, antes de comenzar a desgranarla rápidamente.
Según su versión tabulada, había quedado atrapada par las nieves invernales en una localidad minera de las Montañas de la Niebla, más allá de Baerlon. Estando allí llegaran a su oído leyendas referentes a un tesoro de la época de las Guerras de las Trollocs, ocultos en las rematas ruinas de una ciudad llamada Aridhol. Lo cierta era que él conocía con anterioridad el lugar exacto donde estaba Aridhol gracias a un mapa que le había entregado muchos años antes, a las puertas de la muerte, un amigo suyo en Illian, quien aseguró que aquel mapa convertiría a Thom en un hombre rico, lo cual él nunca creyó hasta que escuchó aquellas leyendas. Cuando la nieve comenzó a fundirse, partió con algunos acompañantes, junto con sus dos eventuales ayudantes, y tras un accidentado viaje encontraron realmente la ciudad abandonada. Sin embargo, tal como llegaron a descubrir, el tesoro había pertenecido a un mismísimo Señor del Espanto, el cual había enviado a los trollocs para reintegrarlo a Shayol Ghul. Casi todos los peligrosos a los que se habían enfrentado en la realidad —trollocs, Myrddraal, Draghkar, Mordeth, Mashadar— los asaltaron en un momento u otro del relato, si bien la manera de referirla Thom hacía concentrar en él el objeto de todos los ataques, así como la gran destreza utilizada para esquivarlas. Mediante grandes hazañas, en su mayor parte llevadas a cabo por Thom, lograron escapar, perseguidos por los trollocs, aunque diseminados, hasta que por último Thom y sus dos compañeros buscaron refugio en el único lugar posible: el oportuno barco del capitán Domon.
Al concluir la narración el juglar, Rand advirtió que había estado escuchando algunos pasajes con la boca abierta y la cerró de golpe. Cuando dirigió la vista hacia Mat, éste observaba a Thom con ojos desorbitados.
El capitán Domon hizo repiquetear los dedos en el brazo de la silla.
—Éste es un cuento difícil de creer. Clora que ya he visto a los trollocs, con toda seguridad.
—Una historia totalmente verídica —aseveró Thom—, referida por alguien que la ha vivido en persona.
—¿Lleváis encima, por azar, parte del tesoro?
Thom extendió las manos, pesaroso.
—¡Ay de mí! Lo poco que logramos llevarnos formaba parte de la carga de los caballos, que se desbocaron cuando hicieran aparición los últimos trollocs. Todo cuanto me queda es la flauta, el arpa, unas monedas de cobre y la ropa que llevo puesta. Pero, creedme, no querríais tener con vos ni una pieza del tesoro. Tiene la pátina del Oscuro. Es mejor dejarlo en manos de las ruinas y los trollocs.
—De modo que no tenéis dinero para pagar el pasaje. No dejaría navegar conmigo a mi propia hermana si no pudiera pagar el pasaje, sobre todo si traía consigo a los trollocs para destrozarme las barandillas y cortarme la jarcia. ¿Por qué no iba a dejaros volver a nado al sitio de donde vinisteis y librarme de vosotros?
—¿No iríais a dejarnos en la orilla? —preguntó Mat—. ¿Con los trollocs?
—¿Quién ha mencionado algo de dejaros en la orilla? —replicó secamente Domon. Los estudió unos instantes y luego extendió las manos sobre la mesa—. Bayle Domon es un hombre razonable. No os echaría al agua si hubiera una manera de evitarlo. Ahora bien, veo que uno de vuestros aprendices tiene una espada. Como necesito una espada y tengo buen corazón, os otorgaré pasaje hasta Puente Blanco a cambio de ella.
—¡No! —contestó Rand.
Tam no se la había dado para que hiciera un trueque con ella. Recorrió con la mano la empuñadura, palpando la garza de bronce. Mientras la conservara en su poder, tendría una parte de Tam a su lado.
—Buena, si no puede ser, no puede ser. Pero Bayle Domon no deja viajar gratis ni a su propia madre.
Rand vació su bolsillo de mala gana. No contenía gran cosa: algunas piezas de cobre y la moneda de plata que le había regalado Moraine. Tendió su mano abierta al capitán. Un segundo después, Mat imitó su gesto suspirando. Thom les asestó una mirada airada, la cual sustituyó tan velozmente por una sonrisa que Rand dudó de si la había vista realmente.
El capitán Domon recogió hábilmente las dos gruesas piezas de plata de manos de los muchachos y sacó unas pequeñas balanzas y una bolsa de un arcón que había detrás de su silla. Después de pesarlas meticulosamente, tiró las dos monedas a la bolsa y les devolvió a ambos algunas piezas de cobre y de plata más pequeñas. La mayoría eran de cobre.
—Hasta Puente Blanco —aclaró, tras la cual realizó una pulcra anotación en su libro de cuentas.
—Resulta un pasaje muy caro sólo hasta Puente Blanco —gruñó Thom.
—Más los daños inferidos a mi navío —añadió sosegado el capitán, antes de devolver con aire satisfecho las balanzas y la bolsa al arcón—. Más un plus por haber atraído a los trollocs, obligándome a soltar amarras a medianoche y correr el peligro de embarrancar en las bajíos.
—¿Y a los demás? —inquirió Rand—. ¿Vais a recogerlos también? Ahora ya deben de estar cerca del río y verán sin duda la linterna colgada del mástil.
El capitán Domon enarcó las cejas sorprendido.
—¿Acaso crees que estamos parados, hombre? Por fortuna, estamos a tres, cuatro kilómetros del lugar donde embarcasteis. Los trollocs los hacen remar con más brío y luego está la corriente, claro. Pero eso no importa. No volvería a atracar esta noche ni aunque mi abuela estuviera en la orilla. Tal vez no lo haga hasta llegar a Puente Blanco. Ya tuve que aguantar el acoso de trollocs antes de esta noche y no lo repetiré de poder evitarlo.
—¿Habíais tenido encuentros con trollocs antes? —preguntó Thom, inclinándose con interés—. ¿Últimamente?
Domon vaciló; luego miró con suspicacia a Thom, pero cuando habló su voz sólo expresó disgusto.
—He pasado el invierno en Saldaea, hombre. No por que yo lo quisiera, pero el río se heló pronto y el hielo tardó en fundirse. Dicen que se puede ver la Llaga desde las más altas torres de Maradon, pero esa no es nada. He estado allí antes y siempre corren rumores de que los trollocs han atacado granjas. Sin embargo, el invierno pasado, había granjas ardiendo cada noche. Ay, a veces pueblos enteros. Hasta llegaran a las mismas murallas de la ciudad. Y, como si eso no fuera bastante, la gente dice que aquella significa que el Oscuro está preparándose, que el Día Final está próximo. —Se estremeció, rascándose la cabeza coma si sintiera allí un escozor—. Estoy ansioso por regresar a las tierras donde la gente cree que los trollocs no aparecen más que en los cuentos y que las historias que yo les cuento son mentiras de viajero.
Rand dejó de escuchar, pensando en Egwene y el resto. No le parecía justo que él se encontrara a salvo en el Spray cuando ellos todavía estaban a la intemperie en mitad de la noche. La cabina del capitán se le antojó menos acogedora que en un principio.
Advirtió, sorprendido, que Thom tiraba de él para hacerlo levantar. Después el juglar los empujó a él y a Mat hacia las escaleras, presentando disculpas al capitán Domon por la rudeza de esos patanes de campo. Rand subió sin decir nada.
Una vez que se hallaron en cubierta Thom miró en torno a sí para cerciorarse de que no podía escucharlo nadie.
—Podría haber pactado el pasaje por unas cuantas canciones e historias si no os hubierais dado tanta prisa en enseñar la plata —gruñó.
—No estoy tan seguro —replicó Mat—. Parecía que hablaba en serio al amenazarnos con tirarnos por la borda.
Rand caminó lentamente hacia la barandilla y se reclinó en ella para mirar el tramo de río, envuelto en sombras, que habían dejado atrás. No logró ver más que una masa oscura, sin distinguir siquiera los márgenes. Un minuto después, Thom le puso una mano en el hombro, pero él permaneció inmóvil.
—No puedes hacer nada al respecto, muchacho. Además, seguramente a estas horas estarán a buen recaudo con la…, con Moraine y Lan. ¿Se te ocurre algo mejor que ese par para dispersar a los trollocs?
—Yo intenté disuadirla de emprender este viaje —dijo Rand.
—Hiciste cuanto estuvo en tu mano, chico. Nadie podría exigirte más.
—Le dije que cuidaría de ella. Debería haberme esforzado más en ello. —El batir de los remos y el susurro de la jarcia componían una tétrica melodía—. Debería haberme esforzado más —musitó.
CAPÍTULO 21: La voz del viento
Los primeros rayos de sol que se deslizaban sobre el río Arinelle se abrieron camino en la hondonada cercana a la orilla donde Nynaeve se hallaba recostada contra el tronco de un joven roble, sumida en las profundidades del sueño. Su caballo también dormía, con la cabeza gacha y las patas extendidas. Las riendas estaban atadas en la muñeca de la