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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 66
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caballos galopaban desenfrenados hacia el río, pero no estaba seguro de que aquello pudiera tener un buen fin. Los trollocs corrían tras ellos, a tan corta distancia que casi habrían podido agarrar las colas de sus monturas. Sólo tenían que ganar un paso para enlazarlos y derribarlos de las sillas.

Se inclinó sobre el cuello del rucio para acrecentar la separación entre el suyo propio y los lazos. Mat tenía la cara casi enterrada en la crin de su caballo. Rand se preguntó dónde estaría Thom. ¿Acaso habría decidido proseguir por su cuenta al ver que los tres trollocs centraban su atención en los dos muchachos?

Súbitamente, el mulo del juglar surgió al galope de la oscuridad, pisando los talones a los trollocs. Estos apenas tuvieron tiempo de mirar, sorprendidos, antes de que Thom alargara las manos como un resorte hacia adelante y luego hacia atrás. La luz de la luna destelló sobre el acero. Una de las criaturas perdió pie y cayó rodando, mientras otra se postraba de rodillas dando alaridos y arañándose la espalda con ambas manos. La tercera soltó un gruñido, retrayendo el hocico para mostrar sus afilados dientes, pero al ver derribados a sus compañeros, dio media vuelta y se perdió en la noche. La mano de Thom trazó de nuevo el mismo ademán y el trolloc emitió unos chillidos que amortiguó la lejanía.

Rand y Mat se acercaron a observar al juglar.

—Mis mejores cuchillos —se lamentó Thom, aunque sin hacer ningún esfuerzo por desmontar para recuperarlos—. Ése irá a llamar a los demás. Espero que el río no esté muy lejos. Espero…

En lugar de expresar una segunda esperanza, sacudió la cabeza, emprendiendo un medio galope. Rand y Mat cabalgaron tras él.

Unos momentos después llegaron a una ribera baja donde los árboles crecían justo en la orilla del agua, cuya negra superficie, bañada por la luna, agitaba el viento. Rand no acertaba a distinguir el otro margen. No le inspiraba gran entusiasmo la idea de cruzar el río en una balsa, a oscuras, pero aún le complacía menos la perspectiva de permanecer donde se hallaba. «Atravesaré a nado, si no queda más remedio.»

En algún lugar sonó el ronco y urgente toque de un cuerno trolloc, el primero que habían escuchado desde que abandonaron las ruinas. Rand se preguntó si aquello era señal de que habían capturado a alguno de sus amigos.

—No vamos a quedarnos aquí toda la noche —dijo Thom—. Escoged una dirección. ¿Río arriba o río abajo?

—Pero Moraine y los demás podrían estar en cualquier sitio —objetó Mat—.Cualquier rumbo que tomemos puede alejarnos de ellos.

—En efecto. —Thom azuzó a su mulo y se volvió río abajo, bordeando el cauce—. En efecto.

Rand miró a Mat, el cual se encogió de hombros, y después ambos siguieron el ejemplo del juglar.

Durante un tiempo no surgió ningún imprevisto. Las riberas eran más elevadas en algunos puntos y más bajas en otros y los árboles alternaban entre formaciones espesas y pequeños claros, pero la noche, el río y el viento permanecían inmutables, fríos y negros. Y no toparon con ningún trolloc. Aquél era un cambio del que se congratulaba Rand.

Entonces percibió una lucecilla en la distancia, un punto insignificante. Al aproximarse, vieron que aquel brillo se encontraba por encima del cauce, como si se tratara de la copa de un árbol. Thom aceleró la marcha y comenzó a canturrear entre dientes.

Finalmente lograron esclarecer el origen de aquella luz: una linterna colgada de uno de los mástiles de un gran carguero, amarrado junto a un claro entre la arboleda. El barco, de más de veinte metros de eslora, se balanceaba ligeramente con la corriente, tirando de las cuerdas atadas a los árboles. La jarcia murmuraba y crujía azotada por el viento. La linterna iluminaba una cubierta desierta.

—¡Vaya! —exclamó Thom al desmontar—, esto es mejor que la balsa de la Aes Sedai, ¿no os parece? —Permaneció inmóvil con los dedos sobre los labios y un aire de satisfacción cuyo carácter fingido traicionaba incluso la oscuridad—. No parece que este bajel esté construido para transportar caballos, pero, considerando el peligro que corre, del cual vamos a prevenirlo, tal vez el capitán se muestre razonable. Dejad que sea yo quien hable. Y traed vuestras mantas y albardas, por si acaso.

Rand saltó a tierra y comenzó a desatar sus pertenencias de la silla.

—¿No querréis partir sin los otros, no?

Thom no tuvo ocasión de aclarar sus propósitos a causa de la súbita irrupción de dos trollocs en el claro, seguidos de cuatro congéneres más. Los caballos se encabritaron. Los aullidos más lejanos indicaban que había más enemigos en camino.

—¡Al barco! —gritó Thom—. ¡Deprisa! ¡Dejad eso! ¡Corred! —Ateniéndose a sus recomendaciones, salió disparado hacia la embarcación; los parches de su capa ondearon al viento y los estuches de instrumentos colgados a la espalda se entrechocaban entre sí—. ¡Al barco! —llamó—. ¡Despertad, necios! ¡Trollocs!

Rand deshizo la última correa que ataba su fajo de mantas y las albardas y se precipitó en pos del juglar. Después de depositar su carga al otro lado de la barandilla, saltó tras ella. Sólo tuvo tiempo de ver a un hombre acurrucado en la cubierta, que se disponía a sentarse como si llevara pocos segundos despierto, antes de que sus pies se posaran justo encima de él. El hombre emitió un ruidoso gruñido, Rand se tambaleó, y una barra con un gancho se clavó en la barandilla en el tramo preciso sobre el que había saltado. Todo el barco se pobló de griterío y en la cubierta resonaron cientos de pasos.

Unas manos peludas se aferraron a la baranda junto al gancho y una cabeza con cornamenta de cabra se irguió tras ellas. Sin haber recobrado todavía el equilibrio, Rand logró, no obstante, desenvainar la espada y asestar un golpe. El trolloc cayó lanzando un alarido.

La tripulación, a gritos, corría de un lado a otro; por fin lograron cortar con hachas las amarras. El navío dio unos bandazos y se balanceó con aparentes ansias de zarpar. En la proa, tres hombres forcejeaban con un trolloc. Alguien hincaba una lanza en uno de los costados, si bien Rand no acertaba a ver sobre qué la clavaba. Un arco soltó dos proyectiles seguidos. El marino sobre el que había caído Rand se apartó a gatas de él y luego puso las manos en alto al advertir que Rand estaba mirándolo.

—¡Piedad! —gritó—. ¡Tomad lo que queráis, el barco incluso, todo, pero no me hagáis daño!

De repente algo golpeó la espalda de Rand y lo abatió contra el suelo. La espada cayó demasiado lejos para recuperarla. Con la mandíbula desencajada, sin resuello, trató de estirar el brazo hasta ella. Sus músculos reaccionaban con una lentitud desesperante; se retorcía como un gusano. El individuo que clamaba piedad posó una mirada temerosa y codiciosa en la espada y luego se esfumó entre las sombras.

Luchando contra el dolor, Rand consiguió mirar por encima del hombro y supo que su suerte había tocado fondo. Un trolloc con hocico de lobo se cernía de pie sobre la barandilla y lo observaba, con la afilada punta de su barra en la mano, la misma que lo había derribado. Rand porfió por alcanzar la espada, por desplazarse, por escapar, pero sus brazos y piernas se movían espasmódicamente, apenas respondían a su voluntad. Temblaban, le hacían adoptar extrañas posturas. Sentía como si unas barras de hierro le oprimieran el pecho; unas manchas plateadas le entorpecían la visión. Trató de hallar alguna vía de escape. El tiempo pareció aminorar su curso cuando el trolloc alzó la barra quebrada como si quisiera ensartarlo con ella. Rand contemplaba como en sueños los movimientos de la criatura. Vio cómo el grueso brazo se retraía; esperaba ya el asta rota clavada en su espalda, sintiendo el dolor de la desgarradura. Creyó que iban a estallarle los pulmones. «¡Voy a morir! ¡Luz, ayúdame, voy a morir!» El brazo del trolloc se proyectó hacia adelante, empuñando la barra astillada, y Rand halló aire suficiente para gritar:

—¡No!

De pronto el barco dio una sacudida y una botavara surgió oscilando entre las sombras para golpear el pecho del trolloc. Tras un crujido de huesos rotos, saltó derribado por las borda.

Rand permaneció recostado unos momentos, contemplando la botavara que se balanceaba sobre él. «Esto ha de haber agotado por fuerza mi buena suerte», se dijo. «Es imposible que reste algo de ella a partir de ahora.»

Se puso en pie. Temblaba. Recogió la espada y la retuvo por una vez con las dos manos como le había enseñado Lan, pero ya no había nada contra qué esgrimirla. El surco de agua negra entre la embarcación y la orilla se ensanchaba de modo progresivo, al tiempo que se difuminaba en la noche el griterío de los trollocs.

Cuando envainaba la espada, asomado a la barandilla, un hombre corpulento vestido con una chaqueta que le llegaba hasta las rodillas avanzó a grandes zancadas por la cubierta mirándolo con cara de pocos amigos. Tenía un rostro redondo, enmarcado por una tupida melena que le llegaba a los hombros y una barba que dejaba al descubierto su labio superior. Su rostro era redondeado, pero no apacible. La botavara surcó de nuevo el aire con su vaivén y el individuo de la barba desvió ligeramente la mirada hacia ella mientras la asía; la madera produjo un brusco sonido al chocar con su poderosa palma.

—¡Gelb! —bramó—. ¡Fortuna! ¿Dónde estás, Gelb? —Hablaba tan deprisa, entrelazando todas las palabras, que Rand apenas lo entendía—. ¡No puedes esconderte de mí en mi propio barco! ¡Sal de ahí, Floran Gelb!

Un tripulante se acercó con una linterna de cristal abombado y dos de sus compañeros empujaron a un hombre de rostro alargado hacia el círculo de luz proyectado. Rand reconoció al individuo que le había ofrecido el bote, el cual movía los ojos sin cesar, evitando sostener la mirada del fornido hombre que había reclamado su presencia, el capitán, según las deducciones de Rand. Gelb lucía un cardenal en la frente, producto del pisotón que le había propinado Rand al caer sobre él.

—¿Acaso no debías asegurar esta botavara, Gelb?. —inquirió el capitán con asombrosa calma, aunque con igual rapidez que antes. Gelb pareció genuinamente sorprendido.

—Sí lo hice. La até bien fuerte. Reconozco que soy un poco lento a veces, capitán Domon, pero hago las cosas de todos modos.

—Así que eres lento, ¿eh? No tanto para dormirte, para dormir cuando deberías estar vigilando. Podrían habernos asesinado a todos por tu culpa.

—No, capitán. Ha sido él. —Gelb señaló a Rand—. Yo realizaba la guardia, de la manera como debía hacerlo, cuando él se ha acercado furtivamente y me ha golpeado con un garrote. —Se tocó la herida de la frente, pestañeó y miró, enfurecido, a Rand—. He peleado con él, pero entonces han venido los trollocs. Es un aliado suyo, capitán, un Amigo Siniestro. Es un aliado de los trollocs.

—¡Un aliado de mi vieja abuela! —tronó el capitán Domon—. ¿No te avisé la última vez, Gelb? ¡En Puente Blanco, te largas de aquí! ¡Apártate de mi vista antes de que te eche por la borda! —Gelb se alejó como una flecha y Domon se quedó allí de pie; abría y cerraba las manos mientras contemplaba el vacío —Esos trollocs están siguiéndome. ¿Por qué no me dejan en paz? ¿Por qué?

Rand miró hacia el agua y se sorprendió al descubrir que habían perdido de vista la orilla. Dos hombres manipulaban el remo de dirección de popa y seis remeros se afanaban en los costados; la embarcación

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