a quienes percibía como sombras imprecisas treinta pasos más adelante.
—Nos estamos rezagando —murmuró mientras espoleaba a Nube.
Una fina espiral de niebla grisácea comenzó a serpentear por la calle a escasos centímetros del suelo.
—¡Deteneos! —fue el grito estrangulado, brusco e imperativo de Moraine, emitido con un tono de voz bajo para no ser oído de lejos.
Rand paró el caballo, indeciso. La franja de niebla atravesaba por entero la calle y se engrosaba paulatinamente como si la exhalaran los edificios que se alzaban a ambos lado. Ahora tenía el perímetro del brazo de un hombre. Nube se encabritó, tratando de retroceder, al tiempo que Egwene y Thom llegaban a su altura. Sus caballos también se irguieron y rehusaron aproximarse a aquella soga grisácea.
Lan y Moraine cabalgaron lentamente hacia la niebla, cuyo grosor era ya el de una pierna, y se detuvieron a una distancia prudencial al otro lado. La Aes Sedai examinó el nebuloso ramal que los separaba. Rand se estremeció, invadido por un súbito temor. Una tenue luz acompañaba a aquel tentáculo, que adquiría mayor intensidad a medida que éste se agigantaba, aun cuando no hubiera sobrepasado todavía la fuerza del brillo de la luna. Las monturas se debatían inquietas, incluidas Aldieb y Mandarb.
—¿Qué es? —preguntó Nynaeve.
—El demonio de Shadar Logoth —repuso Moraine—, Mashadar. Un ente ciego y sin cerebro que se mueve a través de la ciudad con la misma carencia de rumbo con que una lombriz socava la tierra. Su solo contacto produce la muerte.
Rand y sus acompañantes permitieron que sus caballos retrocedieran unos pasos, aunque sin apartarse demasiado. A pesar de lo que habría dado Rand por verse libre de la presencia de la Aes Sedai, en aquellos momentos ésta representaba casi la seguridad del hogar, comparada a la amenaza que los cercaba.
—¿Cómo nos reuniremos con vosotros? —inquirió Egwene—. ¿Podéis matarlo… o abrir un pasadizo?
Moraine soltó una amarga carcajada.
—Mashadar es vasto, hija, tanto como la propia Shadar Logoth. Ni la totalidad de la Torre Blanca podría acabar con él. Si le infiriera un daño suficiente para franquearos el paso, la cantidad de Poder único utilizada alertaría a los Semihombres de igual modo que el toque de una trompeta. Y Mashadar se apresuraría a reponer rápido el desperfecto y tal vez a atraparnos en su red.
Rand intercambió una mirada con Egwene y después volvió a formular la misma pregunta que la muchacha. Moraine emitió un suspiro antes de contestar.
—No me complace la idea, pero no puede lucharse contra la necesidad. Este hilo no reptará por encima del pavimento de todas las calles. Algunas tendrán el paso libre. ¿Veis aquella estrella? —Se volvió en la silla para señalar un lucero rojo en el cielo de poniente—. Avanzad hacia esa estrella y ella os conducirá hasta el río. Pase lo que pase, continuad hacia el río. Id lo más deprisa posible, pero, sobre todo, no hagáis ruido. No olvidéis que todavía nos acosan los trollocs, y cuatro Semihombres.
—¿Pero cómo os encontraremos? —protestó Egwene.
—Seré yo quien os busque —respondió Moraine—. Descuidad, que lo haré. Ahora marchaos. Este ser carece de pensamiento, pero puede detectar la proximidad de alimento.
Como para confirmar lo dicho, hicieron asomo de levantarse varias estribaciones de la masa principal, vacilantes, forcejeando como los tentáculos de un miriápodo en el fondo de un estanque.
Cuando Rand apartó la vista del henchido tronco de neblina opaca, el Guardián y la Aes Sedai, se habían ido. Se mordió los labios y miró a sus compañeros. Estaban tan nerviosos como él. Y. lo que era peor: todos parecían esperar a que alguien reaccionara primero. La noche y las ruinas los circundaban. Los Fados se encontraban en algún lugar impreciso en el exterior y los trollocs tal vez en la siguiente esquina. Los brumosos tentáculos se acercaron más a ellos, sin indecisión ahora. Ya habían elegido una presa codiciada. De improviso, Rand echó de menos a la Aes Sedai.
Todos seguían expectantes, sin decidir qué camino tomar. Hizo girar a Nube y éste emprendió un rápido trote, forcejeando con las riendas para cabalgar a mayor velocidad. Los demás siguieron tras él, como si el hecho de haberse movido primero lo hubiera designado como guía.
Sin Moraine, no tenían a nadie que los protegiese en caso de que apareciera Mordeth. Y los trollocs, y… Rand contuvo la avalancha de pensamientos. Seguiría la estrella roja. Aquello era lo único en que debía pensar.
En tres ocasiones hubieron de desandar lo recorrido en callejones obstruidos por un montículo de piedra y ladrillos que los caballos habrían sido incapaces de franquear. Rand escuchaba la respiración de los demás, breve y agitada, avergonzado de mostrar su pánico. Apretó los dientes para apaciguar sus propios jadeos. «Como mínimo tienes la obligación de hacerles creer que no tienes miedo. ¡Estás haciendo una buena obra, estúpido! Conseguirás conducirlos a salvo hasta el río.»
Al doblar la siguiente esquina, una capa de niebla bañaba las baldosas rotas con una luz tan intensa como la de una noche de luna llena. Al punto, partieron hacia ellos unas ramificaciones del mismo tamaño que el de sus monturas. Todos volvieron grupas de inmediato y se alejaron al galope, arracimados, sin poner mientes en el estrépito que producía el entrechocar de las herraduras.
A menos de cinco metros de distancia, dos trollocs salieron a su paso. Los humanos y los trollocs se miraron por un instante, igualmente sorprendidos del encuentro. Después apareció un nuevo par de trollocs, y uno y otro más, que chocaron con los anteriores, componiendo un grupo estupefacto ante la imprevista presencia de los hombres. Pero su parálisis duró escasos minutos, tras los cuales sus aullidos guturales resonaron en las construcciones al compás de la acometida. Los humanos se dispersaron, acobardados.
El rucio de Rand pasó al galope en tres zancadas. —¡Por aquí! —indicó.
Sin embargo, oyó un grito idéntico emitido por cinco gargantas distintas. Una rápida ojeada le informó de que sus compañeros desaparecían en diferentes direcciones, perseguidos por los trollocs.
Tres de ellos le pisaban los talones, blandiendo sus barras en el aire. La piel se le erizó al advertir que su carrera era tan veloz como la de Nube. Se aferró al cuello del rucio y lo espoleó acuciado por los gritos de sus hostigadores.
Más adelante la calle se estrechaba, dominada por los edificios semiderruidos que proyectaban sus imprecisos contornos. Las ventanas desencajadas se rellenaron paulatinamente de un resplandor argentino, una densa neblina que despuntaba hacia el exterior: Mashadar.
Rand aventuró una ojeada hacia atrás. Los trollocs todavía corrían a cincuenta pasos a sus espaldas; la luz de la niebla bastaba para distinguirlos claramente. Un Fado cabalgaba ahora tras ellos y Rand tuvo la impresión de que su rapidez obedecía tanto al impulso de huir del Myrddraal como de perseguirlo a él. A corta distancia, media docena de espirales grises surgieron indecisas de las ventanas. Luego fue una docena, y ocupó el aire. Nube agitó la cabeza, relinchando, pero Rand hundió con violencia las espuelas en sus flancos y el animal se precipitó salvajemente hacia adelante.
Los zarcillos se espesaron al tiempo que Rand galopaba entre ellos, pero él se pegó sobre Nube, evitando mirarlos. Al otro lado la vía estaba despejada. «Si uno de ellos me toca… ¡Luz!» Presionó aún más al caballo y éste se abalanzó de un salto hacia las ansiadas sombras. Aun con su montura en desenfrenada carrera, volvió la vista hacia atrás tan pronto como el resplandor de Mashadar comenzó a mitigarse.
Los ondeantes tentáculos grises obstruían la mitad de la calle y los trollocs se echaban atrás, pero el Fado agarró un látigo y lo hizo restallar por encima de sus cabezas con un sonido similar al de un rayo, esparciendo chispas en el aire. Encorvados, los trollocs se precipitaron tras Rand. El Semihombre vaciló, y estudió con el semblante oculto tras su capucha los brazos alargados antes de avanzar en su dirección.
Los ramales, cada vez más numerosos, oscilaron un momento y luego atacaron como serpientes. Los trollocs quedaron apresados entre las hebras, bañados en su luz cenicienta, con las cabezas inclinadas hacia atrás y lanzando alaridos, que acalló la neblina al penetrar en sus bocas. Hostigados por cuatro gruesos tentáculos, el Fado y su montura se debatieron como en una danza hasta que la capucha cayó, enterrando aquel rostro pálido carente de ojos.
El Fado emitió un espantoso grito, sin producir más sonido que los trollocs, pero algo logró atravesar la barrera de la bruma: un penetrante chillido inaudible, un horrible zumbido que resonó en los oídos de Rand, impregnado de todo el horror posible en este mundo. Nube se estremeció como si él también pudiera oírlo y su carrera alcanzó un brío inigualable. Rand se agarró a él sin resuello, con la garganta seca como la propia arena del desierto.
A poco, advirtió que ya no oía el silencioso grito de agonía del Fado y, de pronto, el martilleo de su galope sonó como un verdadero estruendo. Refrenó a Nube y se detuvo junto a una pared pandeada, en la confluencia de dos calles. Un anónimo monumento se elevaba ante él en la oscuridad.
Desplomado en la silla, aguzó el oído, pero no oyó más que el frenético pulso de la sangre en su cabeza. Un sudor frío le empapaba la cara y el viento hacía ondear su capa.
Miró hacia arriba. Los luceros poblaban el cielo en los retazos libres de nubes, pero la estrella roja era claramente visible. «¿Habrá salido alguien más con vida?» ¿Habrían escapado o se hallaban en manos de los trollocs? «Egwene, que la Luz me ciegue, ¿por qué no me has seguido?» Si se encontraban vivos y en libertad, irían en pos de aquella estrella. De lo contrario… Las ruinas eran extensas; podría recorrerlas durante días sin encontrar a nadie, y esto sin contar con que podría toparse con los trollocs. Y los Fados, y Mordeth, y Mashadar. Decidió, con reluctancia, encaminarse hacia el río.
Tomó las riendas. En la calle contigua, una piedra cayó con estrépito sobre otra. Se inmovilizó, reteniendo el aliento. Se hallaba a recaudo de las sombras, a un paso de la encrucijada. Aterrorizado, consideró la posibilidad de retroceder. ¿Qué era lo que lo perseguía? ¿Qué podía provocar aquel ruido y no abatirse sobre él? No acertaba a dilucidarlo y temía apartar los ojos de la arista del edificio.
La oscuridad reinaba en aquella esquina y de ella sobresalía la negra forma de un asta. ¡Una barra! En el preciso segundo en que aquella idea invadía su cerebro, hincó los talones en los flancos de Nube y su espada abandonó la funda como un resorte; un grito inarticulado acompañó su carga, al tiempo que descargaba el arma con todas sus fuerzas. Únicamente un desesperado empeño logró detener la hoja. Mat se tambaleó hacia atrás con un alarido, casi a punto de caer del caballo y de dar con su arco en el suelo.
Rand respiró hondo y abatió la espada con brazo trémulo. —¿Has visto a alguien más? consiguió preguntar.
Mat tragó saliva antes de enderezarse torpemente sobre la silla.
—Yo…, yo…, sólo trollocs. —Se llevó la mano a la garganta, lamiéndose los labios—. Sólo trollocs. ¿Y tú?
Rand negó con la cabeza.
—Deben de dirigirse hacia el río. Será mejor que hagamos lo mismo nosotros.
Mat asintió en silencio; todavía se palpaba la garganta. Un segundo después, ambos emprendieron camino en dirección a la estrella roja.
Aún no habían recorrido unos cien palmos cuando el agudo toque de un cuerno trolloc resonó tras ellos en las profundidades de la ciudad. Enseguida le respondió otro, desde el exterior