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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 63
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naciones, los territorios que componían el Segundo Pacto, los países que se enfrentaban al Oscuro desde los primeros días posteriores al Desmembramiento del Mundo. En la época en que Thorin al’Toren era rey de Manetheren, el monarca de Aridhol era Balwen Mayel, Balwen Mano de Hierro. En un acto desesperado durante las Guerras de los Trollocs, cuando parecía inminente la conquista por parte del Padre de las Mentiras, el rey llamó a Mordeth a la corte de Balwen,

—¿Al mismo hombre? —se asombró Mat.

—¡No es posible! —agregó Rand.

Moraine los silenció con una mirada y en la habitación reinó la calma más absoluta, sólo quebrada por la voz de la Aes Sedai.

—Transcurrido poco tiempo desde su llegada, Mordeth se ganó la confianza de Balwen y a los pocos meses era su único consejero. Mordeth instilaba palabras ponzoñosas a oídos del soberano, y Aridhol comenzó a cambiar. La ciudad se replegó sobre sí con dureza. Se llegó a decir incluso que había gente que prefería sufrir un encuentro con los trollocs que con los hombres de Aridhol. La victoria de la Luz lo es todo. Ése era el grito de guerra que Mordeth les enseñó, y las huestes de Aridhol lo proferían al tiempo que sus actos abandonaban la senda de la Luz.

»Ésta sería una exposición demasiado larga para explicar en detalle lo acontecido, y demasiado terrible. Además sólo han llegado hasta nosotros fragmentos de la historia, incluso en Tar Valon. Cómo el hijo de Thorin, Caar, vino para reintegrar de nuevo Aridhol al Segundo Pacto y Balwen lo recibió sentado en su trono, como un despojo consumido con un destello de locura en los ojos, riendo mientras Mordeth sonreía junto a él y ordenaba la ejecución de Caar y los embajadores bajo la acusación de ser amigos del Oscuro. Cómo el príncipe Caar adquirió el apelativo de Caar el Manco. Cómo escapó de las mazmorras de Aridhol y huyó solo a las tierras fronterizas perseguido por los desalmados asesinos que eran los secuaces de Mordeth. Cómo conoció allí a Rhea, que ignoraba su condición, y se casó con ella y trazó la urdimbre en el Entramado que lo conduciría a la muerte a manos de ella y la de su mujer a manos propias ante su tumba, y a la caída de Aleth—loriet. Cómo los ejércitos de Manetheren acudieron a vengar a Caar y hallaron abatidas las puertas de Aridhol y la ciudad solitaria, destruidos sus pobladores por algo más ominoso que la muerte. El único enemigo que había acabado con Aridhol fueron sus habitantes. Las sospechas y el odio habían engendrado algo que se alimentaba en sus cimientos, algo encerrado en el lecho rocoso sobre el que se alzaba la urbe. Mashadar todavía permanece acechante, ávido. Los hombres no volvieron a hablar de Aridhol. Le dieron por nombre Shadar Logoth, el lugar donde aguarda la sombra, o sencillamente, la espera de la memoria.

»Mordeth fue el único a quien no consumió Mashadar, pero cayó en su trampa y él también ha estado aguardando entre estos muros durante siglos. Otras personas lo han visto. Algunas han sucumbido a él a través de ofrendas que perturban la mente y enturbian el espíritu y cuya influencia va mermando e incrementándose paulatinamente hasta que gana dominio… o da muerte. Si consigue convencer a alguien de que lo acompañe hasta las murallas, los límites del poder de Mashadar, logrará consumir el alma de dicha persona. Mordeth abandonará entonces el cuerpo del humano a quien ha infligido algo peor que la muerte para que siembre una vez más su maldad por el mundo.

—El tesoro —murmuró Perrin cuando calló Moraine—. Quería que lo ayudáramos a transportar el tesoro hasta sus caballos. —Su semblante se tornó macilento—. Apuesto a que hubiera pretendido que éstos estaban en algún sitio fuera de la ciudad.

—Pero ahora nos encontramos a salvo, ¿verdad? —preguntó Mat—. No nos ha dado nada, ni tampoco nos ha tocado. ¿Estamos protegidos, no es cierto, con esas salvaguardas?

—En efecto —acordó Moraine—. Él no puede cruzar su línea, que impide igualmente el paso a cualquier morador de este lugar. Y deben ocultarse en presencia de la luz solar, con lo cual podremos partir sin problemas mañana. Ahora, procurad dormir. Las salvaguardas nos protegerán hasta el regreso de Lan.

—Hace rato que se ha ido. —Nynaeve miró con preocupación la oscuridad de la noche en el exterior.

—No le ocurrirá nada a Lan —la tranquilizó Moraine, extendiendo sus mantas junto al fuego mientras hablaba—. Su compromiso en la lucha contra el Oscuro nació cuando todavía estaba en la cuna, cuando depositaron una espada en sus manos infantiles. Además yo sería consciente de su muerte en el mismo instante en que ésta se produjera, al igual que le sucedería a él conmigo. Reposad, Nynaeve. Todo saldrá bien.

Sin embargo, cuando se cubría con las mantas, miró hacia la calle, como si desease también ella conocer qué era lo que retenía al Guardián.

Las piernas y brazos de Rand tenían la misma pesadez del plomo y sus párpados se le cerraban por impulso propio; aun así tardó en dormirse y, una vez que abandonó la vigilia, sufrió la visita de sueños que lo hicieron revolverse entre murmullos. Al despertar de manera súbita, miró en torno a sí un instante, antes de recordar dónde se encontraba.

La luna estaba alta en el horizonte, en su último filo antes de la fase de luna nueva, con su leve resplandor amortecido por las tinieblas. Los demás dormían todos, aunque no con sueño apacible. Egwene y sus dos amigos se movían, musitando de manera inaudible, y los ronquidos de Thom, excepcionalmente suaves, se veían interrumpidos de tanto en tanto por palabras borrosas. Lan aún no había llegado.

De pronto sintió que las salvaguardas no eran suficiente protección. Podía haber cualquier cosa en la oscuridad del exterior. Acusándose a sí mismo de necio, añadió leña a las brasas del fuego. Las llamas eran demasiado pequeñas para despedir calor, pero incrementaban la claridad.

No tenía noción de qué era lo que lo había arrancado de sus pesadillas. Había vuelto a ser un niño, que llevaba la espada de Tam y una cuna atada a la espalda, y corría por calles solitarias, perseguido por Mordeth, el cual le gritaba que únicamente quería su mano. Entre tanto, un anciano había estado observándolos, un anciano que reía con carcajadas de demente.

Se echó de nuevo y contempló el techo, a la espera del sueño que anhelaba, aunque tuviera que padecer pesadillas como aquélla; pero no podía cerrar los ojos.

Súbitamente, el Guardián penetró en silencio en la estancia. Moraine se despertó, y se incorporó, como si él hubiera anunciado su llegada con una campana. Lan abrió la mano y tres pequeños objetos cayeron en las baldosas, frente a ella, con un tintineo metálico: tres insignias de color rojo con la forma de calaveras cornudas.

—Hay trollocs dentro de las murallas —anunció Lan—. Estarán aquí en menos de una hora. Y los Dha’vol son los peores. —Se dispuso a despertar a los otros.

—¿Cuántos son? —preguntó Moraine mientras doblaba las mantas—. ¿Saben que estamos aquí?

—Creo que no —repuso Lan—. Son un centenar largo y están suficientemente asustados como para atacar a cualquier cosa que se mueva, inclusive a ellos mismos. Los Semihombres tienen que obligarlos a avanzar, cuatro para sólo un pelotón, e incluso ellos no parecen desear otra cosa que atravesar la ciudad con la mayor rapidez posible. No se desvían para escudriñar y buscan con tal negligencia que, si no caminaran en línea recta hacia donde estamos nosotros, diría que no había motivo de preocupación. —Vaciló un instante.

—¿Hay algo más?

—Sólo ésto —respondió lentamente Lan—. Los Myrddraal han hecho entrar a la fuerza a los trollocs en la ciudad. ¿Y quién los ha compelido a ellos?

Todos habían estado escuchando en silencio. Entonces Thom masculló una imprecación y Egwene musitó:

—¿El Oscuro?

—No seas boba, mujer —atajó Nynaeve—. El Oscuro está encarcelado en Shayol Ghul, donde lo confinó el Creador.

—Por el momento, al menos —convino Moraine—. No, el Padre de las Mentiras no está allá afuera. Pero debemos partir.

—Abandonar la protección de las salvaguardas y cruzar Shadar Logoth de noche —concluyó Nynaeve, mirándola con ojos entornados.

—O quedarnos aquí y luchar con los trollocs —replicó Moraine—. Para mantenerlos a raya, debería hacer uso del Poder único, el cual destruiría las salvaguardas y atraería a todos los entes que merodean en la noche. Además, eso tendría el mismo efecto que encender una hoguera encima de una de esas torres, que pondría sobre aviso a todos los Semihombres que se hallan a veinte kilómetros a la redonda. La huida no es la vía que me complacería tomar, pero nosotros somos la liebre y son los cazadores quienes imponen la modalidad de caza.

—¿Qué pasará si hay más fuera de las murallas? —inquirió Mat—. ¿Qué vamos a hacer?

—Pondremos en acción mi plan originario —respondió Moraine, quien, al sentir la mirada de Lan, alzó una mano y añadió—, para lo cual me sentía demasiado fatigada hace unas horas. Sin embargo, ahora he recobrado mis fuerzas gracias a la Zahorí. Nos dirigiremos al río y allí, con las espaldas cubiertas por el agua, levantaré una salvaguarda que contendrá a los trollocs y Semihombres el tiempo suficiente para construir balsas y cruzar el cauce. O, lo que es mejor, tal vez tengamos ocasión de alquilar un barco que descienda de Saldaea.

Los jóvenes del Campo de Emond la miraron con cara de no comprender.

—Los trollocs y los Myrddraal detestan las aguas profundas —explicó Lan al advertir su desconcierto—. A los trollocs les produce auténtico pavor, puesto que no saben nadar. Un Semihombre no vadearía un cauce con agua que le llegara más arriba del pecho, y menos si la corriente es impetuosa. Los trollocs ni siquiera se atreverían a ello, a menos que carecieran de alternativa.

—De manera que, una vez que hayamos cruzado el río, estaremos a salvo —dedujo Rand.

El Guardián respondió con un gesto afirmativo.

—Los Myrddraal tendrán tantas dificultades para obligar a los trollocs a construir balsas como las han tenido para hacerlos entrar en Shadar Logoth, y, si intentan hacerlos atravesar el Arinelle de ese modo, la mitad de ellos escaparán corriendo y el resto sin duda se ahogará.

—Id a buscar los caballos —indicó Moraine—. Todavía no nos encontramos en la otra ribera del Arinelle.

CAPÍTULO 20: Diseminados por el viento

Mientras abandonaban el edificio de piedra blanca a lomos de los caballos agitados de nerviosismo, el gélido viento soplaba en ráfagas, silbando entre los tejados, azotando sus capas como ondeantes banderas y haciendo desfilar estrechas nubes delante de la delgada franja lunar. Lan, tras conminar a todos en voz baja a guardar silencio, salió en cabeza a la calle. Los caballos caracoleaban y tiraban de las riendas, ansiosos por alejarse.

Rand observó con recelo los edificios ante los que pasaban, cuyas siluetas se proyectaban en la noche, con sus ventanas sin cristales semejantes a cuencas oculares vacías. Las sombras parecían moverse. De vez en cuando se oía un repiqueteo: escombros derribados por el viento. «Al menos los ojos se han ido.» Su alivio fue sólo momentáneo. «¿Por qué se han retirado?»

Thom y sus convecinos se apiñaban en torno a él. Egwene tenía la cabeza hundida entre los hombros, como si procurase apaciguar el repiqueteo de las herraduras de Bela sobre el pavimento. Rand no habría querido respirar siquiera: todo sonido era susceptible de llamar la atención.

De pronto advirtió que se había abierto un espacio vacío ante ellos, que los separaba del Guardián y la Aes Sedai,

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