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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 60
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debió de ser éste? —musitó Egwene—. ¿Qué debió de haber ocurrido aquí? No recuerdo que estuviera en el mapa de mi padre.

—En un tiempo se llamó Aridhol —informó Moraine—. En la época de las Guerras de los Trollocs, fue un aliado de Manetheren. —Con la vista perdida en los muros parecía no tener conciencia de la presencia de los demás, incluso de Nynaeve, que la sostenía sobre la silla con una mano en su brazo—. Después Aridhol falleció y este lugar recibió otro nombre.

—¿Cuál? —preguntó Mat.

—Por aquí —dijo Lan, y se detuvo delante de lo que antaño había sido una puerta capaz de dar entrada a cincuenta hombres a un tiempo cuyo único rastro eran los torreones rodeados de lianas—. Entremos por aquí. —Los cuernos de los trollocs bramaron en la lejanía. Lan miró hacia el lugar de donde provenían; después observó el curso del sol, que se abatía sobre las copas de los árboles de poniente—. Han descubierto que era un falso rastro. Venid, debemos refugiarnos antes del ocaso.

—¿Cuál era el nombre? —volvió a inquirir Mat.

—Shadar Logoth —repuso Moraine, mientras se adentraban en la ciudad—. Se llama Shadar Logoth.

CAPÍTULO 19: Sombras en ciernes

El pavimento resquebrajado crujía bajo las herraduras de los caballos al penetrar en el recinto. Toda la ciudad estaba en ruinas y tan solitaria como había augurado Perrin. Ni una paloma aleteaba allí y las hierbas, muertas y resecas en su mayoría, brotaban de las hendiduras de las paredes y el empedrado. La mayor parte de los edificios había perdido la techumbre y las paredes derrumbadas esparcían abanicos de ladrillo y piedra en las calles. Las torres se erguían, abruptas y melladas, como estacas quebradas. Algunos irregulares promontorios de escombros en cuyas laderas crecían raquíticos árboles hubieran podido ser los restos de palacios o de todo un sector de la población.

Con todo, lo que permanecía en pie bastaba para cortar el aliento de Rand. Los más grandes edificios de Baerlon se habrían achicado a la sombra de casi todos los que se alzaban allí. Sus ojos encontraban en todas direcciones suntuosos palacios de pálido mármol coronados de enormes cúpulas. Todas las construcciones tenían, al parecer, una cúpula; algunas incluso poseían cuatro o cinco, cada uno de ellas elaborada con distintas formas. Largas avenidas flanqueadas de columnas cubrían trechos a cien pasos de torres que parecían rozar el cielo. En los cruces había, sin excepción, una fuente de bronce, la aguja de un monumento, una estatua o un pedestal. A pesar de que no manaba agua de las fuentes y de que muchas de las estatuas se hallaban rotas, los vestigios eran tan fastuosos que no podía evitar maravillarse ante ellos.

« Y yo que pensaba que Baerlon era una ciudad! ¡Qué me aspen si Thom no ha estado riéndose a costa mía! ¡Y también Moraine y Lan!»

Estaba tan absorto en su contemplación que lo tomó por sorpresa la parada realizada por Lan delante de un edificio de piedra blanca que en otro tiempo había sido dos veces mayor que la posada del Ciervo y el León de Baerlon. Ningún indicio apuntaba la función que debió de cumplir cuando la ciudad estaba habitada. De los edificios superiores sólo restaba un hueco cascarón, por cuyas ventanas, ahora carentes de cristal y de marco, se advertía el cielo de la tarde, pero la planta baja tenía un aspecto resistente.

Moraine, con las manos todavía en la perilla de la silla, examinó el caserón antes de asentir.

—Será adecuado —dictaminó.

Lan, desmontó de un salto y tomó en brazos a la Aes Sedai.

—Haced entrar los caballos —ordenó—. Buscad una habitación en la parte trasera para utilizar como establo. Moveos, campesinos. Esto no es el prado de vuestro pueblo. Desapareció en el interior, acarreando a la Aes Sedai.

Nynaeve bajó de su montura y se apresuró a caminar tras él, trasegando su bolsa de hierbas y ungüentos, seguida de Egwene. Ambas dejaron los caballos en la entrada.

—Haced entrar los caballos —murmuró agriamente Thom, ahuecándose los bigotes. Después puso rígida y lentamente los pies en tierra, se palpó la espalda, exhaló un largo suspiro y tomó a Aldieb de las riendas—. ¿Y bien? —inquirió, enarcando una ceja en dirección a Rand y sus amigos.

Desmontaron a toda prisa y reunieron los caballos restantes. El umbral, que no conservaba ni el más mínimo rastro de puerta, era lo bastante amplio para que lo traspusieran los animales, incluso por pares.

Dentro había una espaciosa estancia, de dimensiones tan enormes como el propio edificio, con un polvoriento suelo de arcilla y algunos tapices rasgados que colgaban, con descoloridos tonos parduscos, amenazando con hacerse trizas al mínimo contacto. No había nada más allí. Lan había improvisado un lecho para Moraine con su capa y la de ella. Nynaeve, que se quejaba acerca del polvo, se encontraba de rodillas junto a la Aes Sedai, revolviendo en su bolsa, que mantenía abierta Egwene.

—Reconozco que no le profeso gran simpatía —decía Nynaeve al Guardián mientras Rand cruzaba la habitación, conduciendo a Bela y Nube—, pero yo asisto a todo aquel que precise mi ayuda, le tenga aprecio o no.

—No he expresado ninguna acusación, Zahorí. Sólo os he advertido que administréis con precaución vuestras hierbas.

La joven lo miró de soslayo.

—Lo cierto es que ella necesita mis hierbas, y vos también. —Su voz, exacerbada en un principio, fue adquiriendo un tono más cáustico—: Lo cierto es que ella tiene limitaciones en el uso del Poder único y ya ha hecho prácticamente cuanto podía sin venirse abajo. E igualmente cierto es que vuestra espada no le sirve ahora de nada a ella, Señor de las Siete Torres, pero mis hierbas sí.

Moraine posó una mano en el brazo de Lan.

—Tranquilo, Lan. No me quiere ningún mal. Lo que ocurre es que ella no lo sabe.

El guardián resopló con aire burlón. Nynaeve dejó de escarbar en el zurrón y lo miró ceñuda, pero sus palabras iban dirigidas a Moraine.

—Existen muchas cosas que desconozco. ¿Cuál es ésta?

—En primer lugar —respondió Moraine—, lo que realmente necesito es reposo. Por otra parte, os concedo razón: vuestra sabiduría y capacidades serán más útiles de lo que pensaba. Y ahora, ¿tenéis algo que me ayude a dormir durante una hora sin dejarme embotada?

—Una infusión suave de cola de zorra, agripalma y…

Rand no oyó el resto al seguir a Thom hacia una estancia contigua, igual de espaciosa y desolada, donde se superponían las capas de polvo, intactas hasta su llegada. El suelo no tenía siquiera marcas de huellas de pájaros o animalillos.

Rand se dispuso a desensillar a Bela y Nube, Thom a Aldieb y su mulo y Perrin, su caballo y Mandarb. Todos se pusieron manos a la obra menos Mat, el cual dejó caer sus riendas en medio de la habitación. Había dos puertas más aparte de la que habían franqueado.

—Un callejón —anunció Mat tras asomar la cabeza por la primera. La segunda era sólo un rectángulo negro en la pared posterior. Mat lo atravesó lentamente y salió con mucha más premura, sacudiéndose vigorosamente las telarañas que se habían prendido en su pelo—. No hay nada ahí —informó, dando una nueva ojeada al pasadizo.

—¿Vas a ocuparte de tu caballo? —preguntó Perrin, que ya había concluido con el suyo y quitaba la silla de Mandarb. Curiosamente el altivo semental se limitó a mirarlo fijo, mas no se le resistió en ningún momento—. Nadie va a hacerlo por ti.

Mat miró por última vez la abertura y se encaminó hacia su caballo.

Cuando depositaba la silla de Bela en el suelo, Rand advirtió que Mat había adoptado un aire taciturno. Sus ojos parecían perdidos a kilómetros de distancia y sus movimientos eran maquinales.

—¿Te encuentras bien, Mat? —inquirió Rand. Mat levantó los arreos del caballo y permaneció inmóvil, asiéndolos—. ¡Mat!

Con un sobresalto, Mat dejó caer las correas.

—¿Qué? Oh, eh… sólo estaba pensando.

—¿Pensando? —se mofó Perrin—. Estabas dormido.

—Estaba reflexionando sobre… —refirió Mat, ceñudo—, sobre lo que ha ocurrido allí. Sobre aquellas palabras que yo… —Todos centraron la vista en él. Prosiguió con cierto embarazo—: Bueno, ya habéis oído lo que ha dicho Moraine. Es como si yo hubiera hablado por boca de algún difunto. No me gusta nada eso. —Su entrecejo se arrugó aún más al escuchar las risitas de Perrin.

—El grito de guerra de Aemon, ha dicho… ¿verdad? Quizá tú seas el nuevo Aemon reencarnado. De la manera como refieres lo aburrido que es el Campo de Emond, habría jurado que te complacería eso: ser un rey y un héroe renacido.

—¡No digas eso! —Thom respiró hondo, atrayendo todas las miradas sobre sí—. Ese modo de hablar es arriesgado, insensato. Los muertos pueden renacer u ocupar el cuerpo de alguien vivo y no es ésta una cuestión de la que se pueda bromear tontamente. —Volvió a inspirar para calmarse antes de continuar—. La vieja sangre, ha dicho ella. La sangre, no un difunto. He oído que ello puede suceder a veces. Lo he escuchado, aunque nunca pensé que… Estos son tus orígenes, muchacho. Una cadena que llega hasta ti de tu padre y tu abuelo, hasta remontarse al pueblo de Manetheren y tal vez aún más lejos. Bien, en todo caso ahora ya sabes que participas de un antiguo linaje, Deberías dejar las cosas en este punto y alegrarte de ello. La mayoría de la gente apenas si posee la noción de haber tenido un padre.

«Algunos no tenemos siquiera esta certeza», pensó con amargura Rand. «Tal vez fuera cierto lo que dijo la Zahorí. Oh, Luz, ojalá lo fuera.»

Mat asintió a las palabras del juglar.

—Supongo que sí. Pero… ¿creéis que tiene algo que ver con lo que nos ha pasado? ¿Los trollocs y todo lo demás? Quiero decir… oh, no sé lo que quiero decir en realidad.

—En mi opinión deberías olvidarlo y concentrarte en salir sano y salvo de aquí. —Thom sacó su larga pipa de debajo de la capa—. Me parece que voy a fumar un poco. —Y, con un displicente gesto de saludo, desapareció por la puerta principal.

—Todos estamos involucrados en esto. No es uno solo de nosotros —dijo Rand a Mat.

Mat se estremeció y enseguida soltó una breve carcajada.

—Bueno, ya que hablamos de compartir las cosas, ¿por qué no vamos a ver la ciudad, ahora que hemos terminado con los caballos? Una urbe magnífica, donde no hay que abrirse paso entre la gente a codazos y sin nadie que pueda espiar lo que hacemos. Todavía quedan una o dos horas antes de que oscurezca.

—¿No estarás olvidándote de los trollocs? —objetó Perrin.

—Lan ha afirmado que aquí no habría ninguno, ¿no te acuerdas? —repuso desdeñoso Mat—. Tienes que prestar más atención a lo que dicen las personas.

—Lo recuerdo —replicó Perrin—. Y no creas que no escucho. Esta ciudad, ¿Aridhol?, estuvo aliada a Manetheren. ¿Ves como sí escucho?

—Aridhol debió de ser la mayor población en tiempos de las Guerras de los Trollocs apuntó Rand—, para inspirar todavía temor en ellos. En cambio el miedo no les impidió ir a Dos Ríos, y Moraine dijo que Manetheren era… ¿cómo lo expresó?…, ah, sí una espina clavada en el pie del Oscuro.

—No menciones al Pastor de la Noche, te lo ruego —pidió Perrin con las manos en alto.

—¿Qué decidís? —preguntó riendo Mat—. Vamos.

—Deberíamos pedir permiso a Moraine —arguyó Perrin.

—¿Pedir permiso a Moraine? —inquirió Mat—. ¿Acaso piensas que nos dejará apartarnos de ella? ¿Y qué me dices de Nynaeve? Rayos y truenos, Perrin, ¿y por qué no pedírselo también a la señora Luhhan, ya puestos a ello?

Al asentir de mala gana Perrin con la cabeza, Mat

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