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  2. El ojo del mundo
  3. Capítulo 58
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detrás de ellos. Estaba seguro. Cada vez más próximos.

Ascendieron otra colina.

Debajo, emprendiendo la subida de la ladera, marchaban los trollocs, que empuñaban barras rematadas con grandes bucles de cuerda o largos ganchos. Incontables trollocs, cuyas columnas se extendían a lo ancho, sin que la vista pudiera abarcar sus extremos, pero en el centro, justo frente a Lan, cabalgaba un Fado.

El Myrddraal pareció vacilar cuando los humanos coronaron la colina, pero, un instante después, levantó una espada con la misma hoja negra que Rand recordaba con tanta repugnancia y la agitó por encima de su cabeza. La hilera de trollocs se precipitó hacia adelante.

Aun antes de que reaccionara el Myrddraal, Lan tenía ya la espada en la mano.

—¡Permaneced a mi lado! —gritó. Al punto, Mandarb descendió impetuosamente la ladera al encuentro de los trollocs—. ¡Por las Siete Torres! —tronó.

Rand respiró hondo y espoleó al rucio; todos los componentes del grupo galoparon en pos del Guardián. Le sorprendió advertir que empuñaba la espada de Tam. Animado por el grito de batalla de Lan, lo secundó con uno de propia cosecha:

—¡Manetheren! ¡Manetheren!

—¡Manetheren! ¡Manetheren! —gritó a su vez Perrin.

Mat eligió, sin embargo, nuevas palabras emblemáticas.

—¡Carai an Caldazar! ¡Carai an Ellisande! ¡Al Ellisande!

El Fado volvió la cabeza hacia los jinetes que cargaban contra él. La espada negra quedó paralizada arriba y la obertura de su capucha giró, escrutando a los humanos que se acercaban.

Después Lan se abalanzó sobre el Myrddraal, al tiempo que todos los humanos arremetían contra las filas de trollocs. La hoja del Guardián chocó con el acero negro elaborado en las forjas de Thakan’dar, provocando la misma resonancia que una campana, cuyo tañido resonó en el valle, mientras un rayo de luz azulada llenaba el aire con la misma potencia de un relámpago.

Las humanoides criaturas con hocicos de bestia se arremolinaban en torno a cada uno de ellos, blandiendo barras y ganchos. Únicamente evitaban a Lan y al Myrddraal. Éstos peleaban dentro de un círculo definido, acompasaban las pisadas de sus caballos negros, paraban y asestaban simétricas estocadas. El aire vibraba con haces de luz y estruendos.

Nube, relinchando con ojos desorbitados, descargaba las patas encabritado sobre la maraña de rostros de afilados dientes que lo circundaban. Los fornidos cuerpos se arremolinaban a su alrededor. Hincando los talones en sus flancos, Rand presionaba al caballo y blandía entre tanto la espada como si partiera leña, sin el arte de esgrima que le había enseñado Lan. «¡Egwene!» La buscó con desesperación al tiempo que espoleaba al rucio y se abría camino a mandobles entre los peludos seres, como si cortara la maleza a golpes de machete.

La yegua blanca de Moraine se abalanzó con ímpetu a un suave tirón de la Aes Sedai en las riendas. Su semblante tenía la misma dureza que el de Lan cuando comenzó a descargar el poder de su vara. Las llamas envolvieron a los trollocs y luego estallaron con una detonación que dejó masas deformes inmovilizadas en el suelo. Nynaeve y Egwene cabalgaban pegadas a la Aes Sedai con frenética urgencia; con cuchillos en la mano, enseñaban los dientes casi con igual fiereza que los trollocs. De poco servirían armas tan cortas si habían de enfrentarse de cerca a un trolloc. Rand trató de guiar a Nube hacia ellas, pero no había modo de dominar al rucio. Relinchaba y daba coces mientras seguía adelante por más que Rand tirara de las riendas.

En torno a las tres mujeres se abrió un espacio despejado de trollocs, los cuales se apresuraban a huir de las descargas de la vara de Moraine, pero ésta los localizaba implacablemente. El fuego rugía y las criaturas aullaban de rabia y espanto. Por encima de aquel estrépito, destacaba el sonido de la espada del Guardián descargada contra la del Myrddraal; el aire llameaba con un fulgor azulado una y otra vez.

Un lazo atado a una barra rozó al pasar la cabeza de Rand. Con un rudo golpe, partió en dos la barra y luego acuchilló al trolloc de rostro cabrío que la sujetaba. Un gancho se prendió en su espalda, se enmarañó en la tela de su capa y tiró de él. Frenéticamente, casi a punto de soltar la espada, se aferró a la perilla de la silla para no caer atrás. Nube se debatía, aterrado. Rand se agarraba a la silla y a las riendas con desesperación; sentía cómo se deslizaba, pulgada tras pulgada, cediendo a la fuerza del gancho. Nube dio la vuelta; por un instante Rand vio a Perrin, incorporado sobre la silla, que intentaba retener el hacha que pretendían arrebatarle los trollocs. Lo tenían agarrado por un brazo y las dos piernas. Nube arremetió y Rand no percibió entonces más que trollocs.

Uno de ellos corrió hacia él y lo asió por la pierna, obligándolo a sacar el pie del estribo. Jadeante, soltó la mano de la silla para atravesarlo con la espada. Al instante, el gancho lo desensilló y lo dejó sentado sobre las grupas de Nube; únicamente su exacerbada presión en las riendas le impidió ser derribado. Y en ese mismo instante la fuerza que tiraba de él cedió. Todos los trollocs chillaban emitían alaridos al unísono como si todos los perros del mundo hubieran enloquecido de repente.

Los trollocs caían alrededor de los humanos, se retorcían en el suelo, se arrancaban los cabellos y se arañaban la cara. Todos sin excepción mordían el polvo y lanzaban dentelladas en el vacío, chillando sin cesar.

Entonces Rand vio al Myrddraal. Todavía erguido en la silla de su caballo, que danzaba como un poseso, hendía el aire con su negra espada, decapitado.

—No morirá hasta la caída de la noche —gritó Thom, por encima de las respiraciones entrecortadas y los implacables alaridos—. Al menos no del todo, según tengo entendido.

—¡Cabalgad! —ordenó con aspereza Lan, que se había reunido ya con Moraine y las otras dos mujeres, con las que ascendía el siguiente promontorio—. Hay muchos más aparte de éstos!

Como para confirmarlo, los cuernos sonaron de nuevo, por encima de los chillidos de los trollocs postrados en la tierra, desde el este, el oeste y el sur.

Extrañamente, Mat era el único que había sido derribado del caballo. Rand trotó hacia él, pero Mat se deshizo el lazo que le rodeaba el cuello y, con un estremecimiento, recogió su arco y montó solo.

Los cuernos aullaban cual perros de caza que hubieran percibido el olor de un venado. Aquélla era una jauría que iba estrechando el cerco. Si antes Lan había forzado la marcha, entonces dobló su apremio, hasta el punto de que las cabalgaduras remontaron la colina a mayor velocidad de la empleada antes para descenderla y estuvieron en un tris de abalanzarse rodando por la pendiente de bajada. Sin embargo, los instrumentos de bronce sonaban cada vez más próximos, hasta al extremo de escucharse los gritos guturales de los perseguidores cuando aquéllos enmudecían. Por fin los humanos coronaron un altozano en el preciso momento en que los trollocs aparecían en el promontorio contiguo, tras ellos. La cumbre estaba plagada de trollocs de rostros deformes provistos de hocicos que aullaban enardecidos, encabezados por tres Myrddraal. Sólo mediaba un centenar de palmos entre ambos grupos.

A Rand se le encogió el corazón. «¡Tres!»

Las negras espadas de los Myrddraal se alzaron simultáneamente; sus huestes arremetieron ladera abajo en un hervidero de gritos triunfales y barras agitadas.

Moraine descendió del caballo, sacó algo del bolsillo y lo desenvolvió impávidamente. Rand atisbó el oscuro marfil. Era el angreal. Con el angreal en una mano y su bastón en la otra, la Aes Sedai afirmó los pies en el suelo y, aguardó la inminente carga de los trollocs y sus tres dirigentes de negras espadas, puso en alto la vara y luego la clavó en el terreno.

La tierra resonó como una olla golpeada con un mazo. Después el sonido metálico menguó hasta quedar reducido a la nada, dando paso a un instante de absoluto silencio, del que participaba incluso el propio viento. Los trollocs no sólo dejaron de gritar, sino que su ímpetu cedió, dejándolos inmovilizados. Por espacio de unos segundos, todo compartió un compás de espera. Lentamente, el repiqueteo dejó oír su voz, tomándose a poco en un sordo estruendo que fue acrecentándose hasta que la tierra gimió.

El suelo temblaba bajo los cascos de Nube. Aquél era un prodigio digno de las Aes Sedai que protagonizaban las historias, si bien, por más admiración que en él inspirase, Rand habría preferido hallarse a cien kilómetros de distancia. El temblor se convirtió en violentas sacudidas que hicieron estremecerse la arboleda circundante. El rucio se tambaleó, a punto de perder pie. Incluso Mandarb y Aldieb vacilaron con paso ebrio, y todos los que iban a caballo hubieron de agarrarse a las riendas y a las crines para evitar una caída.

La Aes Sedai permanecía en el mismo lugar; aferraba el angreal y la vara clavada en la cima de la colina y, a pesar de las violentas sacudidas del suelo a su alrededor, ni ella ni el bastón se habían desplazado lo más mínimo. Entonces la tierra se rizó, se abrió en cascada delante del palo y acometió a los trollocs como las olas de un estanque, con ondulaciones que incrementaban su tamaño a medida que se precipitaban, saltaban por encima de los arbustos, lanzando hojas secas al aire, y crecían hasta alcanzar la condición de un auténtico oleaje terrestre que se abatía sobre las diabólicas criaturas. Los árboles de la hondonada se balanceaban con violencia, cual látigos en manos de traviesos niños, y en la ladera de enfrente los trollocs caían a montones, tropezando unos con otros sobre la tierra encabritada.

No obstante, como si el suelo no se engrifase en torno a ellos, los Myrddraal caminaron en fila e hicieron sonar al unísono las herraduras de sus negros caballos sin vacilar ni un paso. Los trollocs rodaban sobre el terreno, junto a los negros corceles; gruñían y se cogían a la pendiente que los propelía hacia arriba, pero los Myrddraal avanzaban lentamente.

Moraine alzó su vara y la tierra se calmó. Sin embargo, aún no había agotado sus recursos. Al apuntar hacia la oquedad formada por ambas colinas, de las entrañas del terreno brotaron llamaradas de más de cinco metros de altura. Entonces extendió los brazos y el fuego corrió a derecha e izquierda hasta donde alcanzaba la vista, formando un muro que separaba los humanos de los trollocs. El calor obligó a Rand a cubrirse el rostro con las manos, pese a hallarse en la cumbre del promontorio. Las tenebrosas monturas de los Myrddraal, aun con los extraños poderes que poseían, caracolearon rehusando obedecer a sus jinetes, que los fustigaban con intención de hacerlos atravesar las llamas.

—Rayos y truenos —exclamó en voz baja Mat.

Rand asintió mudamente.

De pronto, Moraine flaqueó y se habría desplomado de no haber saltado Lan del caballo para sostenerla.

—Caminad —ordenó a los demás con una dureza que contrastaba con el miramiento con que alzó a la Aes Sedai sobre la silla de Aldieb—. El fuego no arderá indefinidamente. ¡Daos prisa! ¡No hay que perder un minuto!

La inmensa hoguera parecía crepitar como si su ardor no fuera a disiparse nunca, pero Rand no expresó objeción alguna. Galoparon con el mayor ímpetu que les permitían sus monturas. Los cuernos lanzaron en la lejanía un agudo toque de desencanto, como si ya conocieran lo acaecido, y luego guardaron silencio.

Lan y Moraine les dieron alcance al poco, si bien Lan llevaba a Aldieb de las riendas mientras la Aes

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