las especies de hoja perenne ostentaban algún verdor.
El terreno en sí era distinto, no obstante, puesto que hacia mediodía el camino discurría entre colinas onduladas. Por espacio de dos jornadas la senda bordeó suaves altozanos, cortándolos a través en ocasiones, cuando eran demasiado anchos para desviar el camino o carecían de la suficiente altura que hubiera impedido excavarla. A medida que la inclinación del sol se modificaba día a día se evidenció el hecho de que, aun cuando apareciera recta a simple vista, la carretera ondeaba lentamente hacia el sur al tiempo que derivaba en sentido este. Rand, que había elaborado tantas ensoñaciones contemplando el viejo mapa de maese al’Vere, al igual que la mayoría de los muchachos del Campo de Emond, creyó recordar que el camino se curvaba en torno a algo denominado las Colinas de Absher hasta llegar al Puente Blanco.
De vez en cuando Lan los hacía desmontar en la cumbre de uno de los montículos, donde pudiera obtener una buena panorámica de la carretera y de los terrenos circundantes. Allí el Guardián oteaba el horizonte mientras los demás estiraban las piernas o se sentaban bajo un árbol para comer.
—Antes me gustaba mucho el queso —comentó Egwene al tercer día de emprender el viaje en Baerlon. Estaba sentada con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, con un mohín de disgusto ante la comida, idéntica a la del desayuno y a lo que ingerirían como cena—. Y no poder tomar ni un sorbo de té, un buen té caliente… —Se arrebujó en la capa, cambiando de posición bajo el árbol en un vano intento de escudarse de los remolinos de viento.
—La tisana de perifollo y la raíz de genciana —decía Nynaeve a Moraine— son lo mejor contra la fatiga. Aclaran el entendimiento y calman el escozor de los músculos cansados.
—Estoy convencida de que así es —murmuró la Aes Sedai.
Nynaeve apretó las mandíbulas, pero prosiguió en el mismo tono. —Ahora bien, si uno debe continuar cabalgando sin dormir…
—¡Nada de té! —reprendió secamente Lan a Egwene—. ¡Ni de fuego! Aún no podemos verlos, pero están siguiendo nuestros pasos en algún lugar, un Fado o dos con sus trollocs, y saben perfectamente que hemos tomado esta ruta. No es preciso indicarles el lugar exacto donde nos hallamos.
—No estaba pidiéndolo —musitó Egwene bajo su capa—. Sólo comentaba que lo echaba de menos.
—Si saben que estamos en el camino —inquirió Perrin—, ¿por qué no vamos a Puente Blanco a campo traviesa?
—Incluso Lan no es capaz de viajar por el campo con tanta rapidez como por un camino respondió Moraine, interrumpiendo a Nynaeve—, y menos aún atravesando las Colinas de Absher. —La Zahorí emitió un suspiro de exasperación. Rand se preguntó qué sería lo que tramaba, ya que, después de no hacer el más mínimo caso de la Aes Sedai el primer día, Nynaeve había dedicado las dos jornadas siguientes a intentar hablar de hierbas con ella. Moraine se apartó de la Zahorí mientras continuaba—. ¿Por qué crees que el camino las evita? Además, deberíamos regresar de todos modos a esta senda. Hasta cabría la posibilidad de que entre tanto nos tomasen la delantera.
Rand adoptó un aire dubitativo y Mat murmuró algo acerca del «largo rodeo».
—¿Habéis visto una granja esta mañana? —preguntó Lan—. ¿O tan sólo el humo de una chimenea? No, puesto que desde Baerlon hasta Puente Blanco no hay más que tierras deshabitadas, y es en el Puente Blanco donde debemos cruzar el Arinelle. Ése es el único puente que atraviesa el Arinelle al sur de Maradon, en Saldaea.
Thom exhaló un resoplido, mesándose los bigotes.
—¿Y qué les impide apostar a alguien, o algo, en Puente Blanco?
Por el lado de poniente, se oyó el penetrante quejido de un cuerno. Lan volvió la cabeza para observar la carretera que habían dejado tras de sí. Rand sintió un estremecimiento mientras una parte de él conservaba la calma para calcular en poco menos de diez kilómetros la distancia que mediaba entre ellos y el origen del sonido.
—Nada les impide hacerlo, juglar —repuso el Guardián—.. Confiamos en la Luz y en la suerte. Sin embargo, ahora tenemos la certeza de la presencia de trollocs a nuestras espaldas.
—Es hora de proseguir —dijo Moraine, montando en su yegua blanca.
Después siguió un forcejeo con los caballos, agitados al oír un segundo bramido de cuerno, el cual esa vez obtuvo respuesta de otros, que sonaban procedentes del oeste como un cántico fúnebre. Rand se aprestó a emprender el galope y todos agarraron las riendas con igual apremio. Todos a excepción de Lan y Moraine. El Guardián y la Aes Sedai intercambiaron una larga mirada.
—Haz que avancen, Moraine Sedai —indicó Lan—. Volveré tan pronto como sea posible. Tendrás conciencia de mi derrota, si ésta acaece.
Poniendo una mano en la silla de Mandarb, saltó sobre el negro semental y se precipitó colina abajo, hacia el oeste. El cuerno bramó de nuevo.
—Que la Luz te acompañe, último Señor de las Siete Torres —le deseó Moraine, con voz tan queda que Rand apenas la oyó. Después de inspirar pesadamente, encaró a Aldieb en sentido este—. Debemos continuar —instó, y emprendió un trote lento y regular.
Los demás la siguieron en una hilera compacta.
Rand se volvió una vez para observar a Lan, pero éste ya se había perdido de vista entre las suaves colinas y los desnudos árboles. Último Señor de las Siete Torres, lo había llamado ella. Se preguntó qué significaría aquello. Pensaba que nadie más lo había escuchado, pero Thom se mordía las puntas del bigote con aire especulativo. Al parecer, la mente del juglar abarcaba una gran gama de conocimientos.
Los cuernos hicieron sonar sus llamadas y respuestas nuevamente. Rand se revolvió en la silla, con la convicción de que esta vez el sonido era más cercano. Mat y Egwene miraron hacia atrás y Perrin hundió la cabeza como si esperase recibir un impacto de un momento a otro. Nynaeve se adelantó para hablar con la Aes Sedai. —¿No podemos cabalgar más deprisa? —preguntó—. Esos cuernos están aproximándose.
La Aes Sedai sacudió la cabeza.
—¿Y por qué nos hacen saber que están allí? Tal vez para que nos apresuremos sin pensar en lo que puede aguardarnos más adelante.
Prosiguieron con la misma marcha pausada. A intervalos los cuernos resonaban tras ellos, se acercaban cada vez más. Rand procuraba no pensar en la distancia que los separaba, pero su cerebro calculaba implacablemente a cada bramido de bronce. «Cinco kilómetros», deducía ansioso cuando Lan ascendió de pronto la colina tras ellos sin detener el caballo hasta hallarse frente a Moraine. —Como mínimo tres batallones de trollocs, todos encabezados por un Semihombre. Cuatro tal vez.
—Si os habéis aproximado lo bastante para verlos —dedujo preocupada Egwene—, ellos os han podido ver igualmente. Podrían pisarnos los talones en unos minutos.
—No lo han visto —afirmó Nynaeve, enderezándose al sentir todas las miradas clavadas en ella—. No olvidéis que yo le seguí el rastro.
—Silencio —ordenó Moraine—. Según lo referido por Lan hay tal vez quinientos trollocs detrás de nosotros.
Cuando todos callaron, presas de estupor, Lan tomó de nuevo la palabra. —Y avanzan deprisa. Los tendremos encima en menos de una hora. —Si disponían de tantos anteriormente, ¿por qué no los pusieron en acción en el Campo de Emond? —inquirió, medio para sí, la Aes Sedai—. Si no disponían de ellos, ¿cómo los han traído hasta aquí?
—Se han extendido para que nos precipitemos hacia ellos —informó Lan y hay comitivas de exploración delante de los principales batallones.
—¿Que nos precipitemos hacia qué? —musitó Moraine.
Como en respuesta a su pregunta, un cuerno sonó en la lejanía de poniente, con un largo quejido que recibió su eco esta vez delante de ellos. Moraine refrenó a Aldieb; salvo Lan, los demás siguieron su ejemplo con ademanes temerosos. Los cuernos atronaban delante de ellos y detrás. Rand creyó percibir en ellos una nota triunfal.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó, encolerizada, Nynaeve—. ¿Adónde vamos?
—Sólo podemos tomar rumbo norte o sur —dijo Moraine, expresando más bien un pensamiento en voz alta que una contestación a la pregunta de la Zahorí—. Al mediodía, están las Colinas de Absher, inhóspitas y peladas, y el Taren, sin posibilidades de cruzarlo ni tráfico fluvial. En dirección norte, quizá llegaríamos al Arinelle antes de que caiga la noche, de manera que cabría la posibilidad de encontrar el barco de algún comerciante. Si el hielo se ha fundido en Maradon.
—Hay un lugar adonde no irán los trollocs —apuntó Lan.
Moraine, sin embargo, sacudió la cabeza con resolución.
—¡No! —Hizo un gesto al Guardián y éste pegó la cabeza a la suya de manera que los demás no pudieran oírlos.
Los cuernos bramaron y el caballo de Rand caracoleó nervioso.
—Tratan de amedrentarnos —gruñó Thom mientras procuraba controlar su montura. Su voz denotaba enfado y algo del miedo que, según él, trataban de infligirles los trollocs—. Están intentando asustarnos hasta que el pánico nos haga huir en desbandada. Llegado ese punto, estaríamos completamente inermes.
Egwene giraba la cabeza a cada toque de los cuernos, mirando primero hacia adelante y luego hacia atrás, como si esperara ver aparecer al primer trolloc. Rand sentía el mismo impulso, pero cuidaba de ocultarlo. Se acercó a ella.
—Iremos hacia el norte —anunció Moraine.
Los cuernos resonaron penetrantes mientras abandonaban el camino en dirección a las colinas contiguas.
Éstas eran bajas, pero había que franquearlas con continuos ascensos y descensos, sin un trecho de terreno llano, y pasar por debajo de las desnudas ramas de los árboles hollando la maleza seca. Los caballos subían trabajosamente una ladera para bajar a medio galope la loma. Lan estableció una dura marcha, mucho más rápida que la utilizada en el camino.
Las ramas arañaban la cara y el pecho de Rand y las plantas trepadoras y los zarcillos se le agarraban del brazo y, en ocasiones, hacían saltar su pie del estribo. El sonido agudo de los cuernos se oía cada vez más próximo y su frecuencia iba en aumento.
A pesar del fatigoso galope, apenas cubrían terreno. Por cada paso hacia adelante, había uno de ascenso y otro de descenso y cada pisada representaba un esfuerzo por mantener el equilibrio. Y, lo que era peor, los cuernos se acercaban. «Dos kilómetros», pensó. «Tal vez menos.»
A poco, Lan comenzó a otear de un lado a otro, con el semblante más próximo a la preocupación que Rand había tenido ocasión de observar en él. En una ocasión el Guardián se enderezó y, apoyado en los estribos, escrutó el terreno a sus espaldas. Todo cuanto Rand alcanzaba a ver eran árboles. Lan volvió a sentarse en la silla y apartó inconscientemente a un lado la capa para despejar el puño de la espada mientras continuaba su escrutinio de la fronda.
Rand percibió la mirada inquisitiva de Mat tras señalar la espalda del Guardián y encogerse de hombros con impotencia.
Lan habló entonces, sin volverse.
—Hay trollocs en las cercanías. Remontaron un altozano y empezaron a bajar por la otra ladera. Algunos componentes de la avanzadilla de exploradores, probablemente. Si topamos con ellos, no os apartéis de mí bajo ningún concepto y haced lo que yo haga. Debemos proseguir en la misma dirección que hemos tomado.
—¡Rayos y truenos! —murmuró Thom.
Nynaeve indicó por señas a Egwene que se acercara más.
Algunos bosquecillos de ejemplares de hoja perenne suministraban, de trecho en trecho, las únicas oportunidades de cabalgar bajo cubierto, pero Rand trataba de mirar simultáneamente en todas direcciones, a la vez que su imaginación transformaba en trollocs los grisáceos troncos de los árboles que advertía con el rabillo del ojo. Los cuernos sonaban cerca, directamente